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– Que quizá tengamos que derribarla.

Un segundo después de decirlo, Brunetti oyó la aguda carcajada de Stefania, pero no sabía si la causa era el escandaloso despropósito o la sorpresa de que a él pudiera parecerle absurdo. Después de varios sonidos más de hilaridad, ella dijo:

– No puedes decirlo en serio.

– Ésa es también mi impresión. Pero es exactamente lo que me dijo una persona del Ufficio Catasto. No han encontrado constancia de que el apartamento haya sido construido ni de que se hayan expedido permisos para su construcción, de modo que quizá decidan que hay que derribarlo.

– Habrás entendido mal.

– Aquel hombre parecía hablar muy en serio.

– ¿Cuándo fue?

– Hace varios meses.

– ¿Has sabido algo más?

– No. Por eso te llamo.

– ¿Por qué no los llamas a ellos?

– Antes quería hablar contigo.

– ¿Por qué?

– Para saber cuáles son mis derechos. Y para saber quiénes son los que toman allí las decisiones.

Stefania no respondía, y él preguntó:

– ¿Tú los conoces?

– No más que cualquiera que trabaje en el ramo.

– ¿Quiénes son?

– El más importante es Fabrizio dal Carlo, jefe de todo el Ufficio. -Con displicencia, agregó-: Un mierda arrogante. Tiene un adjunto, Esposito, que es un cero a la izquierda, porque Dal Carlo acapara todo el poder. Y luego está la signorina Dolfin, Loredana, cuya existencia, por lo que tengo entendido, tiene sólo dos objetivos: el primero es no permitir que la gente olvide que, aunque no es más que una secretaria del Ufficio Catasto, desciende del dux Giovanni Dolfin. No recuerdo el año -agregó como si este detalle tuviera importancia.

– Fue dux de 1356 a 1361, en que murió de la peste -apostilló Brunetti sin vacilar-. ¿Y cuál es su segundo objetivo? -preguntó, para animarla a seguir hablando.

– Disimular su adoración por Fabrizio dal Carlo. -Dejó que la frase surtiera efecto y agregó-: Según se dice, se le da mucho mejor lo primero que lo segundo. Dal Carlo la hace trabajar como una esclava, pero probablemente eso es lo que ella quiere, aunque para mí es un misterio que alguien pueda sentir por ese hombre algo más que desprecio.

– ¿Hay algo entre ellos?

En la línea explotó la risa de Stefania.

– ¡No, por Dios, si podría ser su madre! Además, él tiene esposa y, por lo menos, otra mujer, de manera que poco tiempo le quedaría para ella aunque no fuera fea como un pecado. -Steffi reflexionó un momento y agregó-: En el fondo, es patético. Esa mujer ha dedicado años y años de su vida a ser la servidora fiel de ese Casanova de pacotilla, probablemente, confiando en que un día él se dé cuenta de lo mucho que ella lo quiere y se desmaye, abrumado por la idea de que una Dolfin se haya enamorado de él. Una lástima. Si no fuera tan triste, sería grotesco.

– Hablas de eso como si fuera del dominio público.

– Y lo es. Por lo menos, entre los que trabajan con ellos.

– ¿Hasta lo de que él tiene amantes?

– Bueno, yo diría que eso se supone que es un secreto.

– ¿Y no lo es?

– No. En esta ciudad no hay secretos.

– No, desde luego -admitió Brunetti, felicitándose por ello.

– ¿Hay algo más? -preguntó.

– No se me ocurre nada más. No más chismes. Pero yo en tu lugar los llamaría para preguntar qué hay de tu apartamento. Por lo que yo sé, esa idea de unificar archivos no es más que una cortina de humo. Nunca se hará.

– ¿Una cortina de humo para tapar qué?

– Corría el rumor de que cierta persona de la administración municipal, en vista de que había tantas obras ilegales… es decir, eran tantos los trabajos realizados que no se ajustaban a los proyectos especificados en las solicitudes del permiso, que decidió que lo mejor sería hacer desaparecer solicitudes y permisos. Así nadie podría cotejar los planos con la realidad. Y se le ocurrió la idea de unificarlo todo.

– Me parece que me he perdido, Stefania.

