Brunetti notó a su lado una presencia. Una mujer se había parado a mirar el escaparate. Franca calló. Cuando la mujer se fue, prosiguió:
– La gente sabe que puede encontrarlos aquí casi todas las mañanas. Vienen a buscarlos, y Angelina los invita a ir a su casa. -Hizo una pausa-. Ella es la más vampiro. -Se detuvo otra vez y, cuando se hubo calmado, prosiguió-: Desde allí llaman al notario y allí redactan los documentos. Ella les da el dinero y ellos le dan la casa, o el negocio, o los muebles.
– ¿Y el interés?
– Depende de la suma que necesiten y del plazo. Si es sólo un par de millones de liras, acepta los muebles en garantía. Si es más dinero, cincuenta millones o más, ella calcula el interés. Dicen que te lo calcula en un momento, a pesar de que también se dice que es analfabeta, lo mismo que el marido. -Se quedó pensativa un momento-. Si se trata de una cantidad importante, la gente se aviene a darle el título de propiedad de la casa, en el caso de que no pueda entregarle una suma determinada a plazo fijo.
– ¿Y si no pagan?
– El abogado de la Volpato los demanda y ella presenta el documento firmado ante notario.
Mientras ella hablaba, Brunetti reflexionaba sin apartar la mirada de los libros del escaparate y reconocía que nada de aquello era nuevo para él. Aunque ignoraba los detalles, sabía que esas cosas ocurrían. Pero eran de la incumbencia de la Guardia di Finanza, por lo menos, hasta ese momento, en que las circunstancias, o la simple casualidad, le habían puesto delante a Angelina Volpato y su marido, que seguían allí, al otro lado de la plaza, conversando animadamente, un luminoso día de la primavera de Venecia.
– ¿Qué interés cargan?
– Depende de lo desesperada que esté la gente -respondió Franca.
– ¿Y eso cómo lo saben?
Ella apartó la mirada de unos cerditos que conducían coches de bomberos para fijarla en él.
– A ti te consta, lo mismo que a mí, que aquí todo el mundo lo sabe todo. No tienes más que pedir un préstamo a un banco, para que, al final del día, todos los empleados estén enterados, a la mañana siguiente, lo sepan sus familias y, por la tarde, toda la ciudad.
Brunetti tuvo que admitir que así era. Ya fuera porque en Venecia todos eran parientes, amigos o conocidos, ya porque en realidad la ciudad era como un pueblo grande, en aquel mundillo bullicioso y endogámico, no podía haber secretos. Era perfectamente lógico que cualesquiera apuros financieros que pudiera tener una persona fueran rápidamente del dominio público.
– ¿Qué interés? -insistió él.
Ella fue a contestar, vaciló un momento y dijo:
– He oído hablar de un veinte por ciento mensual. Y hasta de un cincuenta.
El veneciano que Brunetti llevaba dentro hizo el cálculo al instante.
– ¡Un seiscientos por ciento anual! -exclamó sin reprimir la indignación.
– A interés compuesto, mucho más -le corrigió Franca, demostrando que las raíces de su familia en la ciudad eran más profundas que las de los Brunetti.
El comisario volvió a mirar a aquella pareja que estaba al otro lado del campo. Mientras él los miraba, terminaron la conversación, la mujer se alejó en dirección al Rialto y el hombre vino hacia ellos.
Brunetti observaba al individuo: tenía la frente abombada, la piel áspera y escamosa, como por alguna enfermedad no tratada, los labios carnosos y los párpados hinchados. Avanzaba con un andar extraño, de ave zancuda, con el pie plano, como para no gastar el tacón de sus muy remendados zapatos. La cara mostraba las huellas de la edad y la enfermedad, pero aquel caminar desgarbado daba a su figura un aire de juvenil abandono, sobre todo, visto de espaldas, según comprobó Brunetti que lo seguía con la mirada y lo vio torcer por la calle que conducía al ayuntamiento.
Cuando Brunetti se volvió, vio que la vieja había desaparecido, pero en su memoria quedaba la imagen de un marsupial, una especie de rata erecta.
