– ¿Un testigo? -repitió Dal Carlo en una voz alta e incrédula, como si nunca hubiera oído semejante palabra.
– Sí, una persona que estaba en el edificio. -Brunetti se levantó bruscamente-. Muchas gracias por su ayuda, dottore -dijo tendiendo la mano. Dal Carlo, visiblemente desconcertado por el extraño rumbo que había tomado la conversación, se levantó a su vez y extendió la mano. Su apretón fue menos cordial que a la llegada.
Finalmente, cuando ya había abierto la puerta, el ingeniere dio voz a su sorpresa:
– Me parece increíble -dijo-. Quién iba a querer matarlo. No hay motivo para tal cosa. Y ese edificio está vacío. ¿Cómo iba alguien a ver lo que ocurrió?
En vista de que ni Brunetti ni Vianello contestaban, Dal Carlo cruzó el antedespacho, sin mirar a la signorina Dolfin, que tecleaba en su ordenador, y acompañó a los dos policías hasta la puerta del pasillo. Nadie se entretuvo en despedidas.
21
Aquella noche, Brunetti durmió mal. Se despertaba una y otra vez dando vueltas a los sucesos del día. Pensaba que, probablemente, Zecchino le había mentido al hablar del asesinato de Rossi y que había visto u oído mucho más de lo que decía. ¿Por qué, si no, tantas evasivas? La noche interminable traía más recuerdos poco gratos: la resistencia de Patta a considerar criminal la conducta de su hijo, la aversión de su amigo Luca hacia su esposa, la general incompetencia que obstaculizaba su trabajo diario. Con todo, lo que más le dolía era pensar en aquellas dos muchachas: una, tan maltratada por la vida como para consentir en mantener relaciones sexuales con Zecchino en aquella sórdida buhardilla y la otra, doblemente martirizada por la pérdida de Marco y por el conocimiento de lo que le había causado la muerte. La experiencia había hecho perder a Brunetti toda su caballerosidad, pero no podía dejar de sentir una viva compasión por aquellas muchachas.
¿Habría estado la primera en el piso de arriba cuando él encontró a Zecchino? Era tanta su prisa por salir de la casa que no subió a ver si había alguien en la buhardilla. El que Zecchino estuviera bajando la escalera no significaba que pensara marcharse; también podía bajar a averiguar la causa del ruido producido por la llegada de Brunetti y haberla dejado a ella arriba. Por lo menos, Pucetti había conseguido descubrir el nombre de la otra: Anna Maria Ratti, que vivía con sus padres y su hermano en Castello, y estudiaba arquitectura en la universidad.
Después de oír las campanadas de las cuatro, Brunetti decidió que aquella mañana volvería a la casa para tratar de hablar otra vez con Zecchino. Al poco, se quedó profundamente dormido y cuando despertó Paola ya se había ido a la universidad y los chicos, a la escuela.
Después de vestirse, Brunetti llamó a la questura para avisarlos de que llegaría tarde y volvió al dormitorio a buscar la pistola. Arrimó una silla al armario, se subió y, en el último estante, vio la caja que su padre había traído de Rusia después de la guerra. El candado estaba cerrado, y él no recordaba dónde había guardado la llave. Bajó la caja y la puso encima de la cama. Pegado a la tapa con cinta adhesiva había un papel con un mensaje escrito en la clara letra de su hija: «Papá: Raffi y yo no sabemos que la llave está pegada a la parte de atrás del cuadro del estudio de mamá. Baci.»
Brunetti fue en busca de la llave, preguntándose si debería añadir algo a la nota y decidió que valdría más no hacerlo, para no dar alas a la niña. Abrió la caja, sacó la pistola, la cargó y la introdujo en la pistolera que se había prendido del cinturón. Volvió a guardar la caja en el armario y se fue.
Lo mismo que las dos veces anteriores que había ido a la casa, la calle estaba vacía y no había señales de actividad en el andamiaje. Extrajo la chapa de metal del marco de la puerta y entró en el edificio, esta vez, dejando la puerta abierta. No hizo nada por disimular el ruido de su llegada ni amortiguar sus pasos en el zaguán. Desde el pie de la escalera gritó:
– Zecchino, policía. Voy, a subir.