– Si es muy sencillo, Guido -reprendió ella-. En el trasiego de papeles de una oficina a otra y de una parte de la ciudad a otra, es inevitable que se extravíen cosas.

A Brunetti le pareció una solución imaginativa y eficaz, y tomó nota, para utilizarla para explicar la inexistencia de los planos de su propia casa, si un día se los reclamaban.

– Así pues -continuó Brunetti por ella-, en el caso de que se suscitaran dudas acerca de la construcción de una pared o la apertura de una ventana, el dueño no tendría más que presentar sus propios planos, los cuales…

– … casarían perfectamente con la obra realizada. -concluyó Stefania.

– Y, a falta de los planos oficiales, convenientemente extraviados durante la reorganización de los archivos -dedujo Brunetti, entre sonidos de aprobación de Stefania, complacida de que él hubiera empezado a comprender-, en lo sucesivo, ningún inspector municipal ni posible comprador podría demostrar que las obras realizadas fueran diferentes de las solicitadas y autorizadas sobre los planos perdidos. -Cuando acabó de decirlo, Brunetti calló un momento, como el que da un paso atrás para admirar un descubrimiento. Desde niño, había oído decir de Venecia: «Tutto crolla, ma nulla crolla.» Parecía lógico: desde que en aquellos pantanos se levantaron los primeros edificios habían transcurrido más de mil años, por lo que muchos de ellos debían de estar a punto de derrumbarse, pero ninguno se derrumbaba. Se inclinaban, ladeaban, arqueaban y combaban, pero él no recordaba ni uno solo que hubiera llegado a caerse. Había visto, sí, casas abandonadas con la techumbre hundida, puertas tapiadas, muros derruidos, pero, que él supiera, nunca una casa se había derrumbado sobre sus habitantes.

– ¿De quién fue la idea?

– Eso lo ignoro -dijo Stefania-. Son cosas que nunca llegan a saberse.

– ¿Están enterados los de otras oficinas?

En lugar de darle una respuesta directa, ella dijo:

– Piensa, Guido. Alguien ha de encargarse de hacer que desaparezcan determinados papeles, que se pierdan según qué carpetas. Es seguro que otros se perderán por la incompetencia habitual, pero alguien ha de procurar que dejen de existir precisamente esos papeles.

– ¿Y quién puede estar interesado en eso?

– Pues, probablemente, los propietarios de las casas en las que se hicieron obras ilegales, o quizá los que debían inspeccionar las restauraciones y no las inspeccionaron. -Hizo una pausa-. O las inspeccionaron y se dejaron convencer -agregó acentuando esta palabra con ironía- para aprobarlas sin mirar los planos.

– ¿Y quiénes son?

– Las Comisiones de Obras.

– ¿Cuántas hay?

– Seis en total, una por cada sestiere.

Brunetti trató de imaginar la magnitud de la operación, el número de personas involucradas. Y preguntó:

– ¿No sería más práctico hacer la obra y pagar la multa si se descubre que no se ajusta a los planos, en lugar de tomarse la molestia de sobornar a alguien para que se ocupe de que se destruyan los planos? O se extravíen -rectificó.

– Así se había hecho siempre, Guido. Pero ahora que estamos metidos en todo este tinglado de Europa, te multan y, además, te obligan a rectificar. Y las multas son terribles. Un cliente mío que construyó sin permiso una altana pequeñísima, de dos metros por tres, tuvo que pagar cuarenta millones de liras y luego derribarla. Un vecino lo denunció. Por lo menos, antes hubiera podido conservarla. Esto de estar en Europa nos llevará a la ruina. Pronto no quedará nadie que sea lo bastante valiente para aceptar un soborno.

Brunetti detectaba la indignación que había en su voz, pero no estaba seguro de compartirla.

– Steffi, has hablado de mucha gente, pero, ¿quién dirías tú que ha tenido más facilidades para montar esto?

– Los del Ufficio Catasto -respondió ella instantáneamente-. Y, si algo hay, Dal Carlo ha de estar al corriente y, seguramente, tiene el hocico en el pesebre. Al fin y al cabo, los planos han de pasar por su oficina y para él sería juego de niños hacer desaparecer determinados papeles. -Stefania calló un momento y preguntó-: Guido, ¿también tú piensas hacer desaparecer los planos?