Brunetti tiró de él bruscamente gritándole a la cara:
– ¿Qué pasó?
Las palabras salían de la boca de Zecchino atropelladamente, bombeadas por el miedo.
– Oí voces abajo. Discutían. Estaban dentro. Se pararon un momento y volvieron a gritar, pero no podía verlos. Yo estaba ahí arriba -dijo agitando una mano hacia la escalera de la buhardilla.
– ¿Qué pasó?
– No lo sé. Les oí subir y les oí gritar. Pero entonces mi chica me dio más mierda y no sé qué pasó después. -Levantó la mirada hacia Brunetti, para ver hasta dónde le había creído.
– Quiero más, Zecchino -dijo Brunetti acercando la cara a la de Zecchino y sintiendo el hedor del aliento que hablaba de dientes podridos y años de mala comida-. Quiero saber quiénes eran.
Zecchino fue a hablar, pero se detuvo y miró al suelo. Cuando volvió a levantar la mirada hacia Brunetti, el miedo había desaparecido de sus ojos que ahora tenían otra expresión. Un secreto cálculo había puesto en ellos una astucia primitiva.
– Cuando me marché, él estaba fuera, en el suelo -dijo al fin.
– ¿Se movía?
– Sí. Se arrastraba por el suelo. Pero no tenía… -empezó a decir Zecchino, pero aquella nueva astucia lo hizo callar.
Había dicho bastante.
– ¿No tenía qué? -inquirió Brunetti. Como Zecchino no respondía, lo sacudió otra vez, y Zecchino soltó un sollozo ronco y breve. Empezó a caerle moquita de la nariz en la manga de Brunetti. El comisario lo soltó y Zecchino cayó contra la pared.
– ¿Quién estaba contigo?
– Mi chica.
– ¿Que hacíais aquí?
– Follar -dijo Zecchino-. Siempre venimos aquí. -La idea hizo sentir a Brunetti una viva repugnancia.
– ¿Quiénes eran esos hombres? -preguntó Brunetti dando medio paso hacia él.
El instinto de supervivencia había vencido al pánico de Zecchino, y la ventaja de Brunetti había desaparecido, se había esfumado con la misma celeridad que una alucinación. Mirando a aquella ruina, pocos años mayor que su propio hijo, Brunetti comprendió que ya no había ni la menor posibilidad de sacarle la verdad a Zecchino. Se le hacía insoportable la idea de respirar el mismo aire o permanecer en la misma habitación que aquel individuo, pero se obligó a sí mismo a volver a la ventana. Se asomó y miró la calle a la que Rossi había sido arrojado y por la que había tratado de arrastrarse. Frente a la ventana había un semicírculo de unos dos metros completamente limpio, como si lo hubieran barrido. Ni allí ni en el resto de la habitación había sacos de cemento. Habían desaparecido sin dejar huella, lo mismo que los supuestos trabajadores que habían sido vistos en la ventana.
20
Tras dejar a Zecchino delante del portal, Brunetti se encaminó a su casa, sin encontrar consuelo en el aire tibio del anochecer de primavera ni en el largo paseo que se permitió por la orilla. Esta ruta lo obligaba a dar un gran rodeo, pero él necesitaba contemplar grandes vistas, oler el mar y reconfortarse con un vaso de vino en un pequeño bar que conocía, situado cerca de la Accademia, para alejar el recuerdo de Zecchino y, sobre todo, de aquel gesto artero y zafio que había visto en él al final. Pensó en lo que le había dicho Paola, que era una suerte que no le hubieran gustado las drogas, porque temía lo que hubiera podido pasar. Él no tenía una mentalidad tan abierta y nunca las probó, ni cuando era estudiante y a su alrededor todos fumaban unas cosas y otras, y le aseguraban que eran el medio ideal para liberar la mente de los asfixiantes prejuicios de la clase media. Poco se imaginaban cómo deseaba él en aquel entonces poder tener prejuicios -o cualquier otra cosa- de clase media.
El recuerdo de Zecchino continuamente lo distraía de sus pensamientos. Al pie del puente de la Academia dudó un momento y decidió pasar por campo San Luca. Empezó a cruzar el puente mirando al suelo y observó que muchas piezas blancas del borde de los peldaños estaban rotas o habían sido arrancadas. ¿Cuánto hacía que habían reconstruido el puente? ¿Tres años? ¿Dos? Y ya había que reparar muchos de los peldaños. Sus pensamientos se desviaron del criterio con que debió de adjudicarse el contrato de aquella obra para volver a lo que Zecchino le había dicho antes de empezar a mentir. Una disputa. Rossi, herido y tratando de escapar. Y una muchacha, dispuesta a subir al cubil de Zecchino en aquella buhardilla, en busca de lo que fuera que le deparara la combinación de drogas y Gino Zecchino.
