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Brunetti pasó la hora siguiente meditando sobre la codicia, vicio al que los venecianos siempre habían sido propensos. La Serenísima fue, desde el principio, una empresa comercial, y la adquisición de riqueza, uno de los más altos objetivos para cuyo logro podía prepararse un veneciano. A diferencia de aquellos derrochadores meridionales, romanos y florentinos, que hacían fortunas para dilapidarlas y gozaban arrojando a sus ríos vajillas de oro, para hacer ostentación de su riqueza, los venecianos pronto aprendieron a adquirir, conservar, guardar, amasar y acaparar. Y también aprendieron a mantener sus caudales bien escondidos. Por supuesto, los grandes palazzi que bordeaban el Canal Grande no sugerían fortunas ocultas sino todo lo contrario. Pero éstos eran los Mocenigo o los Barbaro, familias tan torrencialmente favorecidas por los dioses del lucro que cualquier intento de disimular su fortuna hubiera sido inútil.

Esta mentalidad se daba entre las familias de rango menor, como las de los prósperos comerciantes que construían palazzi más modestos en los canales secundarios, encima de sus almacenes, para poder vivir en contacto físico con sus bienes, como aves en tiempo de incubación. Allí se solazaban contemplando las especias y las telas traídas de Oriente, pero en secreto, sin que sus vecinos sospecharan qué había detrás de las rejas de sus embarcaderos.

Con el tiempo, esa tendencia a la acumulación de bienes se extendió entre la población. Se le daba muchos nombres -ahorro, economía, previsión-, el mismo Brunetti había sido educado en el respeto a esos conceptos. Ahora bien, en su forma más descarnada, tal actitud no era sino pura y simple avaricia, un mal que atacaba no sólo al que lo sufría sino a todos los que estaban en contacto con él.

Brunetti recordaba que, siendo un joven detective, un día de invierno, actuó de testigo en la apertura de la casa de una anciana que había muerto en el hospital, a consecuencia de una enfermedad agravada por la desnutrición y las afecciones causadas por el frío. Tres policías fueron a la dirección que figuraba en la tarjeta de identidad, hicieron saltar las varias cerraduras y entraron. Se encontraron en un apartamento de más de doscientos metros cuadrados, mísero y que olía a gato, con las habitaciones llenas de cajas de periódicos viejos sobre las que se amontonaban bolsas de plástico repletas de trapos y ropa vieja. En una habitación no había más que sacos de botellas de vino y de leche y botellines de medicamentos. En otra descubrieron un armario florentino del siglo xv que fue tasado en ciento veinte millones de liras.

En pleno febrero, no había calefacción, y no porque no estuviera encendida sino porque no estaba instalada. Se encomendó a dos de los policías la tarea de buscar papeles que les permitieran localizar a los parientes de la anciana. En un cajón del dormitorio, Brunetti encontró un fajo de billetes de cincuenta mil liras atado con un cordel sucio, mientras su compañero, que registraba la sala, descubrió varias libretas de ahorros con un saldo de más de cincuenta millones de liras cada una.

En ese momento, Brunetti y sus compañeros salieron de la casa, la sellaron y avisaron a la Guardia di Finanza para que se hiciera cargo del caso. Brunetti supo después que la anciana, que había muerto sola y sin hacer testamento, había dejado más de cuatro mil millones de liras, y los había dejado no a sus parientes sino al Estado italiano.

El mejor amigo de Brunetti solía decir que le gustaría que la muerte se lo llevara en el momento en que él pusiera su última lira en el mostrador de un bar diciendo: «Prosecco para todos.» Y así sucedió, poco más o menos. El destino le dio cuarenta años menos de vida que a la anciana, pero Brunetti sabía que su amigo había tenido una vida mejor y también una muerte mejor.

Brunetti ahuyentó esos recuerdos, sacó del cajón la lista de turnos y vio con satisfacción que aquella semana Vianello tenía turno de noche. El sargento estaba en su casa, pintando la cocina, y se alegró de que Brunetti le pidiera que estuviera en el Ufficio Catasto a las once del día siguiente.

Brunetti, al igual que casi todos los ciudadanos del país, no tenía amigos en la Guardia di Finanza, ni los deseaba. Pero necesitaba acceso a la información que Finanza pudiera tener sobre los Volpato, ya que sólo esa autoridad, que se dedicaba a hurgar en los más íntimos secretos fiscales de los ciudadanos, sabría qué parte del enorme patrimonio de los Volpato estaba declarada y sujeta a tributación. En lugar de entretenerse en solicitar la información por el proceso burocrático correcto, marcó el número de la signorina Elettra y le preguntó si podía acceder a los archivos.

– Ah, la Guardia di Finanza -suspiró ella sin disimular el gozo que le producía la pregunta-. Cómo deseaba que alguien me pidiera que entrase ahí.

– ¿No entraría por su cuenta, signorina? -preguntó él.

– No, señor -respondió ella, sorprendida de que él creyera necesario preguntar tal cosa-. Sería caza furtiva.

– ¿Y si se lo pido yo?

– Eso es caza mayor, comisario -respondió ella, y colgó.

Brunetti llamó entonces al laboratorio y preguntó cuándo le enviarían el informe del edificio frente al que había sido hallado Rossi. Al cabo de unos minutos, le dijeron que el equipo había ido al lugar pero, al ver que había obreros trabajando en el edificio, los técnicos habían desistido de entrar, pensando que estaría demasiado contaminado para poder recoger datos fiables, y habían regresado a la questura.

Él iba a dejarlo así. Un fallo más, consecuencia de la desidia y la falta de iniciativa, cuando se le ocurrió preguntar:

– ¿Cuántos obreros había?

Le dijeron que esperase un momento y, al poco rato, uno de los técnicos del equipo se puso al teléfono.

– ¿Sí, comisario?

– Cuando fueron a ese edificio, ¿cuántos obreros había?

– Vi a dos, en el tercer piso.

– ¿Había hombres en los andamios?

– No vi a ninguno.

– ¿Sólo esos dos?

– Sí, señor.

– ¿Dónde estaban?

– En una ventana.

– ¿Ya estaban allí cuando ustedes llegaron?

El hombre tuvo que reflexionar un momento antes de responder:

– Se asomaron cuando nosotros golpeamos la puerta.

– Haga el favor de explicarme qué ocurrió exactamente -dijo Brunetti.

– Primero probamos la cerradura y luego golpeamos la puerta. Entonces uno de ellos se asomó a la ventana y preguntó qué queríamos. Pedone les dijo quiénes éramos y por qué estábamos allí, y aquel tipo dijo que ya hacía dos días que trabajaban en el edificio, que habían estado llevando cosas de un lado al otro, que estaba todo muy sucio y revuelto y que nada seguía en el mismo sitio que días atrás. Entonces se asomó el otro hombre. No dijo nada, pero estaba cubierto de polvo, de modo que era evidente que estaban trabajando.