– ¿Y tú cómo sabes todo esto?
– Recuerda que trabajo en un banco -respondió ella.
– ¿Y esos dos son el tribunal de última instancia para las personas que no pueden conseguir nada de vosotros?
Ella asintió.
– Pero ¿cómo los encuentra la gente?
Ella lo miró, como para decidir en qué medida podía fiarse de él.
– Me han dicho que, a veces, la gente del banco se los recomienda.
– ¿Cómo?
– Que cuando un banco te deniega un préstamo, a veces, un empleado te sugiere que acudas a los Volpato. O al prestamista que le da comisión.
– ¿Cuánto de comisión? -preguntó Brunetti con voz neutra.
Ella se encogió de hombros.
– Dicen que depende.
– ¿De qué?
– Del importe del préstamo. O del convenio que el banco tenga con los usureros. -Antes de que Brunetti pudiera preguntar algo más, ella agregó-: Cuando la gente necesita dinero, trata de sacarlo de donde sea. Si no se lo prestan los amigos, la familia o algún banco, acude a personas como los Volpato.
La única forma en que Brunetti podía hacer la siguiente pregunta era la directa:
– ¿Todo eso está relacionado con la mafia?
– ¿Y qué no lo está? -preguntó Franca a su vez, pero al ver su gesto de irritación, agregó-: Perdona, era una broma. No me consta que lo esté. Pero, si lo piensas un momento, te darás cuenta de que sería un buen sistema para blanquear dinero.
Brunetti asintió. Sólo la protección de la mafia podía impedir que un negocio tan provechoso como ése fuera investigado por las autoridades.
– ¿Te he arruinado el almuerzo? -preguntó ella con una sonrisa repentina y con aquel cambio de tono que él recordaba.
– En absoluto, Franca.
– ¿Por qué estás indagando en esto? -preguntó ella por fin.
– Porque podría estar relacionado con otra cosa.
– Casi todo lo está -dijo ella, pero no preguntó más, otra de las cualidades que él siempre había apreciado en ella-. Me voy a casa -anunció, y se puso de puntillas para besarlo en las dos mejillas.
– Gracias, Franca -dijo él, atrayéndola hacia sí, sintiendo con agrado el contacto de su cuerpo firme y su carácter más firme aún-. Siempre es un placer verte.- En el momento en que ella le daba unas palmadas en el brazo y se volvía para marcharse, él se dio cuenta de que no le había preguntado por otros usureros, pero ya no podía hacerla volver. Lo único en lo que podía pensar ahora era en irse a casa.
17
Mientras caminaba, Brunetti rememoraba los tiempos en que salía con Franca. Se daba cuenta de lo grato que le había resultado volver a abrazar aquella recia figura que tan familiar le había sido. Recordó un largo paseo que dieron por la playa del Lido la noche del Redentore. Él debía de tener diecisiete años. Cuando se terminaron los fuegos artificiales, estuvieron andando cogidos de la mano hasta el amanecer, viendo con pena que se acababa la noche.
La noche se acabó, como se acabaron otras muchas cosas entre los dos, y ahora ella tenía a su Mario y él tenía a su Paola. Entró en Biancat y compró una docena de lirios para su Paola, contento de poder hacer eso, contento de saber que la encontraría arriba, esperándolo.
La encontró sentada a la mesa de la cocina, pelando guisantes.
– Risi e bisi -dijo él a modo de saludo al ver los guisantes, con el ramo delante.
Ella miró las flores sonriendo.
– Lo mejor que puede hacerse con los guisantes tempranos es un buen risotto, ¿no? -dijo poniendo la mejilla.
Una vez dado el beso, él dijo, ociosamente:
– Eso, si no eres una princesa y los quieres para ponerlos debajo del colchón.
– Yo diría que el risotto es mejor idea -dijo ella-. ¿Las pones en un jarro mientras termino con esto?
Él acercó una silla a los armarios, tomó una hoja de periódico de la mesa, la puso en el asiento y se subió para alcanzar uno de los jarrones que estaban encima de un armario.