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– No disimule conmigo, Brunetti -gritó-. Quiero saber por qué lo ha hecho.

– No sé de qué me está hablando -dijo Brunetti, dejando que su voz reflejara algo de la cólera que sentía.

Del bolsillo de la americana, Patta sacó el diario de la víspera y lo puso en la mesa de Brunetti con un golpe seco.

– Le estoy hablando de esto -dijo clavando el índice en el papel-: Esa noticia que dice que Roberto va a ser arrestado y que sin duda declarará contra las personas que controlan el tráfico de drogas en el Veneto. -Sin darle tiempo a responder, Patta agregó-: Sé muy bien cómo trabajan ustedes, los del norte, son como un club secreto. No tiene más que llamar a alguno de sus amigos del periódico y él publicará toda la mierda que usted le eche.

Con repentino cansancio, Patta se dejó caer en una silla frente a la mesa. Su cara, todavía roja, estaba cubierta de sudor, y cuando trató de enjugárselo Brunetti vio que le temblaba la mano.

– Lo matarán -dijo.

Una súbita revelación disipó la confusión y la indignación de Brunetti ante el comportamiento de Patta. Esperó unos momentos, hasta que la respiración de Patta se calmó un poco y dijo:

– Esa noticia no se refiere a Roberto. -Procuraba que su voz sonara normal-. Se trata de ese muchacho que murió por sobredosis la semana pasada. Su novia vino a verme y me dijo que sabía quién le había vendido la droga, pero tenía miedo de decírmelo. Yo pensé que eso lo animaría a venir a hablar con nosotros.

Vio que Patta escuchaba, si le creía o no era otra cuestión. O, en el caso de que le creyera, si ello suponía diferencia alguna.

– Eso no tiene absolutamente nada que ver con Roberto -dijo Brunetti con voz llana y lo más tranquila posible, resistiendo la tentación de decir que, ya que Patta había negado categóricamente que Roberto tuviera algo que ver con la venta de droga, mal podía suponer para él peligro alguno aquel artículo. Pero ni siquiera a costa de Patta deseaba un triunfo tan fácil. Calló, esperando la respuesta de Patta.

Al fin el vicequestore dijo:

– No me importa a quién se refiera. -Lo que indicaba que creía lo que había dicho Brunetti y fijó en él una mirada directa y franca-. Anoche lo llamaron. Al telefonino.

– ¿Qué dijeron? -preguntó Brunetti, consciente de que Patta acababa de confesar que su hijo, el hijo del vicequestore de Venecia, vendía droga.

– Que más valdría que no volvieran a oír hablar de eso, que no se enterasen de que había hablado con alguien ni ido a la questura. -Patta calló y cerró los ojos, resistiéndose a continuar.

– ¿O si no…? -preguntó Brunetti con voz neutra.

La respuesta tardó en llegar.

– No lo dijeron. Ni era necesario.

Brunetti estaba plenamente de acuerdo. De pronto, lo acometió un violento deseo de hallarse en cualquier sitio menos allí. Era preferible estar en la buhardilla con Zecchino y la muchacha muerta, porque lo que había sentido allí era una compasión profunda y limpia; no esa insidiosa sensación de triunfo al ver reducido a aquello al hombre por el que tantas veces había sentido desprecio. Él no quería sentir satisfacción al ver el miedo y la irritación de Patta, pero no conseguía reprimirla del todo.

– ¿Sólo vende o también toma? -preguntó.

– No lo sé -suspiró Patta. No tengo ni idea. -Brunetti le dio tiempo para que dejara de mentir y, al cabo de un momento, Patta dijo-: Sí. Cocaína, creo.

Años atrás, con menos experiencia en el arte de interrogar, Brunetti hubiera pedido la confirmación de que el muchacho también vendía, pero ahora lo dio por hecho y pasó a la pregunta siguiente:

– ¿Ha hablado con él?

Patta asintió. Al cabo de un momento dijo:

– Está aterrado. Quiere ir a casa de sus abuelos, pero allí no estaría seguro. -Miró a Brunetti-. Esa gente ha de tener la certeza de que no hablará. Será la única manera de que esté seguro.