A la vista del monumental horror de la Cassa di Risparmio, Brunetti torció a la izquierda por delante de la librería y salió a campo San Luca. Entró en el bar «Torino» y pidió un spritz, que se llevó a la ventana, desde donde contempló a la gente que aún quedaba en el campo.
No vio a la signora Volpato ni a su marido. Terminó el trago, puso la copa en el mostrador y dio unos billetes al barman.
– No veo a la signora Volpato -dijo con indiferencia, moviendo la cabeza hacia el campo.
Al entregarle el recibo y el cambio, el hombre respondió.
– No, señor. Suelen venir por la mañana. Después de las diez.
– Tengo que hablar con ella -dijo Brunetti con voz nerviosa pero sonriendo tímidamente al barman, como buscando comprensión para la humana debilidad.
– Lo siento -dijo el hombre, volviéndose hacia otro cliente.
Al salir, Brunetti torció a la izquierda, luego otra vez a la izquierda y entró en una farmacia que cerraba en aquel momento.
– Ciao, Guido -dijo su amigo Danilo, el farmacéutico, haciendo girar la llave-. Deja que termine y nos vamos a tomar una copa, -Rápidamente, con la soltura que da la práctica, el barbudo Danilo vació la caja, contó el dinero y lo llevó a la trastienda, donde Brunetti lo oyó moverse de un lado al otro. A los pocos minutos, salió vestido de calle, con chaqueta de cuero.
Brunetti sintió la mirada escrutadora de unos ojos castaños y afables, y vio el esbozo de una sonrisa.
– Parece que buscas información -dijo Danilo.
– ¿Tanto se nota?
El farmacéutico se encogió de hombros.
– Cuando vienes a comprar medicamentos estás preocupado; cuando vienes a buscarme para ir a tomar una copa estás relajado, pero cuando vienes en busca de información estás así. -Danilo juntó las cejas y miró fijamente a Brunetti con ojos de loco.
– Va là -dijo Brunetti, sonriendo a pesar suyo.
– ¿De qué se trata? -preguntó Danilo-. ¿O de quién se trata?
Brunetti no hizo ademán de ir hacia la puerta, ya que le parecía preferible mantener esa conversación dentro de la farmacia cerrada que en alguno de los tres bares del campo.
– Angelina y Massimo Volpato.
– Madre di Dio -exclamó Danilo-. Vale más que dejes que yo te dé el dinero. Ven -dijo agarrando del brazo a Brunetti y tirando de él hacia la trastienda-. Abriré la caja fuerte y diré que el ladrón llevaba pasamontañas. Te lo prometo. -Brunetti creyó que era una broma hasta que Danilo prosiguió-: No estarás pensando en recurrir a esa gente, ¿verdad, Guido? En serio, tengo dinero en el banco, puedes disponer de él y seguro que Mauro podrá darte más -dijo incluyendo a su jefe en el ofrecimiento.
– No, no -dijo Brunetti poniendo la mano en el antebrazo de su amigo, en gesto apaciguador-. Sólo necesito información sobre ellos.
– ¿No me digas que por fin han cometido un error y alguien los ha denunciado? -preguntó Danilo empezando a sonreír-. Ah, qué gusto.
– ¿Tan bien los conoces?
– Hace años que los conozco -casi escupió Danilo con repugnancia-. Sobre todo, a ella. Viene una vez por semana, con sus estampitas y su rosario en la mano. -Encorvó la espalda, juntó las manos bajo la barba, ladeó la cabeza y miró a Brunetti con los labios fruncidos en una sonrisa prieta. Pasando de su habitual dialecto trentino al más puro veneciano y atiplando la voz, dijo-: Oh, dottor Danilo, no sabe usted todo el bien que he hecho yo a la gente de esta ciudad. No sabe usted la de personas que deberían estarme agradecidas y rezar por mí. No, no tiene usted idea. -Aunque Brunetti nunca había oído hablar a la signora Volpato, percibía en la cruda parodia de su amigo el acento de todos los hipócritas que había conocido en su vida.