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– Naturalmente -dijo ella poniéndose en pie-. Tiene usted que disculparme por hablar tanto. Es sólo que, frente a una muerte tan trágica, se siente una muy poca cosa.

Brunetti movió la cabeza de arriba abajo. Era la forma más eficaz que conocía para responder a los lugares comunes.

Ella los precedió en los pocos pasos que mediaban entre su mesa y la puerta del despacho interior. Levantó la mano, dio dos golpes, esperó y agregó otro golpe, más suave, como si, con los años, hubiera establecido un código que indicara al ocupante del despacho la clase de visita que tenía. Cuando dentro sonó una voz de hombre que decía «Avanti» Brunetti vio cómo a la mujer se le iluminaban los ojos y doblaban hacia arriba las comisuras de los labios.

Ella abrió la puerta, entró y se hizo a un lado, para dejar paso a los dos hombres y dijo:

– El comisario Brunetti, dottore.

Al cruzar el umbral, Brunetti miraba al interior y vio detrás del escritorio a un hombre corpulento, de cabello oscuro, pero cuando la signorina Dolfin empezó a hablar se volvió hacia ella, intrigado por su cambio de actitud y hasta de tono de voz, mucho más cálido y modulado que cuando se había dirigido a él.

– Gracias, signorina -dijo Dal Carlo casi sin mirarla-. Nada más.

– Con su permiso -dijo ella y, muy lentamente, dio media vuelta, salió del despacho y cerró la puerta con suavidad.

Dal Carlo se levantó sonriendo. Debía de frisar los sesenta, pero tenía la piel tersa y el porte erguido de un hombre más joven. Su sonrisa mostraba unos dientes con fundas más grandes de lo necesario, al estilo italiano.

– Encantado de conocerlo, comisario -dijo tendiendo la mano a Brunetti y dándole un apretón firme y masculino. Dal Carlo saludó entonces a Vianello con un movimiento de la cabeza y los llevó a unos sillones situados en un ángulo del despacho-. ¿En qué puedo servirlo?

Mientras se sentaba, Brunetti dijo:

– Deseo hacerle unas preguntas sobre Franco Rossi.

– Ah, sí -dijo Dal Carlo meneando la cabeza varias veces-. Qué horror, qué tragedia. Una excelente persona. Y muy competente. Hubiera hecho carrera. -Suspirando repitió-: Una tragedia, una tragedia.

– ¿Cuánto tiempo hacía que trabajaba aquí, ingeniere? -preguntó Brunetti. Vianello sacó del bolsillo una libretita, la abrió y empezó a tomar notas.

– Déjeme pensar -empezó Dal Carlo-. Unos cinco años, diría yo. Podemos preguntar a la signorina Dolfin. Ella nos lo dirá con exactitud.

– No. Es suficiente, dottore -dijo Brunetti agitando una mano-. ¿Cuáles eran concretamente las funciones del signar Rossi?

Dal Carlo se asió la barbilla con gesto pensativo y miró al suelo. Transcurrido un tiempo prudencial, dijo:

– Tenía que revisar los planos para comprobar que concordaban con las obras realizadas.

– ¿Y cómo lo hacía, dottore?

– Estudiaba los planos aquí, en la oficina y después inspeccionaba la obra, para ver si los trabajos se habían hecho debidamente.

– ¿Debidamente? -preguntó Brunetti, con la ignorancia del profano en la materia.

– De acuerdo con lo indicado en los planos.

– ¿Y si no era así?

– El signor Rossi informaba de las diferencias y nuestra oficina iniciaba los trámites.

– ¿Qué trámites?

Dal Carlo miró a Brunetti y pareció sopesar no sólo la pregunta sino también la razón por la que Brunetti la había hecho.

– Generalmente, la imposición de una multa y la orden de modificar la obra para ajustaría a las especificaciones de los planos -respondió Dal Carlo.

– Comprendo -dijo Brunetti, moviendo la cabeza de arriba abajo y mirando a Vianello para indicarle que tomara nota de esa respuesta-. Una inspección que puede salir muy cara.

Dal Carlo parecía desconcertado.

– Perdone, no comprendo qué quiere decir, comisario.

