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El otro se echó a reír.

– ¿Problemas por publicar algo que no es verdad? ¿Yo? -Sin dejar de reír empezó a despedirse cuando Brunetti agregó:

– ¿No podrías hacer que saliera también en La Nuova? Necesito que esté en los dos diarios.

– Probablemente. Hace años que piratean nuestro sistema informático. Así se ahorran pagar a un reportero. De modo que, si lo meto en el ordenador, seguro que lo publican, sobre todo, si consigo darle un aire lo bastante truculento. No pueden resistirse al morbo. Pero ellos no usarán tu titular -dijo con sincero pesar-. Siempre cambian, por lo menos, una palabra.

Satisfecho con lo conseguido, Brunetti se resignó al previsible cambio, dio las gracias a su amigo y colgó el teléfono.

Para ocuparse en algo, o quizá sólo para mantenerse en movimiento y lejos de su mesa, bajó al despacho de la signorina Elettra, a la que encontró con la cabeza inclinada sobre una revista.

Ella levantó la mirada al oír sus pasos.

– Ah, ya está de vuelta, comisario -dijo iniciando una sonrisa. Cuando vio el gesto que él traía en la cara, la sonrisa se desvaneció. Cerró la revista, abrió un cajón y sacó una carpeta. Inclinándose hacia adelante, se la pasó-. Ya me he enterado de lo de esos chicos -dijo-. Lo siento.

Él no sabía si ella esperaría que le diera las gracias por su condolencia, y se limitó a mover la cabeza de arriba abajo mientras tomaba la carpeta y la abría.

– ¿Los Volpato? -preguntó.

– Ajá -exclamó ella-. Como verá, deben de estar muy bien protegidos.

– ¿Por quién? -preguntó él, mirando la primera página.

– Yo diría que por alguien de la Guardia di Finanza.

– ¿Por qué?

Ella se levantó y apoyó las manos en la mesa.

– Segunda hoja -apuntó. Él pasó la primera hoja y ella señaló una serie de cifras-. El primer número corresponde al año. A continuación figura el total del patrimonio declarado: cuentas, apartamentos, valores. Y en la tercera columna está la renta declarada cada año.

– Así pues -dijo él, comentando la obviedad-, como cada año poseen más, ingresarán más. -Efectivamente, la lista de propiedades iba en aumento.

Ahora bien, las cifras de la tercera columna, en lugar de aumentar, disminuían, pese a que los Volpato adquirían más fincas y más empresas. En suma, cada año tenían más y pagaban menos.

– ¿Nunca les han hecho una inspección los de la Finanza? -preguntó. Lo que Brunetti tenía en las manos era una señal de fraude fiscal tan grande y tan llamativa que hubiera tenido que divisarse desde la central de la Guardia di Finanza en Roma.

– Nunca -dijo ella negando con la cabeza y volviendo a sentarse-. Por eso le digo que alguien debe protegerlos.

– ¿Ha conseguido copia de sus declaraciones de renta?

– Desde luego -dijo ella, sin tratar de disimular el orgullo-. En todas ellas aparecen esas mismas cifras de ingresos anuales, pero, año tras año, ellos consiguen demostrar que han gastado una fortuna en la rehabilitación de sus propiedades, y parecen incapaces de vender ni una sola finca con beneficio.

– ¿A quiénes las venden? -preguntó Brunetti, aunque sus años de experiencia lo habían familiarizado con esos asuntos.

– Hasta el momento, han vendido, entre otros, dos apartamentos a concejales de la ciudad y dos a funcionarios de la Guardia di Finanza. Siempre, con pérdidas, especialmente, el que vendieron al coronel. Y parece ser -añadió pasando la hoja y señalando la línea superior- que también vendieron dos apartamentos a un tal dottor Fabrizio Dal Carlo.

– Ah -suspiró Brunetti. Levantó la mirada del papel y preguntó-: ¿No tendrá usted, por casualidad…?

La sonrisa de la mujer fue como una bendición.

– Está todo ahí: sus declaraciones de renta, la lista de las casas que posee, sus cuentas bancarias, las de su mujer, todo.

