Brunetti abrió la parte posterior de la cartera y sacó los billetes. Estaban dispuestos por riguroso orden, de mayor a menor, con los de mil liras delante. Los contó. Ciento ochenta y siete mil liras.
Registró el departamento, para ver si se le había pasado por alto alguna cosa, pero no había nada más. Introdujo los dedos en la ranura de la izquierda y sacó varios billetes de vaporetto sin usar, una nota de caja de un bar de tres mil trescientas liras y varios sellos de ochocientas liras. En el otro lado encontró otra nota de bar, en el reverso de la cual estaba anotado un número de teléfono. Como no empezaba por 52, 27 ni 72, a pesar de que no llevaba prefijo, supuso que no era de Venecia. Y nada más. Ni nombres, ni una nota del fallecido para caso de accidente, ninguna de las cosas que en realidad nunca se encuentran en la cartera de una persona que puede haber muerto víctima de un acto de violencia deliberado.
Brunetti volvió a guardar el dinero en la cartera y ésta, en la bolsa de plástico. Se acercó el teléfono y marcó el número de Rizzardi. A esas horas, ya se habría hecho la autopsia, y el comisario deseaba saber algo más acerca de la extraña hendidura que Rossi tenía en la frente.
El médico contestó a la segunda señal y los dos hombres intercambiaron los saludos de rigor.
– ¿Llama por lo de Rossi? -preguntó Rizzardi, que, al oír la afirmación de Brunetti, dijo-: Precisamente ahora iba a llamarle yo.
– ¿Por qué?
– Por la lesión. Es decir, las dos lesiones. De la cabeza.
– ¿Qué puede decirme?
– Una es plana, y en la piel hay partículas de cemento. La produjo el golpe contra el suelo. Pero a la izquierda de ésta hay otra, cóncava. Es decir, hecha por un objeto cilíndrico, como los tubos utilizados en la construcción de la impalcatura levantada frente al edificio, aunque dé la impresión de que el diámetro era menor.
– ¿Y…?
– Y no hay vestigios de óxido en la herida. Esos tubos suelen estar sucios, oxidados y con restos de pintura, pero no he encontrado señales de ninguna de esas cosas.
– Quizá en el hospital lo lavaron.
– Sí, pero en el hueso había restos de metal, únicamente metal. Ni suciedad, ni óxido, ni pintura.
– ¿Qué clase de metal? -preguntó Brunetti, suponiendo que las palabras de Rizzardi debían de tener una razón más concreta que la simple falta de algo.
– Cobre. -Como Brunetti no hiciera comentario alguno, Rizzardi apuntó-: No me compete decirle cómo debe hacer su trabajo, pero creo que no estaría de más enviar allí hoy mismo, o lo antes posible, a un equipo del laboratorio.
– Sí -dijo Brunetti, alegrándose de estar al frente de la questura aquel día-. ¿Algo más?
– Los dos brazos estaban fracturados, pero eso ya debe usted de saberlo. Y tenía magulladuras en las manos, pero podían ser debidas a la caída.
– ¿Tiene idea desde qué altura cayó?
– No estoy muy versado en esa clase de cosas, ya que ocurren muy de tarde en tarde. Pero he consultado varios libros, y diría que unos diez metros.
– ¿Un tercer piso?
– Posiblemente. Un segundo, por lo menos.
– ¿Ha podido deducir algo de la forma en que cayó?
– No; pero da la impresión de que después de caer trató de arrastrarse. La tela del pantalón está rozada, y también la piel de las rodillas. Además, hay una desolladura en la parte interna de un tobillo que yo diría que se produjo al arrastrarse por el suelo.
Brunetti interrumpió al médico:
– ¿Es posible determinar qué herida le causó la muerte?
– No. -La respuesta de Rizzardi fue tan rápida que Brunetti comprendió que debía de estar esperando la pregunta. El médico se quedó a la expectativa, pero a Brunetti no se le ocurrió más que un vago:
– ¿Algo más?
