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En vista de que el médico no parecía dispuesto a continuar, Brunetti dijo:

– Dottore, me parece que estoy en condiciones de hacerle un favor. -Calló, para dar a Carraro la oportunidad de preguntar. Como el otro no la aprovechara, prosiguió-: Se da el caso de que debemos decidir si pasamos los resultados de nuestra investigación al juez instructor. Bien, es decir -rectificó con una risita deliberada-, nosotros debemos dar nuestra recomendación sobre si procede iniciar una investigación criminal. Por negligencia culpable.

Al otro extremo, no se oía más que la respiración de Carraro.

– Desde luego, yo estoy convencido de que no es necesario. Siempre ocurren accidentes. El hombre hubiera muerto de todos modos. No creo que debamos crearle a usted dificultades ni hacer perder tiempo a la policía con una investigación de la que no vamos a sacar nada.

Seguía el silencio.

– ¿Me oye, dottore? -preguntó Brunetti afablemente.

– Sí, sí, le oigo -dijo Carraro con aquella voz nueva y más suave.

– Bien. Sabía que se alegraría de oírlo.

– En efecto, me alegro.

– Aprovechando que está al aparato -dijo Brunetti, consiguiendo que se notara que no acababa de ocurrírsele la idea-, me gustaría saber si querría hacerme un favor.

– Desde luego, comisario.

– Mañana o dentro de un par de días, quizá se presente en la sala de Urgencias un hombre con una herida en la mano o el brazo, producida por una mordedura. Probablemente, le dirá que le ha mordido un perro o, quizá, su amiguita.

Carraro callaba.

– ¿Me escucha, dottore? -preguntó Brunetti alzando bruscamente la voz.

– Sí.

– Bien. En cuanto llegue ese hombre, quiero que llame usted a la questura, dottore. En el mismo instante -repitió, y dio el número a Carraro-. Si usted se va, deberá dejar las instrucciones oportunas a quien lo sustituya.

– ¿Y qué se supone que hemos de hacer con él mientras esperamos que lleguen ustedes? -preguntó Carraro de nuevo con su tono habitual.

– Retenerlo ahí, dottore, mentir e inventar una cura que dure hasta que lleguemos nosotros. Deben impedir que salga del hospital.

– ¿Y si no podemos? -preguntó Carraro.

Brunetti estaba seguro de que Carraro lo obedecería, pero le pareció conveniente mentir.

– Todavía tenemos la facultad de revisar los registros del hospital, dottore, y nuestra investigación de las circunstancias de la muerte de Rossi no habrá terminado hasta que yo lo diga. -Imprimió dureza en su voz al pronunciar la última, y falsa, afirmación, hizo una pausa y agregó-: Bien, entonces confío en su colaboración.

Dicho esto, no quedaba sino intercambiar banalidades y despedirse.

Brunetti se encontró entonces sin nada que hacer hasta que salieran los periódicos, a la mañana siguiente. Al mismo tiempo, se sentía inquieto, una sensación que siempre había temido porque lo inducía a la audacia. Le era difícil resistirse al impulso de, por así decir, meter al gato en el palomar, a fin de precipitar los acontecimientos. Bajó al despacho de la signorina Elettra.

Al verla con los codos en la mesa, la barbilla entre los puños y la mirada fija en un libro, preguntó:

– ¿Interrumpo?

Ella levantó la mirada, sonrió y rechazó la sola idea con un movimiento de la cabeza.

– ¿Es usted dueña del apartamento en que vive, signorina?

Acostumbrada como estaba a las ocasionales excentricidades de Brunetti, ella no mostró curiosidad:

– Sí -respondió únicamente, dejando que él se explicara, si lo consideraba oportuno.

Brunetti, que se había tomado tiempo para pensar, dijo:

– De todos modos, no creo que eso importe.

– Me importa a mí, comisario, y mucho.

– Ah, sí, por supuesto -dijo él, advirtiendo la confusión a que se prestaban sus palabras-. Signorina, si no tiene mucho trabajo, me gustaría que hiciera algo por mí.

