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– Nosotros no nos dedicamos a meter miedo a la gente -sonrió Brunetti, pensando que ojalá fuera verdad.

– Quiero decir si hacen que se asuste lo suficiente para que venga a decirles todo lo que sabe. Vendría si pensara que ustedes conocen su identidad y van a detenerlo.

– Si me da usted su nombre, signorina, lo traeremos para interrogarlo.

– ¿Y no sería mejor que viniera él voluntariamente a decírselo?

– Sí, desde luego…

– Yo no tengo pruebas -lo interrumpió ella-. No podría declarar que lo vi vender droga a Marco ni que Marco me dijera que se la había vendido. -Se revolvió, inquieta, y juntó las manos en el regazo-. Pero sé que vendría si no tuviera elección, y eso lo ayudaría, ¿verdad?

El objeto de tanta preocupación tenía que ser alguien de la familia.

– Me parece que no me ha dicho cómo se llama usted, signorina.

– No quiero dar mi nombre -respondió ella, ahora sin dulzura en la voz.

Brunetti abrió las manos en señal de la libertad que le otorgaba.

– Está en su derecho, signorina. En tal caso, lo único que puedo proponer es que diga usted a esa persona que venga.

– A mí no me hará caso. Nunca me lo ha hecho -dijo ella categóricamente.

Brunetti pasó revista a las posibilidades. Se miraba atentamente la alianza, que estaba más delgada que la última vez que la había contemplado, gastada por los años. Levantó la cabeza y miró a la muchacha.

– ¿Él lee el periódico?

Ella, sorprendida, respondió de inmediato:

– Sí.

– ¿El Gazzettino?

– Sí.

– ¿Podría hacer que lo leyera mañana?

Ella asintió.

– Bien. Espero que eso baste para hacerlo venir. ¿Lo animará usted a hacerlo?

Ella bajó la mirada al oír eso y otra vez a él le pareció que iba a echarse a llorar, pero sólo dijo:

– Estoy intentándolo desde que murió Marco. -Le falló la voz y volvió a apretar los puños. Movió la cabeza negativamente-. Tiene miedo. -Otra pausa larga-. Yo no puedo hacer nada. Mis pa… -se interrumpió, dejando la palabra sin terminar y confirmando lo que él ya sospechaba. Echó el cuerpo hacia adelante y él vio que, entregado el mensaje, se disponía a escapar.

Brunetti se puso en pie y, lentamente, dio la vuelta a la mesa. Ella se levantó y se volvió hacia la puerta.

Brunetti la abrió. Le dio las gracias por haber ido a verlo. Cuando ella empezaba a bajar la escalera, él cerró la puerta, corrió al teléfono y marcó el número del agente de la entrada. Reconoció la voz del joven que había subido con la muchacha.

– Masi, no diga nada. Cuando baje esa muchacha, llévela a su despacho y entreténgala. Dígale que tiene que anotar en el registro la hora de salida, lo que se le ocurra, pero reténgala un par de minutos. Luego déjela marchar.

Sin darle oportunidad de responder, Brunetti colgó el teléfono y fue al gran armario que estaba al lado de la puerta. Lo abrió tan bruscamente que la madera golpeó la pared. Arrancó de la percha la vieja americana de tweed que estaba allí colgada desde hacía más de un año y, con ella en la mano, abrió la puerta del despacho, miró hacia la escalera y, saltando peldaños de dos en dos, bajó a la oficina de los agentes.

Entró en la oficina jadeando y vio con alivio que Pucetti estaba en su sitio.

– Pucetti -dijo-, levántese y quítese la chaqueta.

Al instante, el joven estaba de pie y tenía la chaqueta encima de la mesa. Brunetti le dio la americana de lana.

– En la entrada hay una muchacha. Masi la retiene unos minutos en su despacho. Cuando salga, quiero que la siga. Sígala todo el día si es necesario, pero quiero saber adonde va y quién es.

