– ¿Cómo se llamaba? -preguntó Gavini.
– Franco Rossi. -Brunetti le dejó un momento para la reflexión o la memoria y preguntó-: ¿Le dice algo el nombre?
– No. Nada.
– ¿Habría forma de averiguar si su socio lo conocía?
Gavini tardó en contestar.
– ¿Tiene usted su número? Podría mirar la lista de teléfonos -apuntó.
– Un momento -dijo Brunetti inclinándose para abrir el cajón de abajo. Sacó la guía de teléfonos y buscó «Rossi». Había siete columnas de abonados con ese apellido y una docena se llamaban Franco. Encontró la calle, leyó el número a Gavini, le pidió que esperase un momento y buscó el número del Ufficio Catasto. Si Rossi había sido tan imprudente como para llamar a la policía por su telefonino, también podía haber hablado con el abogado desde el del despacho.
– Me llevará algún tiempo repasar el registro de llamadas -dijo Gavini-. Tengo una visita esperando. Pero, en cuanto se marche, lo llamo.
– ¿No podría hacerlo su secretaria?
La voz de Gavini adquirió de pronto una nota de rigurosa reserva, casi de cautela.
– No. Esto prefiero hacerlo yo.
Brunetti dijo que esperaría la llamada de Gavini, le dio su número directo y los dos hombres colgaron.
Un teléfono que estaba desconectado hacía meses, una anciana que no conocía a ningún Franco Rossi, una empresa de coches de alquiler que nunca había tenido un cliente con ese nombre y, ahora, el socio de un abogado que había tenido una muerte tan violenta como la de Rossi. Brunetti sabía muy bien cuánto tiempo podía perderse persiguiendo rastros engañosos y transitando por pistas falsas, pero aquí intuía algo válido, aunque no sabía qué era ni adonde lo llevaría.
Lo mismo que las plagas afligieron a los hijos de Egipto, los prestamistas afligían y martirizaban a los hijos de Italia. Los bancos prestaban de mala gana y, en general, sólo con la garantía de un respaldo financiero que hacía innecesario el préstamo. El crédito a corto plazo para el empresario falto de liquidez a final de mes o el comerciante con clientes morosos era prácticamente inexistente. A ello se sumaba la habitual lentitud en el pago de las facturas que caracterizaba a toda la nación.
Por esa brecha se colaban, como todo el mundo sabía pero muy pocos decían, los prestamistas, gli strozzini, esas figuras turbias, dispuestas a prestar a corto plazo y con pocas garantías. El interés que aplicaban compensaba ampliamente cualquier riesgo en que pudieran incurrir. Y, en cierto sentido, la idea del riesgo era, en el mejor de los casos, puramente académica, puesto que los strozzini tenían métodos que reducían sensiblemente la posibilidad de que sus clientes -si así podía llamárseles- no les devolvieran el préstamo. La gente tenía hijos, hijos que podían desaparecer; la gente tenía hijas, hijas que podían ser violadas; la gente tenía su vida, y podía perderla: se habían dado casos. De vez en cuando, la prensa publicaba noticias que, sin estar del todo claras, daban a entender que determinados hechos, casi siempre desagradables o violentos, habían resultado de la no devolución de un préstamo. Pero muy raramente eran denunciados los implicados en tales episodios o investigadas por la policía sus actividades: una protectora muralla de silencio los envolvía. Brunetti tuvo que hacer un esfuerzo para recordar un caso en el que hubieran podido reunirse pruebas suficientes para que se impusiera condena por prestar dinero con usura, delito que, pese a lo poco que aparecía en los juzgados, estaba incluido en el Código Civil.
Brunetti, sentado en su despacho, dejó que su imaginación y su memoria consideraran las múltiples posibilidades que ofrecía el hecho de que Franco Rossi llevara en la cartera al morir el número de teléfono del despacho de Sandro Cappelli. Trató de recordar la visita de Franco Rossi y evocó la impresión que el hombre le había producido. Rossi se tomaba muy en serio su trabajo: ése era quizá el recuerdo más nítido que conservaba Brunetti. Rossi, aunque quizá excesivamente serio y formal para ser tan joven, parecía una persona agradable y servicial.