Ella alargó la mano hacia el bloc y el lápiz, pero él la detuvo.

– No -dijo-. Deseo que vaya a hablar con una persona.

Brunetti tuvo que esperar más de dos horas a que la signorina Elettra volviera de la calle. A su regreso a la questura, subió directamente al despacho del comisario. Entró sin llamar y se acercó a la mesa.

– Ah, signorina -dijo él invitándola a tomar asiento y se sentó a su lado, expectante pero en silencio.

– Usted no acostumbra a hacerme un regalo en Navidad, ¿verdad, comisario?

– No. ¿Habré de hacerlo a partir de ahora?

– Sí, señor -dijo ella con énfasis-. Espero una docena, no, dos docenas de rosas blancas de Biancat y, pongamos, una caja de prosecco.

– ¿Y cuándo le gustaría recibir el regalo, signorina?

– Para evitar las prisas de la Navidad, comisario, podría enviármelo la semana próxima.

– No faltaba más. Considérelo hecho.

– Muy amable, signore -dijo ella con una cortés inclinación de cabeza.

– Será un placer -respondió él. Contó hasta seis y preguntó:

– ¿Y bien?

– He preguntado en la librería del campo, la dueña me ha dicho dónde vivían y he ido a hablar con ellos.

– ¿Y? -instó él.

– Puede que sean las personas más odiosas que he visto en mi vida -dijo ella en un tono de fría indiferencia-. A pesar de que hace más de cuatro años que trabajo aquí y he visto a unos cuantos criminales, y de que la gente del banco en el que estaba antes quizá fueran peores. Pero esos dos merecen punto y aparte -terminó diciendo con lo que parecía un escalofrío de repulsión.

– ¿Por qué?

– Porque en ellos se combinan la codicia y la santurronería.

– ¿De qué manera?

– Cuando les dije que necesitaba dinero para pagar las deudas de juego de mi hermano, me preguntaron qué podía ofrecer en garantía y entonces mencioné el apartamento. Yo procuraba aparentar nerviosismo, como usted me dijo. El hombre me preguntó la dirección, yo se la di, entonces se fue a la otra habitación y oí que hablaba con alguien.

Aquí se interrumpió y agregó:

– Debía de tener un telefonino, porque no vi cajas de conexión de teléfono en ninguna de las dos habitaciones en las que estuve.

– ¿Qué pasó entonces? -preguntó Brunetti.

Ella alzó la barbilla y contempló la parte alta del armadio que estaba en el otro extremo del despacho.

– Cuando él volvió, sonrió a su mujer, y entonces empezaron a hablar de la posibilidad de ayudarme. Me preguntaron cuánto necesitaba y les dije que cincuenta millones.

Era la cantidad que habían convenido: ni muy grande ni muy pequeña, la suma que un jugador podía arriesgar en una noche de audacia y la suma que creería poder recuperar con facilidad, si encontraba a alguien que pagara la deuda y podía volver a la mesa.

Ella miró a Brunetti.

– ¿Usted los conoce?

– No. Lo único que sé de ellos es lo que me contó una amiga.

– Son horribles -dijo ella en voz baja.

– ¿Qué más?

Ella se encogió de hombros.

– Imagino que hicieron lo que acostumbran. Me dijeron que necesitaban ver los papeles de la casa, aunque estoy segura de que él llamó a alguien para asegurarse de que el apartamento es mío y está registrado a mi nombre.

– ¿Quién puede ser ese alguien? -preguntó él.

Ella miró el reloj antes de contestar.

– No es probable que a esas horas hubiera alguien en el Ufficio Catasto, de modo que debe de ser alguien que tiene acceso directo a sus registros.

– Usted lo tiene, ¿no?

– No; a mí me lleva tiempo colarme… acceder al sistema. Quienquiera que pueda darle esa información inmediatamente ha de tener acceso directo a los archivos.