– ¿Otro? -preguntó Rizzardi.
– Dos -contestó Brunetti, iniciando la marcha hacia la casa.
El comisario y el médico subieron sin dificultad la escalera, bien iluminada ahora, con todas las persianas abiertas. Al llegar arriba, acudieron, como mariposas nocturnas, al resplandor de las potentes luces de los técnicos que escapaba por la puerta de la habitación, llamándolos para que fueran a ver aquella nueva prueba de la fragilidad del cuerpo y la futilidad de la esperanza.
Rizzardi entró y examinó los cuerpos desde arriba. Se puso unos guantes de goma, se agachó y palpó la garganta de la muchacha y luego la de él. Dejó el maletín en el suelo, se puso en cuclillas al lado de la muchacha, extendió el brazo por encima de ella y, lentamente, le hizo dar la vuelta para separarla del muchacho y ponerla boca arriba. Ella quedó con los ojos fijos en el techo, y una mano herida resbaló por encima del pecho y golpeó el suelo, sobresaltando a Brunetti, que había preferido mirar hacia otro lado.
Entonces se acercó y se quedó de pie al lado de Rizzardi, observando. La muchacha tenía el pelo muy corto, teñido de color granate, sucio, grasiento y pegado al cráneo. Brunetti vio relucir entre los labios ensangrentados unos dientes blancos y perfectos. Había sangre coagulada alrededor de la boca y la que había brotado de la destrozada nariz había resbalado hacia los ojos. ¿Era bonita? ¿Era fea?
Rizzardi asió la barbilla de Zecchino y le volvió la cara hacia la luz.
– A los dos los han matado golpeándolos en la cabeza -dijo, señalando la frente de Zecchino-. No es un método fácil y exige mucha fuerza. O muchos golpes. Y la muerte no es rápida. Pero, por lo menos, después de los primeros golpes, ya casi no te enteras. -Miró otra vez a la muchacha y le volvió la cara hacia un lado para examinar una oscura cavidad en la parte posterior de la cabeza. Miró dos marcas que tenía en los brazos-. Yo diría que la sujetaban mientras la golpeaban, quizá con un trozo de madera, o un tubo.
Ninguno de los dos creyó necesario hacer comentario alguno ni decir: «Lo mismo que a Rossi.»
Rizzardi se levantó, se quitó los guantes y los guardó en el bolsillo de la chaqueta.
– ¿Cuándo podrá usted hacerla? -fue lo único que Brunetti supo decir.
– Esta tarde, supongo. -Rizzardi sabía que no tenía que preguntar a Brunetti si quería asistir a la autopsia-. Puede llamarme a partir de las cinco. Para entonces ya sabré algo. -Antes de que Brunetti pudiera responder, agregó-: Pero no será mucho, no mucho más de lo que vemos aquí.
Cuando Rizzardi se fue, el equipo del laboratorio inició su tétrica parodia de las faenas domésticas: barrer, limpiar el polvo, recoger objetos del suelo y guardarlos en lugar seguro. Brunetti se impuso la tarea de registrar los bolsillos de la pareja. Primero, en las prendas de vestir tiradas en el suelo y sobre los colchones y, después, una vez se hubo calzado los guantes que le dio el técnico Del Vecchio, en las que conservaban puestas. En el bolsillo de la camisa de Zecchino, encontró tres bolsitas de polvo blanco. Las pasó a Del Vecchio, que las etiquetó cuidadosamente y las guardó en el maletín de las pruebas.
Brunetti agradeció que Rizzardi les hubiera cerrado los ojos. Las piernas de Zecchino le hicieron pensar en las fotos de aquellas figuras escuálidas de los campos de concentración, casi todo piel y tendones, sin apenas músculo, y con grandes rodillas. En la cadera se perfilaba, protuberante, un extremo de la pelvis. Zecchino tenía pústulas rojas en los muslos, aunque Brunetti no hubiera podido decir si eran marcas de pinchazos infectados o síntoma de alguna enfermedad cutánea. Ella, aunque de una delgadez alarmante y con el pecho casi completamente liso, no estaba tan cadavérica como Zecchino. Al pensar que para siempre ambos eran ya cadáveres, Brunetti dio media vuelta y bajó a la calle.