Esperó, pero de arriba no llegaba sonido ni respuesta alguna. Lamentando no haber traído una linterna y agradeciendo la luz que entraba por la puerta de la calle, Brunetti subió al primer piso. Arriba seguía sin oírse nada. Siguió subiendo. En el tercero, abrió las persianas de dos ventanas, para alumbrar la escalera de la buhardilla.
Al llegar arriba, Brunetti se detuvo. Había una puerta a cada lado del rellano y una tercera al extremo de un corto pasillo. A su izquierda, por una persiana rota entraba mucha luz. Brunetti esperó, volvió a llamar a Zecchino y entonces, curiosamente tranquilizado por el silencio, se acercó a la puerta de la derecha.
La habitación estaba vacía, es decir, no había nadie, pero sí varias cajas de herramientas, un par de bancos de trabajo y un pantalón de pintor cubierto de cal. Tras la puerta de enfrente encontró un inanimado revoltijo similar. Sólo quedaba ya la puerta del fondo del pasillo.
Allí, tal como esperaba, encontró a Zecchino, y encontró también a la muchacha. A la luz que se filtraba por una sucia claraboya del tejado, la vio por primera vez, tendida encima de Zecchino. Debieron de matarlo a él primero, o él dejó de resistirse y cayó bajo la lluvia de golpes, mientras ella seguía peleando, inútilmente, para acabar cayendo sobre él.
– Gesù bambino -dijo Brunetti al verlos, resistiendo el impulso de santiguarse. Eran dos figuras inertes, flácidas, disminuidas de ese modo especial en que la muerte empequeñece a la gente. Una oscura aureola de sangre seca se extendía alrededor de sus cabezas, que estaban juntas, en la actitud de dos cachorrillos o de dos jóvenes enamorados.
Brunetti veía la parte posterior de la cabeza de Zecchino y la cara de la muchacha o, más exactamente, lo que quedaba de su cara. Al parecer, los habían matado a golpes. El cráneo de Zecchino había perdido la redondez; la nariz de ella había desaparecido, destrozada por un golpe tan violento que no le había dejado más que una astilla de cartílago pegada a la mejilla izquierda.
Brunetti volvió la cabeza y examinó la habitación. Junto a una pared había un montón de colchones viejos. A su lado, en el suelo, estaban las prendas de vestir -hasta que no volvió a mirar a la pareja no vio que estaban medio desnudos- que se habían quitado precipitadamente, para hacer lo que hicieran sobre aquellos colchones. Vio una jeringuilla ensangrentada y de pronto recordó la poesía que le había leído Paola, con la que el poeta trataba de seducir a una mujer diciéndole que sus sangres se habían mezclado dentro de la pulga que los había picado a los dos. Entonces le había parecido una forma demencial de contemplar la unión entre un hombre y una mujer, pero no era más demencial que la aguja que estaba en el suelo. A su lado había varias bolsitas de plástico, probablemente, no mucho mayores que las que le habían encontrado a Roberto Patta en el bolsillo de la chaqueta.
Brunetti bajó a la calle, sacó el telefonino, que esta vez no había olvidado, llamó a la questura y dijo lo que había encontrado y adonde tenían que ir. La voz del profesional le decía que debía volver a la habitación en la que estaban los dos jóvenes, para ver qué más podía descubrir, pero él optó por hacerle oídos sordos y quedarse esperando frente al edificio, en un rayo de sol.
Por fin llegaron los técnicos del laboratorio, y él los envió a la buhardilla, venciendo la tentación de decirles que, como hoy no había trabajadores en el edificio, nadie les estorbaría en su examen del escenario del crimen. Nada ganaría con una pulla fácil, y a ellos les sería indiferente saber que la vez anterior los habían engañado.
Preguntó a quién habían avisado para que fuera a examinar los cadáveres y se alegró de saber que era Rizzardi. Brunetti no se movió de donde estaba cuando los hombres entraron en el edificio y allí seguía veinte minutos después, cuando llegó el forense. Se saludaron con un movimiento de la cabeza.