Выбрать главу

De vuelta en su mesa, miró el reloj y vio que ya podía llamar a Rizzardi. Alargaba la mano hacia el teléfono cuando éste sonó.

– Guido -dijo el forense sin preámbulos-, cuando examinó a esos chicos esta mañana, después de que yo me marchara, ¿se puso guantes?

Brunetti tardó un momento en reponerse de la sorpresa y tuvo que hacer memoria antes de contestar:

– Sí. Del Vecchio me dio un par.

Rizzardi preguntó entonces:

– ¿Se ha fijado en los dientes de la muchacha?

Nuevamente, Brunetti tuvo que volver a aquella habitación.

– Sólo he visto que los tenía todos, no como la mayoría de los drogadictos. ¿Por qué?

– Tenía sangre en los dientes y en la boca -explicó Rizzardi.

Esas palabras recordaron a Brunetti la sórdida habitación y las dos figuras caídas una encima de la otra.

– Sí. Tenía sangre en toda la cara.

– La de la cara era sangre de ella -dijo Rizzardi haciendo hincapié en la última palabra. Adelantándose a la pregunta de Brunetti, explicó-: La sangre que tenía en los dientes era de otra persona.

– ¿De Zecchino?

– No.

– Ay, Dios, lo mordió -dijo Brunetti y preguntó-: ¿Había bastante como para…? -Aquí se interrumpió, sin saber a ciencia cierta lo que podría hacer Rizzardi. Había leído interminables informes acerca de la identificación por el ADN y de la utilización de muestras de sangre y de semen como pruebas, pero carecía tanto de conocimientos científicos para comprender el proceso como de curiosidad intelectual para interesarse por algo que no fuera la mera posibilidad de obtener identificaciones irrefutables.

– Sí -respondió Rizzardi-. Si usted me encuentra a la persona, yo podré hacer la comparación con las muestras de sangre que he obtenido. -Rizzardi calló, pero Brunetti intuyó, por la tensión de su silencio, que el forense tenía más cosas que decir.

– ¿Qué ocurre?

– Eran positivos.

¿A qué se refería? ¿A los resultados de las pruebas? ¿A las muestras?

– No comprendo -reconoció Brunetti.

– Los dos, él y ella. Eran seropositivos.

– Dio mio -exclamó Brunetti, comprendiendo al fin.

– Es lo primero que miramos cuando se trata de drogadictos. En él la enfermedad estaba mucho más avanzada; el virus se había extendido. Estaba muy mal, no hubiera vivido ni tres meses más. ¿No había notado usted nada?

Sí. Brunetti había notado algo, pero no había hecho deducciones, o quizá no había querido fijarse mucho o comprender lo que veía. No había prestado atención a la extrema delgadez de Zecchino ni pensado en lo que podía significar.

En lugar de responder a la pregunta de Rizzardi, Brunetti preguntó:

– ¿Y ella?

– Ella no estaba tan mal, la infección no había avanzado tanto. Probablemente, por eso aún tuvo fuerzas para defenderse.

– Pero ¿y los nuevos medicamentos? ¿Por qué no los tomaban? -preguntó Brunetti, como si pensara que Rizzardi podía tener la respuesta.

– No sé por qué no los tomaban, Guido -dijo Rizzardi, recordando que hablaba con el padre de unos chicos que tenían pocos años menos que las dos víctimas-. Pero ni en la sangre ni en ningún órgano he visto señales de que tomaran algo. Generalmente, los drogadictos no siguen tratamiento.

Por tácito acuerdo, dejaron el tema, y Brunetti preguntó:

– ¿Qué puede decirme del mordisco?

– Ella tenía carne entre los dientes, de modo que le habrá dejado una herida bastante fea.

– ¿Tan contagioso es? -preguntó Brunetti, sorprendido de que, al cabo de años de información, charlas y artículos en diarios y revistas, aún no tuviera una idea clara.

