Выбрать главу

– Gracias, signorina. -Brunetti dejó el bolígrafo y apartó el papel.

– Righetto -dijo una voz ronca.

– Magistrato, le habla el comisario Guido Brunetti, de Venecia. Lo llamo para pedirle información sobre el asesinato de Alessandro Cappelli.

– ¿Por qué le interesa? -preguntó Righetto, sin señales de curiosidad audibles en la pregunta. Tenía un acento que Brunetti pensó que podía ser del sur del Tirol o, en todo caso, del norte de Italia.

– Tengo aquí un caso -explicó Brunetti-, otra muerte, que puede tener relación, y me gustaría saber lo que haya averiguado usted sobre Cappelli.

Hubo una larga pausa y Righetto dijo:

– Me sorprendería que alguna otra muerte estuviera relacionada con ésa. -Se interrumpió, para dar a Brunetti ocasión de preguntar y, en vista de que el comisario no decía nada, prosiguió-: Al parecer, se trata más de un caso de confusión de identidad que de asesinato. -Righetto se detuvo un momento y rectificó-: Es decir, sin duda es un asesinato, desde luego. Pero no era Cappelli la persona a la que querían matar, y ni siquiera estamos seguros de que desearan matar al otro hombre, sino sólo asustarlo.

Brunetti creyó llegado el momento de mostrar interés.

– ¿Qué sucedió entonces?

– Iban contra Gavini, el socio -explicó el magistrado-. Por lo menos eso es lo que da a entender la investigación.

– ¿Por qué? -preguntó Brunetti, con verdadera curiosidad.

– Desde el primer momento, carecía de sentido el que alguien pudiera querer matar a Cappelli -dijo Righetto, dando a entender que no había que dar importancia a la posición de Cappelli, de enemigo declarado de los usureros-. Hemos investigado tanto su pasado como los casos en los que trabajaba, y no hemos encontrado indicios que lo relacionen con alguien que pudiera tener un móvil para hacer una cosa así.

Brunetti emitió un leve sonido que podía interpretarse como un suspiro de comprensión y conformidad combinadas.

– Por otro lado -prosiguió Righetto-, está el socio.

– Gavini -puntualizó Brunetti innecesariamente.

– Sí, Gavini -dijo Righetto con una risita displicente-. Es un personaje muy conocido en la zona, tiene fama de mujeriego. Y lo peor es que suele relacionarse con mujeres casadas.

– Ah -exclamó Brunetti con un suspiro de hombre de mundo, en el que consiguió imprimir la justa dosis de tolerancia para con el congénere-. ¿Así que fue eso? -preguntó con pasiva aceptación.

– Eso parece. Durante los cuatro últimos años, ha mantenido relaciones con cuatro mujeres, todas casadas.

– Pobre diablo -dijo Brunetti. Esperó lo suficiente para dar realce al acento festivo de su comentario y agregó con una risita-: Quizá más le hubiera valido limitarse a una sola.

– Sí, pero ¿cómo saber en cuál de ellas estaba el peligro? -replicó el magistrado, y Brunetti lo recompensó con otra breve carcajada.

– ¿Sospecha usted quién fue? -preguntó Brunetti, intrigado por ver cómo trataba Righetto la pregunta, lo que le daría la clave de cómo trataría la investigación.

Righetto se tomó tiempo, sin duda para dar la impresión de que meditaba la respuesta, y dijo:

– No. Hemos interrogado a las mujeres y a sus maridos, y todos pueden demostrar que estaban en otro lugar cuando ocurrieron los hechos.

– Pero me parece recordar que el periódico decía que fue obra de un profesional -dijo Brunetti, aparentemente desconcertado.

La temperatura de la voz de Righetto descendió.

– Siendo policía, ya debería usted saber que no se puede creer todo lo que dicen los periódicos.

– Desde luego -dijo Brunetti, obligándose a reír con jovialidad, tras el merecido reproche de un colega más sabio y experimentado-. ¿Cree que pudiera haber aún otra mujer?

– Es la pista que estamos siguiendo -dijo Righetto.

– Lo mataron en su despacho, ¿verdad? -preguntó Brunetti.