Puesto que él estaba encargado de esa parte de la investigación, lo menos que podía hacer por los muertos era permanecer allí hasta que se llevaran los cadáveres y los equipos del laboratorio hubieran recogido, etiquetado y examinado todo lo que pudiera servir a la policía para descubrir a los asesinos. Brunetti se acercó al extremo de la calle y se quedó mirando el jardín del otro lado; era una suerte que la forsythia estuviera siempre tan risueña por mucho que se precipitara en engalanarse.
Habría que preguntar, desde luego, peinar la zona para ver si encontraban a quien recordara haber visto a alguien entrar en la calle o en la casa. Al volverse, Brunetti vio un grupito de gente en el otro extremo de la calle, por donde se salía a una vía más ancha, y fue hacia ellos, formando ya mentalmente las primeras preguntas.
Tal como esperaba, nadie había visto nada, ni aquel día ni durante las dos últimas semanas. Nadie sabía que fuera posible entrar en el edificio. Nadie había visto a Zecchino ni recordaba a una muchacha. Como no había medio de obligarlos a hablar, Brunetti se ahorró la molestia de desconfiar de su sinceridad, aunque una larga experiencia le había enseñado que eran muy pocos los italianos que, al hablar con la policía, recordaban mucho más que su nombre y apellido.
Otros interrogatorios podrían esperar hasta la tarde o primera hora de la noche, cuando los vecinos de la zona hubieran vuelto a casa. Pero el comisario ya sabía que nadie admitiría haber visto algo. Pronto se sabría que en aquella casa habían muerto dos drogadictos, y podrían contarse con los dedos de una mano las personas que vieran en aquellas muertes algo especial y, mucho menos, algo que justificara exponerse a las molestias de ser interrogados por la policía. ¿Por qué aguantar que durante varias horas te traten como a un sospechoso? ¿Por qué perder horas de trabajo para tener que responder más preguntas o asistir a un juicio?
Brunetti sabía que la ciudadanía en general no veía con buenos ojos a la policía; sabía lo mal que te trataba, sin que importara si habías entrado en la órbita de una investigación como sospechoso o como simple testigo. Desde hacía años, el comisario había procurado educar a los hombres que dependían de él para que trataran a los testigos como a personas dispuestas a ayudar, en cierto modo, como a colegas suyos, y luego, al pasar por delante de las salas de interrogatorios, oía cómo se les intimidaba, amenazaba e insultaba. No era de extrañar que la gente se resistiera a dar información a la policía; lo mismo haría él.
Brunetti no podía ni pensar en almorzar. Como no podía pensar en llevar a casa el recuerdo de lo que acababa de ver. Llamó a Paola, volvió a la questura y se sentó en su despacho, tratando de aturdirse con tareas rutinarias, mientras esperaba la llamada de Rizzardi. La causa de la muerte no sería una sorpresa, pero por lo menos sería información que él podría archivar en una carpeta, y quizá le reconfortara imponer un poco de orden en el caos de la muerte violenta.
Durante las cuatro horas siguientes, Brunetti estuvo revisando papeles e informes acumulados durante dos meses y poniendo con esmero las iniciales al pie de dossieres que había leído sin entender. Le llevó hasta media tarde, pero al fin limpió la mesa de papeles y hasta los bajó al despacho de la signorina Elettra. Como ella no estaba, le dejó una nota rogándole que se encargase de enviarlos al archivo o a quienes tuvieran que leerlos a continuación.
Hecho esto, Brunetti bajó al bar del puente y tomó un vaso de agua mineral y un sándwich de queso con el pan tostado. Abrió el Gazzettino que estaba en el mostrador y, en la segunda sección, vio el artículo publicado por encargo suyo. Tal como esperaba, decía mucho más de lo que él había sugerido y apuntaba que el arresto era inminente y la condena, ineludible, con lo que el narcotráfico quedaría definitivamente eliminado de la región del Veneto. Dejó el periódico y regresó a la questura, observando por el camino que, por encima de la tapia del otro lado del canal, asomaban las dispersas puntas amarillas de la forsythia.