Pucetti ya iba hacia la puerta. Como la americana le estaba grande, dobló los puños y se subió las mangas. Mientras caminaba, se arrancó la corbata y la arrojó en dirección a la mesa. Cuando salió de la oficina, sin haber pedido a Brunetti explicación alguna, era un joven vestido despreocupadamente que se había puesto camisa blanca y pantalón azul marino y, para suavizar el corte militar del pantalón, llevaba una holgada americana de tweed Harris con las mangas subidas con elegante descuido.

Brunetti volvió a su despacho, marcó el número de la redacción de Il Gazzettino y se identificó. La información que les dio era la de que la policía, en el curso de la investigación de la muerte de un estudiante por sobredosis, había descubierto la identidad del joven sospechoso de haberle vendido la droga que le había causado la muerte. Su arresto era inminente, y se confiaba en que a éste siguiera el de otras personas involucradas en el tráfico de drogas en la zona del Veneto. Brunetti colgó el teléfono confiando en que esto bastara para obligar al pariente de la muchacha, quienquiera que fuera, a hacer acopio de valor y presentarse en la questura, y que del estúpido desperdicio de la vida de Marco Landi saliera por lo menos algo positivo.

Brunetti y Vianello se presentaron en el Ufficio Catasto a las once. Brunetti dio su nombre y rango a la recepcionista de la planta baja, que le dijo que el despacho del ingeniere Dal Carlo estaba en el segundo piso y que ahora mismo lo avisaba de que el comisario Brunetti subía a verlo. Brunetti, seguido de un uniformado y silencioso Vianello, se dirigió al segundo piso, sorprendido de la cantidad de gente, hombres la mayoría, que subían y bajaban la escalera y en cada piso se agolpaban frente a las puertas de los despachos, con brazadas de planos y gruesas carpetas.

El despacho del ingeniere Dal Carlo era el último de mano izquierda. La puerta estaba abierta, por lo que entraron directamente. Una mujer pequeña, que parecía lo bastante mayor para ser la madre de Vianello, sentada ante una mesa, de cara a ellos, frente a la enorme pantalla de un ordenador, los miró por encima de unas gruesas gafas de media luna. Tenía el pelo veteado de gris y lo llevaba recogido en un prieto moño que hizo pensar a Brunetti en la signora Landi. Sus hombros, estrechos y encorvados, sugerían una incipiente osteoporosis. No usaba maquillaje, como si hiciera tiempo que había desesperado de su posible utilidad.

– ¿El comisario Brunetti? -preguntó la mujer sin levantarse.

– Sí. Deseo hablar con el ingeniere Dal Carlo.

– ¿Puedo preguntar el motivo de su visita? -preguntó ella en preciso italiano.

– Necesito información sobre un ex empleado.

– ¿Ex empleado?

– Sí. Franco Rossi.

– Ah, sí -dijo ella llevándose la mano a la frente, para protegerse los ojos. Bajó la mano, se quitó las gafas y levantó la mirada-. Pobre muchacho. Había trabajado aquí varios años. Fue terrible. Nunca había ocurrido nada parecido. -La mujer se volvió hacia un crucifijo que tenía en la pared, moviendo los labios en una oración por el joven difunto.

– ¿Conocía usted al signor Rossi? -preguntó Brunetti, y agregó, como si no hubiera captado su apellido-: Signora…

– Dolfin, signorina -respondió ella escuetamente e hizo una pausa, como para ver si él reaccionaba al oír el nombre-. Tenía el despacho al otro lado del pasillo -agregó-. Era un joven muy correcto, siempre muy respetuoso con el dottor Dal Carlo. -Por su manera de decirlo, parecía que la signorina Dolfin no podía hacer mayor elogio.

– Comprendo -dijo Brunetti, cansado de las alabanzas gratuitas que la gente se cree obligada a hacer de los muertos-. ¿Podría hablar con el ingeniere?