– Sí -respondió Righetto, mejor dispuesto a dar información, ahora que Brunetti había aludido a otra mujer-. Los dos hombres se parecen, son bajos y morenos. Era un día lluvioso, el asesino estaba en la azotea de una casa del otro lado de la calle. Es seguro que confundió a Cappelli con Gavini.

– ¿Y todo eso que se ha dicho, de que a Cappelli lo mataron porque investigaba a los prestamistas? -preguntó Brunetti, poniendo el suficiente escepticismo en la voz como para hacer comprender a Righetto que él no creía semejantes bobadas; pero que deseaba tener una respuesta preparada por si alguien más inocente, que se creía todo lo que leía en los periódicos, le hacía una pregunta.

– Empezamos por examinar esa posibilidad, pero por ese lado no hay nada, absolutamente nada. De manera que lo hemos excluido de la investigación.

– Cherchez la femme -dijo Brunetti pronunciando mal adrede y agregando otra risita.

Righetto lo recompensó con una franca carcajada y luego preguntó con indiferencia:

– ¿Ha dicho que tenían otra muerte? ¿Asesinato?

– No, no después de lo que me ha dicho usted, magistrato -dijo Brunetti procurando adoptar el tono del funcionario concienzudo pero cerril-. Seguro que no hay relación. Esto de aquí tiene que ser un accidente.

16

Como la mayoría de los italianos, Brunetti creía que existía un registro de todas las llamadas telefónicas que se hacían en el país y que se sacaba copia de todos los faxes que se enviaban; pero, además, como muy pocos italianos, él sabía a ciencia cierta que era así. No obstante, ni la simple creencia ni la certeza absoluta influían apreciablemente en el comportamiento de la ciudadanía: nunca nadie decía por teléfono algo que tuviera importancia, que pudiera incriminar a cualquiera de los interlocutores o interesar a una agencia gubernamental que estuviera a la escucha. La gente hablaba en clave, «dinero» se convertía en «jarros» o «flores» y las inversiones y las cuentas eran «amigos» en países extranjeros. Brunetti ignoraba cuan difundida podía estar esa creencia y la prudencia que generaba, pero sabía lo suficiente para proponer a su amiga de la Banca de Modena que se encontrasen en un café en lugar de pedirle información directamente por teléfono.

Como el banco estaba al otro lado del Rialto, quedaron para tomar una copa antes del almuerzo en campo San Luca, a mitad de camino entre el banco y la questura. Brunetti se tomaba muchas molestias sólo para hacer unas preguntas, pero era la única manera de conseguir que Franca hablase claramente. Sin dar explicaciones ni avisar a nadie, salió del despacho y, bordeando el bacino, se encaminó a San Marco.

Mientras avanzaba por Riva degli Schiavoni, miró a la izquierda, esperando ver los remolcadores y lo sorprendió tanto su ausencia como el repentino descubrimiento de que habían desaparecido hacía años y él lo había olvidado. ¿Cómo había podido olvidar algo tan conocido? Era como no acordarte de tu número de teléfono o de la cara del panadero. No sabía adonde habían ido a parar los remolcadores ni cuántos años hacía que habían desaparecido, dejando libre la riva para otras embarcaciones, más útiles sin duda para la industria turística.

Qué bonitos nombres latinos tenían aquellas gallardas embarcaciones rojas, siempre listas para salir a ayudar a los barcos a remontar el Canale della Giudecca. Seguramente, los barcos que ahora arribaban a la ciudad eran demasiado grandes para que los pequeños remolcadores les sirvieran de ayuda; aquellos monstruos, más altos que la Basílica, con miles de figuras diminutas como hormigas congregadas en las cubiertas, atracaban, bajaban las pasarelas y lanzaban a sus pasajeros a deambular por la ciudad.

Brunetti ahuyentó esos pensamientos y giró hacia la piazza, la cruzó y torció a la derecha, otra vez en dirección al centro, camino de campo San Luca. Franca ya había llegado. Estaba hablando con un hombre al que Brunetti conocía de vista. Al acercarse, vio que se despedían con un apretón de manos. El hombre se fue hacia campo Manin y Franca se volvió a mirar el escaparate de una librería.