– No. Estaba sano, y hubiera vivido muchos años.
– Pobre hombre.
– El empleado del depósito me ha dicho que usted lo conocía. ¿Un amigo?
Brunetti respondió sin vacilar.
– Sí. Un amigo.
12
Brunetti llamó a la oficina de Telecom y se identificó como agente de policía. Explicó que estaba tratando de localizar un número de teléfono pero que le faltaba el prefijo de la ciudad y sólo disponía de los siete últimos dígitos, y preguntó si Telecom podía darle los nombres de las ciudades en las que existiera tal número. Sin vacilar ni proponer siquiera llamarlo a la questura para verificar su identidad, la mujer le pidió que aguardara mientras consultaba el ordenador y lo dejó en espera. Por lo menos, no había música. La mujer no tardó en volver a la línea y le dijo que las posibilidades eran: Piacenza, Ferrara, Aquilea o Messina.
Brunetti pidió entonces los nombres de los abonados, y aquí la mujer invocó las normas de Telecom, el derecho a la privacidad y la «política establecida». Le explicó que necesitaba una llamada de la policía o de algún otro organismo del Estado. Pacientemente, conservando un tono de voz sereno, Brunetti volvió a explicarle que él era comisario de policía y, si lo deseaba, ella podía llamarle a la questura de Venecia. Cuando la mujer le pidió el número, Brunetti estuvo tentado de decirle si no sería preferible que lo buscara ella en la guía, para tener la seguridad de que llamaba realmente a la questura. Pero se limitó a dar el número, repitió su nombre y colgó. Casi inmediatamente, sonó el teléfono y la mujer le leyó cuatro nombres y direcciones.
Los nombres no le decían nada. El número de Piacenza era de una agencia de alquiler de coches, el de Ferrara estaba a nombre de una sociedad que tanto podía ser una oficina como un comercio. Los otros dos parecían de domicilios particulares. Marcó el número de Piacenza y dijo al hombre que contestó que era de la policía de Venecia y deseaba saber si tenían en sus archivos constancia de haber alquilado un coche a Franco Rossi de Venecia o si el nombre les era familiar. El hombre pidió a Brunetti que esperara, cubrió el micrófono con la mano y habló con otra persona. Entonces se puso al teléfono una mujer que le hizo repetir su petición y también le dijo que esperase un momento. El momento se convirtió en varios minutos, transcurridos los cuales la mujer le dijo que lo sentía mucho pero que en su archivo no figuraba ningún cliente con ese nombre.
En el número de Ferrara, un contestador informaba de que había llamado al despacho de Gavini y Cappelli, y le pedía que dejara su nombre, número y motivo de la llamada. Brunetti colgó.
En Aquilea le contestó la que parecía la voz de una anciana que le dijo que nunca había oído hablar de Franco Rossi. El número de Messina estaba fuera de servicio.
Brunetti no había encontrado un permiso de conducir en la cartera de Rossi. Aunque eran muchos los venecianos que no conducían, podía haberlo tenido: la falta de carreteras no era razón suficiente para impedir a un italiano satisfacer su pasión por la velocidad. Llamó a la oficina de Tráfico, donde le informaron de que habían expedido permisos a nombre de nueve Franco Rossi. Brunetti dio entonces la fecha de nacimiento de Rossi y el número de su tarjeta de identificación del Ufficio Catasto. No había ninguna licencia expedida a su nombre.
Volvió a marcar el número de Ferrara, y tampoco esta vez obtuvo respuesta. Entonces sonó su teléfono.
– ¿Comisario? -Era Vianello.
– Sí.
– Acaban de llamarme de la comisaría de Cannaregio.
– ¿La de Tre Archi?
– Sí, señor.
– ¿Y qué dicen?
– Recibieron la llamada de un hombre que decía que del apartamento de encima del suyo salía un olor fuerte. Desagradable.