El médico no dijo nada al ver al comisario. El hombre de la mesa no se movió, pero Brunetti observó que se ponía rígido y la cara se le teñía de rojo. También vio la señal inflamada que el hombre tenía en el antebrazo derecho: una marca ovalada, de bordes nítidos y simétricos.
Brunetti optó por no decir nada. El hombre cerró los ojos y dejó los brazos flácidos. Brunetti observó que Carraro llevaba guantes transparentes. Si hubiera entrado en ese momento, hubiera creído que el hombre dormía. Su propio corazón se calmó. Carraro se apartó de la mesa, fue al escritorio, dejó el estetoscopio y salió de la sala sin decir nada.
Brunetti dio un paso hacia la mesa, pero procuró mantenerse fuera del alcance del hombre. La abultada musculatura del pecho y los hombros, resultado de décadas de trabajo duro, denotaba una fuerza extraordinaria. Las manos eran enormes, una descansaba sobre la mesa con la palma hacia arriba, y Brunetti observó con extrañeza que tenía las yemas de los dedos aplastadas, en forma de espátula.
En reposo, la cara del hombre era inexpresiva. Ni al ver a Brunetti y comprender, quizá, quién era, se alteraron sus facciones. Las orejas eran diminutas y, en general, la cabeza toda, que tenía una curiosa forma cilíndrica, era pequeña en relación con aquel cuerpo enorme.
– Signore -dijo Brunetti al fin.
El hombre abrió los ojos y lo miró. Eran unos ojos castaño oscuro que le hicieron pensar en los de un oso, pero quizá fuera por la corpulencia del hombre.
– Ella me dijo que no viniera -murmuró-. Que era una trampa. -Parpadeó, estuvo un rato con los ojos cerrados, los abrió y dijo-: Pero tuve miedo, oí hablar a la gente de lo que decía el periódico y tuve miedo. -Otra vez cerró los ojos largamente, tanto que parecía que se evadía, como el buceacdor que se resiste a volver de las profundidades, donde todo es más hermoso. Abrió los ojos-. Y tenía razón. Ella siempre tiene razón. -Dicho esto, se sentó-. No se alarme, no le haré nada. Que el doctor me cure y luego iré con usted. Pero antes la cura.
Brunetti asintió, comprensivo.
– Llamaré al médico -dijo, y salió al puesto de enfermeras, donde Carraro hablaba por teléfono. La enfermera no estaba.
Al ver a Brunetti, el médico colgó el teléfono y lo miró.
– ¿Y ahora? -Volvía a estar furioso, pero Brunetti sospechaba que su cólera nada tenía que ver con la violación del Juramento Hipocrático.
– Le agradeceré que le ponga una vacuna antitetánica, y luego me lo llevaré a la questura.
– ¿Usted me deja ahí solo con un asesino y ahora pretende que vuelva a entrar para ponerle una antitetánica? Debe de estar loco -dijo Carraro, cruzándose de brazos en señal de rebeldía.
– No creo que haya peligro, dottore. Y quizá la necesite. Me parece que la mordedura se le ha infectado.
– Ah, y también es usted médico, ¿verdad?
– Dottore -suspiró Brunetti mirándose los zapatos-, le estoy pidiendo que se ponga sus guantes de goma, entre ahí conmigo y administre una vacuna antitetánica a su paciente.
– ¿Y si me niego? -preguntó Carraro sin beligerancia, lanzando a Brunetti una vaharada de menta y alcohol, las sustancias con que se desayunan los grandes bebedores.
– Si se niega, dottore -dijo Brunetti con una calma letal, extendiendo un brazo hacia el médico-, lo meto en esa sala de un empujón y digo a ese hombre que se niega usted a ponerle la inyección que lo curará. Y luego lo dejo a solas con él.
Observaba a Carraro mientras hablaba y veía que el médico le creía, lo que era suficiente para sus fines. Carraro dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo y masculló entre dientes algo que Brunetti fingió no oír.
El comisario sostuvo la puerta abierta para que entrara Carraro y lo siguió a la sala. El hombre se abrochaba la camisa sobre el ancho tórax sentado en el borde de la mesa de reconocimiento, con sus largas piernas colgando.
