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Patta echó el cuerpo hacia atrás. Al observar que Brunetti podía mirar el papel que tenía delante, le dio la vuelta y cruzó las manos sobre el reverso en blanco.

– No sé que deba tomarse decisión alguna, comisario -dijo, con una entonación que denotaba su extrañeza porque a Brunetti se le hubiera ocurrido hacer semejante pregunta.

– Me gustaría saber si su hijo estaría dispuesto a hablar de las personas de quienes obtuvo la droga. -Con la discreción habitual en él, Brunetti se abstuvo de decir «compró las drogas».

– Estoy seguro de que, si él supiera quiénes son, no vacilaría en decirlo a la policía. -Brunetti detectó en la voz de Patta la misma nota de ofensa y confusión que había oído en las de cientos de sospechosos y testigos recalcitrantes, y vio en su cara la misma sonrisa de inocente desconcierto. Su tono no admitía réplica.

– ¿Si supiera quiénes son? -repitió Brunetti convirtiendo la frase en pregunta.

– Exactamente. Como usted ya sabe, él ignora cómo llegaron a su poder esas drogas, ni quién pudo metérselas en el bolsillo. -La voz de Patta era tan firme como serena su mirada.

«De modo que ésas tenemos», pensó Brunetti.

– ¿Y las huellas dactilares, señor?

La sonrisa de Patta era amplia, y parecía auténtica.

– Ya sé, ya sé la impresión que eso debió de causar cuando le interrogaron. Pero él me ha dicho, y se lo ha dicho a la policía, que se encontró el sobre en el bolsillo cuando volvía de la pista de baile, al buscar un cigarrillo. No tenía idea de lo que era, de modo que lo abrió para ver qué había dentro, como hubiera hecho cualquiera, y entonces debió de tocar algunas de las bolsas.

– ¿Algunas? -preguntó Brunetti con una voz desprovista de escepticismo.

– Algunas -repitió Patta con un énfasis que puso fin a la discusión.

– ¿Ha visto el periódico de hoy, señor? -preguntó Brunetti sorprendiéndose a sí mismo tanto como a su superior con la pregunta.

– No -respondió Patta, y agregó, gratuitamente, en opinión de Brunetti-: He estado tan ocupado desde que he llegado que no he tenido tiempo de mirar el periódico.

– Esta noche, cuatro adolescentes han sufrido un accidente de tráfico. El coche en el que viajaban al salir de una discoteca se ha estrellado contra un árbol. Un chico, estudiante, ha muerto y los otros tres están graves. -Aquí Brunetti se detuvo. Una pausa por completo diplomática.

– No. No lo he visto -dijo Patta. También él calló un momento, pero la suya fue la pausa de un capitán de artillería, para decidir hacia dónde descargará las baterías-. ¿Por qué lo dice?

– Uno de los pasajeros ha muerto, señor. Dice el periódico que el coche iba a unos ciento veinte kilómetros por hora cuando chocó contra el árbol.

– Muy lamentable, desde luego, comisario -dijo Patta con el pesar que le inspiraría una observación acerca de la regresión del pájaro trepador azul. Volvió a centrar la atención en la mesa, dio la vuelta al papel, lo inspeccionó y lanzó una rápida mirada a Brunetti-. Si ha ocurrido en Treviso, supongo que el caso les incumbe a ellos, no a nosotros. -Se quedó mirando el papel con afectación y, después de leer varias líneas, levantó la vista, como si lo sorprendiera encontrar aún allí a Brunetti-. ¿Eso es todo, comisario?

– Sí, señor. Eso es todo.

Al salir del despacho, Brunetti sintió que el corazón le latía con tanta fuerza que tuvo que apoyarse en la pared. Ahora se alegraba de que la signorina Elettra no estuviera en su sitio. Cuando se le calmó la respiración y recuperó el autodominio, subió a su despacho.

Hizo lo que sabía que tenía que hacer: el trabajo de rutina distraería su atención de la cólera que sentía hacia Patta. Estuvo revolviendo los papeles de la mesa hasta que dio con el número de teléfono que se había encontrado en la cartera de Rossi, el que correspondía a Ferrara. Marcó y esta vez, a la tercera señal, contestó una voz de mujer:

– Gavini y Cappelli.

– Buenos días, signora. Soy el comisario Guido Brunetti de la policía de Venecia.