Lo mismo pensaba Brunetti y ya empezaba a calcular lo que esa certeza costaría. No había más remedio que publicar otra desinformación, esta vez diciendo que la policía había seguido una pista falsa y que había resultado imposible establecer una relación entre los casos recientes de muertes por sobredosis y el responsable de la venta de las drogas. Probablemente, eso alejaría de Roberto Patta el peligro más inmediato; pero, por otro lado, disuadiría al hermano, al primo o lo que fuera de Anna Maria Ratti, de ir a denunciar a la policía a las personas que le habían vendido las drogas que causaron la muerte de Marco Landi.

Si no hacía nada, la vida de Roberto Patta estaría en peligro, pero si el artículo aparecía, Anna Maria tendría que vivir con la pena de haber tenido parte de responsabilidad, por pequeña que fuera, en la muerte de Marco.

– Yo me encargo -dijo, y Patta levantó la cabeza con rapidez y lo miró fijamente.

– ¿Qué? -preguntó-. ¿Cómo?

– He dicho que yo me encargo -repitió con voz firme, deseando que Patta lo creyera y saliera del despacho llevando consigo las muestras de gratitud que pudiera sentirse inclinado a dar-. Llévelo a alguna clínica, si es posible.

Vio cómo Patta miraba agrandando los ojos con indignación a aquel subordinado que se atrevía a darle consejos.

Brunetti deseaba terminar cuanto antes.

– Ahora mismo los llamo -dijo lanzando una mirada en dirección a la puerta.

Irritado también por eso, Patta dio media vuelta, fue hacia la puerta y salió.

Brunetti, sintiéndose como un idiota, llamó otra vez a su amigo a la redacción del periódico y le habló de prisa, consciente de la gran deuda que estaba contrayendo. Sabía que, cuando llegara el momento de pagarla -y no dudaba de que llegaría-, sería a costa de sacrificar algún principio o burlar alguna ley. Ello no le hizo titubear ni un instante.

Brunetti iba a salir a almorzar cuando sonó el teléfono. Era Carraro, que dijo que hacía diez minutos había llamado un hombre, pidiendo confirmación de lo que había leído en el diario de aquella mañana. Carraro le había asegurado que, en efecto, el hospital disponía de un tratamiento absolutamente revolucionario, la única esperanza para quien hubiera sufrido una mordedura.

– ¿Cree que puede ser él? -preguntó Brunetti.

– No lo sé -respondió Carraro-. Pero parecía muy interesado. Ha dicho que vendría hoy mismo. ¿Qué piensa usted hacer?

– Ahora voy para allá.

– ¿Qué hago si viene?

– Reténgalo. Háblele. Invéntese algún sistema de exploración. Pero no lo deje marchar -dijo Brunetti. Al salir, se asomó a la oficina de los agentes y gritó que enviaran inmediatamente a dos hombres y una lancha a la entrada del Pronto Soccorso.

No tardó más de diez minutos en llegar al hospital a pie. Pidió al portiere que lo llevara a la puerta de Pronto Soccorso que utilizaban los médicos, para no ser visto por los pacientes que pudieran estar esperando. Su sensación de urgencia debía de ser contagiosa, porque el hombre salió rápidamente de su garita y condujo a Brunetti por el corredor principal, pasando por delante de la entrada a la Sala de Urgencias, hasta una puerta sin distintivos y un estrecho pasillo que conducía al puesto de enfermeras de Pronto Soccorso.

La enfermera de guardia hizo un gesto de sorpresa cuando Brunetti apareció de improviso por su izquierda, pero Carraro ya debía de haberla prevenido, porque la mujer se puso en pie inmediatamente diciendo:

– Está con el dottore Carraro. -Señalaba la puerta de la sala de curas-. Es ahí.

Brunetti entró sin llamar. Vio a Carraro, con su bata blanca, inclinado sobre un hombre corpulento que estaba tendido en la mesa de reconocimiento. Colgados del respaldo de una silla había una camisa y un jersey. Carraro, que estaba auscultando al hombre con el estetoscopio, no oyó entrar a Brunetti, pero el otro sí y cuando se le aceleró el corazón al verlo, Carraro levantó la mirada para averiguar qué era lo que había causado aquella reacción en su paciente.