En silencio, Carraro fue a una vitrina de un extremo de la sala, la abrió y sacó una jeringuilla. Luego se inclinó y rebuscó ruidosamente entre cajas de medicinas hasta encontrar la que quería. Sacó de ella una pequeña ampolla con tapón de caucho y volvió a su escritorio. Allí se calzó cuidadosamente unos guantes nuevos, abrió el envase de plástico, sacó la jeringuilla y clavó la aguja en el tapón de caucho del frasquito. Extrajo todo el líquido con la jeringuilla y se volvió hacia el hombre, que ya se había metido los faldones de la camisa en el pantalón y se había subido una manga.
Brunetti lo vio extender el brazo hacia el médico, volver la cara y cerrar los ojos con fuerza, como hacen los niños cuando los vacunan. Carraro puso la jeringuilla en la mesa, al lado del hombre, le tomó el brazo y le subió la manga por encima del bíceps. Clavó la aguja en el músculo con más fuerza de la necesaria e introdujo el líquido. Sacó la aguja y levantó el brazo del hombre bruscamente, para impedir que sangrara y volvió a la mesa.
– Gracias, dottore -dijo el hombre-. ¿Es la cura?
Como Carraro no parecía dispuesto a hablar, Brunetti dijo:
– Sí. Ya no debe preocuparse por nada.
– No me ha dolido. No mucho -dijo el hombre mirando a Brunetti-. ¿Hemos de irnos ya?
Brunetti asintió. El hombre bajó el brazo y miró el pinchazo. Sangraba.
– Me parece que su paciente necesita una venda, dottore -dijo Brunetti, aunque sabía que Carraro no haría nada. El médico se quitó los guantes y los arrojó hacia la mesa, sin que pareciera importarle que fueran a parar al suelo, bastante lejos del objetivo. Brunetti fue a la vitrina y miró las cajas del estante superior. En una había apósitos adhesivos. Sacó uno y fue hacia el hombre. Abrió la bolsa de papel estéril e iba a ponerlo en el brazo del hombre cuando éste lo detuvo con un gesto de la otra mano.
– Deje que lo haga yo, signore. Quizá no esté curado todavía. -Tomó la tira y, torpemente, con la mano izquierda, se la puso en la herida alisando los extremos para fijarlos a la piel. Se bajó la manga, se puso en pie y se inclinó a recoger el jersey.
Al llegar a la puerta de la sala, el hombre se detuvo y miró a Brunetti desde su superior estatura:
– Sería terrible si yo pillara eso, ¿comprende? -dijo-. Sería terrible para la familia. -Asintió en muda confirmación de sus palabras y se hizo a un lado dejando paso a Brunetti. A su espalda, Carraro cerró violentamente la puerta del armario de las medicinas, pero el mobiliario que se fabrica para el gobierno es robusto y no se rompió el cristal.
En el corredor principal estaban los dos agentes uniformados que Brunetti había pedido y en el embarcadero esperaba la lancha de la policía, con el taciturno Bonsuan al timón. Salieron por la puerta lateral y recorrieron los pocos metros que la separaban de la lancha amarrada. El hombre llevaba la cabeza inclinada y los hombros encogidos en la actitud que había adoptado al ver los uniformes.
Caminaba pesadamente con paso desigual, desprovisto de toda fluidez de movimiento, como si hubiera interferencias en la línea que conectaba el cerebro a los pies. Cuando estuvo en la lancha, con un agente a cada lado, el hombre se volvió hacia Brunetti y preguntó:
– ¿Puedo sentarme abajo, signore?
Brunetti señaló los cuatro peldaños que arrancaban de la cubierta y el hombre los bajó y se sentó en una de las banquetas tapizadas que discurrían a uno y otro lado de la cabina. Puso las manos entre las rodillas y se quedó cabizbajo, mirando al suelo.
Cuando llegaron al muelle de la questura, los agentes saltaron a tierra y amarraron la lancha, y Brunetti gritó desde lo alto de la escalera.