– Un momento, por favor -dijo ella, como si hubiera estado esperando su llamada-. Ahora mismo le paso.

El aparato enmudeció mientras ella hacía la conexión y al cabo de un momento una voz de hombre dijo:

– Gavini. Me alegro de que por fin alguien responda a nuestra llamada. Confío en que pueda usted decirnos algo. -Era una voz grave y sonora que denotaba gran interés por lo que Brunetti tuviera que decir.

Brunetti tardó unos segundos en responder.

– Tendrá que perdonarme, signor Gavini, pero no sé a qué se refiere. Yo no he recibido ningún mensaje suyo. -Como Gavini no dijera nada, agregó-: Pero me gustaría saber por qué esperaba que le llamara la policía de Venecia.

– Por lo de Sandro -dijo Gavini-. Les llamé después de su muerte. Su esposa me dijo que él había encontrado en Venecia a alguien que podía estar dispuesto a hablar. -Brunetti iba a interrumpir cuando Gavini cambió de tono para preguntar-: ¿Está seguro de que ahí nadie recibió mi mensaje?

– No lo sé. ¿Con quién habló, signor Gavini?

– Con un agente, no recuerdo el nombre.

– ¿Podría repetirme lo que le dijo a él? -preguntó Brunetti acercándose una hoja de papel.

– Ya se lo he dicho. Llamé después de la muerte de Sandro -dijo Gavini, y preguntó-: ¿Sabe algo de eso?

– No.

– Sandro Cappelli -dijo Gavini, como si el solo nombre fuera suficiente explicación. Despertó un leve eco en la memoria de Brunetti. No podía recordar de qué le sonaba el nombre, pero estaba seguro de que era por algo malo-. Era mi socio en la consultoría.

– ¿Qué clase de consultoría, signor Gavini?

– Jurídica. Somos abogados. ¿No sabe nada del caso? -Por primera vez, sonó en su voz una nota de exasperación, esa nota que inevitablemente acaba por infiltrarse en la voz del que está tratando con una burocracia impermeable.

Al oír decir a Gavini que eran abogados, Brunetti recordó el caso de Cappelli, asesinado hacía casi un mes.

– Sí. Ahora recuerdo. Le dispararon, ¿verdad?

– Cuando estaba delante de la ventana de su despacho, con un cliente a su espalda, a las once de la mañana. Le dispararon por la ventana, con una escopeta de caza. -Mientras relataba los detalles de la muerte de su socio, la voz de Gavini iba adquiriendo el ritmo staccato de la cólera.

Brunetti había leído la información de prensa del asesinato, pero no estaba al corriente de los hechos.

– ¿Algún sospechoso? -preguntó.

– Por supuesto que no -respondió Gavini, ya sin intentar reprimir la cólera-. Pero todos sabemos quién lo hizo.

Brunetti esperó a que Gavini se explicara.

– Fueron los prestamistas. Hacía años que Sandro iba tras ellos. Llevaba cuatro casos contra ellos cuando murió.

El policía que había en Brunetti lo indujo a preguntar:

– ¿Existe alguna prueba de eso, signor Gavini?

– Pues claro que no -casi escupió el abogado por el hilo telefónico-. Enviaron a alguien, pagaron a alguien para que lo hiciera. Fue un contrato. El disparo vino del tejado de un edificio del otro lado de la calle. Hasta la policía de aquí dijo que tuvo que ser un contrato. ¿Quién si no iba a querer matarlo?

Brunetti no tenía información suficiente para responder preguntas acerca de Cappelli, ni siquiera preguntas retóricas, y dijo:

– Le pido disculpas por mi ignorancia sobre la muerte de su socio y sus responsables, signor Gavini. Yo lo llamaba por un asunto totalmente diferente, pero, después de lo que usted me ha dicho, quizá no sea tan diferente.

– ¿Qué asunto? -preguntó Gavini. Aunque las palabras eran secas, la voz era de curiosidad, de interés.

– Yo lo llamaba en relación con una muerte que hemos tenido aquí, en Venecia, una muerte que parece accidental pero quizá no lo sea. -Esperó la pregunta de Gavini pero, como no llegaba, prosiguió-: Un hombre se mató al caer de un andamio. Trabajaba en el Ufficio Catasto y en su cartera encontramos un número de teléfono, sin prefijo. El suyo es uno de los posibles.