– ¿Y…? -preguntó, él resistiendo el impulso de mirar los papeles para darle ocasión de decírselo.

– Sólo un milagro ha podido protegerlo de una inspección -dijo ella, golpeando los papeles con la yema de los dedos de la mano izquierda.

– Y, sin embargo, en todos estos años, nadie se ha fijado en Dal Carlo ni en los Volpato.

– Eso no tiene nada de curioso cuando se vende a esos precios a concejales -dijo ella volviendo a la primera hoja-. Y a coroneles -terminó después de una pausa.

– Sí -convino él cerrando la carpeta con un suspiro de cansancio-. Y a los coroneles. -Se puso la carpeta debajo del brazo-. ¿Y qué hay del teléfono?

Ella casi sonrió.

– No tienen teléfono.

– ¿Cómo? -preguntó Brunetti.

– Por lo menos, que yo haya podido descubrir. Ni a su nombre ni en su domicilio. -Antes de que Brunetti pudiera preguntar, dio las explicaciones posibles-: Quizá son muy rácanos para pagar la factura del teléfono o quizá tienen un telefonino registrado a nombre de otra persona.

A Brunetti le parecía inconcebible que, en la actualidad, alguien pudiera vivir sin teléfono, especialmente, personas que se dedicaban a la compraventa de fincas y a prestar dinero, con los contactos con abogados, oficinas municipales y notarios que esas operaciones exigían. Además, nadie podía ser tan patológicamente espartano para no tener teléfono.

Al encontrar cerrada una posible vía de investigación, Brunetti volvió su atención a la pareja asesinada.

– Me gustaría que viera qué puede encontrar acerca de Gino Zecchino.

Ella asintió. Ya conocía el nombre.

– Aún no sabemos quién era la chica -dijo Brunetti, y entonces se le ocurrió la posibilidad de que quizá nunca lo supieran, pero resistiéndose a expresar ese pensamiento dijo tan sólo-: Si encuentra algo, avíseme.

– Sí, señor -dijo ella viéndolo salir del despacho.

Una vez arriba, Brunetti decidió ampliar el alcance de la desinformación que aparecería en los diarios de la mañana siguiente y pasó la hora y media siguiente hablando por teléfono, consultando las páginas de la libretita y llamando a algún que otro amigo para pedirle los números de hombres y mujeres que vivían dentro y fuera de la ley. Con halagos, promesas de futuros favores y, a veces, con francas amenazas, convenció a varias personas para que, en sus medios respectivos, comentaran ampliamente el extraño caso del asesino condenado a una muerte lenta y horrible por el mordisco de su víctima. En general, no había esperanza, casi nunca existía una terapia eficaz, pero a veces, si el caso era tratado a tiempo con una técnica experimental que se estaba perfeccionando en el Laboratorio de Inmunología del Ospedale Civile y que se dispensaba en la sala de Urgencias, existía la posibilidad de detener la infección. De lo contrario, no había escapatoria de la muerte, lo que decía el titular se cumpliría indefectiblemente, y la víctima se vengaría con su dentellada letal.

Brunetti no tenía ni la menor idea de si su plan daría resultado, sólo sabía que aquello era Venecia, la ciudad de los rumores, en la que un populacho sin sentido crítico leía y creía, oía y creía.

Marcó el número de la centralita del hospital e iba a pedir por la oficina del director cuando cambió de idea y preguntó por el dottor Carraro, de Pronto Soccorso.

Finalmente, lo pusieron con él y Carraro prácticamente ladró su apellido por el micrófono; él era un hombre muy ocupado, peligraría la vida de sus pacientes si él tenía que ponerse al teléfono para contestar las preguntas estúpidas que fueran a hacerle.

– Ah, dottore -dijo Brunetti-, es un placer volver a hablar con usted.

– ¿Con quién hablo? -La misma voz brusca y áspera.

– Con el comisario Brunetti -dijo él, y aguardó a que el nombre calara.

– Ah, sí. Buenas tardes, comisario -dijo el médico con un perceptible cambio de tono.