– Teóricamente, sí -dijo Rizzardi-. Hay casos documentados en los que se ha transmitido por esa vía, aunque yo no he visto ninguno directamente. Supongo que podría ocurrir. Pero esa enfermedad ya no es lo que era hace años: los nuevos fármacos la controlan bastante bien, especialmente, si empiezan a tomarse en las primeras fases.

Mientras escuchaba al médico, Brunetti se interrogaba sobre las consecuencias que podía tener una ignorancia como la suya. Si él, un hombre que leía mucho y tenía un conocimiento bastante amplio de lo que pasaba en el mundo, no tenía una idea clara de si la enfermedad podía contagiarse por un mordisco y aún sentía un horror primitivo y hasta atávico a esa posible vía de infección, no sería de extrañar que ese temor estuviera muy generalizado entre la población.

Volvió a centrar su atención en Rizzardi.

– ¿Cómo puede ser el mordisco?

– Yo diría que debe de faltarle un trozo de carne del brazo. -Y, antes de que Brunetti preguntara, aclaró-: Ella tenía vello en la boca, probablemente, del antebrazo.

– ¿Y el tamaño?

Después de pensar un momento, Rizzardi dijo:

– Como de un perro, quizá un cocker spaniel. -Ninguno de los dos se permitió un comentario sobre la curiosa comparación.

– ¿Lo bastante grande para ir al médico? -preguntó Brunetti.

– Quizá. Si se infectara, sí.

– O si supiera que ella tenía el sida -completó Brunetti-. O llegara a sospecharlo después. -Quienquiera que descubriera que había sido mordido por una persona enferma, correría, aterrado, a consultar a quien pudiera decirle si le había transmitido la enfermedad. Brunetti consideró las medidas que tomar: habría que avisar a los médicos, a las urgencias de los hospitales y también a las farmacias, por si se presentaba el asesino en busca de antisépticos o vendajes.

– ¿Algo más? -preguntó Brunetti.

– Él hubiera muerto antes del otoño. Ella quizá hubiera durado otro año, pero no mucho más. -Rizzardi hizo una pausa y preguntó, con voz distinta-: Guido, ¿cree que hacen mella en nosotros las cosas que tenemos que hacer y decir?

– Espero que no, por Dios -respondió Brunetti a media voz, dijo a Rizzardi que lo llamaría cuando hubieran identificado a la muchacha y colgó.

22

Brunetti llamó a la oficina de los agentes para pedir que lo avisaran si se recibía la denuncia de la desaparición de una muchacha de unos diecisiete años y que repasaran los registros por si había llegado alguna durante las últimas semanas. Pero ya mientras hablaba pensaba que era posible que nadie hubiera presentado tal denuncia: eran muchos los adolescentes que se habían convertido en materia desechable, sus padres ya los daban por perdidos y habían dejado de preocuparse por su ausencia. No estaba seguro, pero no parecía tener más de diecisiete años. O quizá ni eso. Si era más joven, Rizzardi lo sabría, pero él prefería ignorarlo.

Brunetti bajó al aseo de los hombres, se lavó las manos, se las secó y volvió a lavárselas. De vuelta en su despacho, sacó un papel del cajón de la mesa y escribió en grandes letras mayúsculas el titular que quería ver en los diarios del día siguiente: «La víctima se venga de su asesino con una dentellada letal.» Miró la frase, preguntándose, al igual que Rizzardi, qué huella podían dejar en él estas cosas. Puso un signo de inserción después de «asesino» y encima escribió: «desde más allá de la tumba». Lo contempló un momento y decidió que el añadido alargaba demasiado la frase para que cupiera en una columna y lo tachó. Sacó la manoseada libreta de direcciones y teléfonos y volvió a marcar el número del redactor de sucesos de Il Gazzettino. Su amigo, satisfecho de que a Brunetti le hubiera gustado el suelto anterior, accedió a insertar éste en la edición de la mañana siguiente. Dijo que le gustaba el titular de Brunetti y que él se encargaría de que apareciera textualmente.

– No deseo crearte problemas -dijo Brunetti, ante la rápida aquiescencia de su amigo-. ¿No supondrá un riesgo para ti publicar eso?