A falta de una idea clara de los hechos, todas estas elucubraciones no llevaron a Brunetti a ninguna parte, pero lo ayudaron a matar el tiempo hasta que llamó Gavini.
Brunetti contestó a la primera señal.
– Brunetti.
– Comisario -dijo Gavini, y se identificó-. He repasado la lista de clientes y el registro de llamadas. -Brunetti esperaba-. No hay ningún cliente llamado Franco Rossi, pero durante el mes que precedió a su muerte Sandro llamó tres veces al número de Rossi.
– ¿A su casa o al despacho?
– ¿Importa eso?
– Todo puede importar.
– Al despacho -dijo Gavini.
– ¿Cuánto duraron las llamadas?
El otro hombre debía de tener el papel delante, porque respondió sin vacilar:
– Doce, seis y ocho minutos. -Gavini esperó la respuesta de Brunetti y, como no llegaba, preguntó-: ¿Y Rossi? ¿Sabe si llamó a Sandro?
– Aún no he visto el registro de sus llamadas -reconoció Brunetti, un poco avergonzado. Gavini no dijo nada y Brunetti prosiguió-: Lo tendré mañana. -De pronto, recordó que su interlocutor era un abogado, no un policía, lo que significaba que no le debía explicaciones-. ¿Cómo se llama el magistrado que lleva el caso? -preguntó.
– ¿Por qué quiere saberlo?
– Me gustaría hablar con él -dijo Brunetti.
Un largo silencio siguió a sus palabras.
– ¿Tiene usted el nombre? -insistió Brunetti.
– Righetto, Angelo Righetto -fue la escueta respuesta. Brunetti decidió no preguntar más por el momento. Dio las gracias a Gavini, no prometió llamarlo para informarlo de las llamadas que Rossi hubiera podido hacer, y colgó, intrigado por la frialdad que había percibido en la voz de Gavini al pronunciar el nombre del juez encargado de investigar el asesinato de su socio.
A renglón seguido Brunetti llamó a la signorina Elettra y le rogó que pidiera copia del registro de todas las llamadas hechas desde el teléfono del domicilio particular de Rossi durante los tres últimos meses. A la pregunta de si sería posible obtener el número de la extensión de Rossi en el Ufficio Catasto y verificar las llamadas, ella le dijo si también quería las de los tres últimos meses.
Antes de colgar, Brunetti le pidió que le pusiera con el magistrato Angelo Righetto, de Ferrara.
El comisario se acercó una hoja de papel y empezó una lista de las personas que estimaba que podían darle información acerca de los prestamistas que operaban en la ciudad. Él nada sabía de los usureros, aparte de la vaga idea de que estaban ahí, incrustados en el tejido social como gusanos en la carne muerta. Al igual que ciertas formas de bacterias, necesitaban la seguridad de un lugar cerrado y oscuro para desarrollarse, y sin duda el temor que infundían en sus víctimas con la intimidación cerraba el paso a la luz y al aire. Calladamente, y con la implícita amenaza de las consecuencias que tendría la demora o la falta de pago, suspendida sobre la cabeza de sus deudores, ellos prosperaban y engordaban. Lo que más extrañeza causaba a Brunetti, era su propia ignorancia de los nombres, las caras y el historial de esas personas y también -ahora, al mirar la hoja en blanco, se daba cuenta- de a quién pedir ayuda para tratar de hacerlas salir a la luz.
Se le ocurrió un nombre, y sacó la guía telefónica para buscar el número del banco en el que trabajaba aquella mujer. Mientras buscaba, sonó el teléfono. Él contestó dando su nombre.
– Dottore -dijo la signorina Elettra-, le pongo con el magistrato Righetto.