– Quiero decir que hacer obras y luego tener que volver a hacerlas cuesta mucho dinero. Sin contar la multa.

– Naturalmente -dijo Dal Carlo-. Las ordenanzas son muy explícitas a ese respecto.

– Gasto doble -dijo Brunetti.

– Sí. Supongo que sí. Pero son pocas las personas que se exponen a cometer irregularidades.

Brunetti se permitió un leve gesto de sorpresa y miró a Dal Carlo con una fina sonrisa de complicidad.

– Si usted lo dice, ingeniere. -Rápidamente, cambió de tema y de tono al preguntar-: ¿Había recibido amenazas el signor Rossi?

Nuevamente, Dal Carlo parecía confuso.

– Lo siento, pero eso tampoco lo entiendo, comisario.

– Entonces, dottore, permita que hable con crudeza. El signor Rossi tenía la facultad de obligar a la gente a hacer grandes desembolsos. Si informaba de que en un edificio se habían hecho reformas no autorizadas, los propietarios podían tener no sólo que pagar una multa sino también que rectificar los trabajos realizados. -Aquí sonrió y agregó-: Los dos sabemos lo que cuesta hacer obras en esta ciudad, por lo que dudo que hubiera quien pudiera sentirse satisfecho si el signor Rossi descubría irregularidades en su inspección.

– Por supuesto que no -convino Dal Carlo-. Pero dudo mucho que alguien se atreviera a amenazar a un funcionario municipal que no hacía sino cumplir con su deber.

Brunetti preguntó entonces a bocajarro:

– ¿Hubiera aceptado un soborno el signor Rossi? -El comisario observaba atentamente la expresión de Dal Carlo al hacer la pregunta y vio que era de estupefacción y hasta de escándalo.

Pero, en lugar de responder enseguida, Dal Carlo reflexionó.

– Nunca lo había pensado -dijo, y Brunetti comprendió que decía la verdad. Entonces Dal Carlo, menos cerrar los ojos y alzar la cabeza, dio todas las muestras de sumirse en profunda meditación. Finalmente, dijo, mintiendo-: No me gusta hablar mal de él, y menos ahora, pero sería posible. Es decir -tras una tímida vacilación-, pudo ser posible.

– ¿Por qué lo dice? -preguntó Brunetti, aunque estaba casi seguro de que aquello no era más que un intento bastante evidente de utilizar a Rossi para tapar su propia probable venalidad.

Por primera vez, Dal Carlo miró a Brunetti a los ojos. Si aún hubiera necesitado una prueba de que aquel hombre mentía, Brunetti no hubiera podido hallarla más segura.

– Comprenderá usted que no se trata de algo concreto que pueda mencionar o describir. Durante los últimos meses, su comportamiento había cambiado. Parecía nervioso, furtivo. Pero hasta ahora que usted me ha preguntado no se me había ocurrido tal posibilidad.

– ¿Hubiera sido fácil? -preguntó Brunetti, y como Dal Carlo pareciera no comprender, aclaró-: ¿Dejarse sobornar?

Casi esperaba que Dal Carlo dijera que nunca había pensado tal cosa, en cuyo caso Brunetti no sabía si hubiera podido conservar la seriedad. Al fin y al cabo, estaban en una oficina municipal. Pero el ingeniero se contuvo y dijo finalmente:

– Supongo que sería posible.

Brunetti callaba. Tanto callaba que Dal Carlo se vio obligado a preguntar:

– ¿Por qué hace estas preguntas, comisario?

Al fin Brunetti dijo:

– No estamos totalmente seguros -siempre le había resultado más eficaz hablar en plural- de que la muerte de Rossi fuera accidental.

Esta vez Dal Carlo no pudo disimular la sorpresa, aunque no había forma de averiguar si era sorpresa por la posibilidad o sorpresa porque la policía lo hubiera descubierto. Mientras varias ideas danzaban en su cerebro, lanzó a Brunetti una mirada de cálculo que le recordó la que había visto en los ojos de Zecchino.

Pensando en el joven drogadicto, Brunetti dijo:

– Quizá tengamos un testigo de que fue otra cosa.