– Ya hemos llegado.
El hombre alzó la cabeza y se puso en pie.
Durante el viaje, Brunetti se había planteado llevar al hombre a su despacho para, interrogarlo, pero luego decidió que una de las feas salas de interrogatorios, sin ventanas, con las paredes deterioradas y una luz cruda, sería un lugar más apropiado para lo que tenía que hacer.
Precedidos por los agentes, subieron al primer piso y avanzaron por el corredor hasta la tercera puerta de la derecha. Brunetti la abrió y la sostuvo mientras entraba el hombre que pasó ante él en silencio, se paró y se volvió a mirarlo. Brunetti le señaló una de las sillas que había alrededor de una castigada mesa.
El hombre se sentó, Brunetti cerró la puerta y se instaló al otro lado de la mesa.
– Me llamo Guido Brunetti. Soy comisario de policía -dijo-. En esta habitación hay un micrófono por el que se grabará todo lo que digamos. -Dio la fecha y la hora y miró al hombre-: Lo he traído aquí para interrogarlo acerca de tres muertes: la muerte de un joven llamado Franco Rossi, la muerte de otro joven llamado Gino Zecchino y la muerte de una joven cuyo nombre no conocemos aún. Dos de ellos murieron en el interior o en las inmediaciones de un edificio situado cerca de Angelo Raffaele y el otro murió a consecuencia de una caída desde ese mismo edificio. -Aquí calló un momento y prosiguió-: Antes de seguir adelante, debo pedirle que me diga su nombre y me presente un documento de identidad. -En vista de que el hombre no respondía, insistió-: ¿Me dice usted cómo se llama, signore?
El detenido levantó la mirada y preguntó con infinita tristeza:
– ¿Es necesario?
Brunetti dijo con resignación:
– Me temo que sí.
El hombre bajó la cabeza y contempló la mesa.
– Ella se enfadará -susurró. Miró a Brunetti y, sin alzar la voz, dijo-: Giovanni Dolfin.
24
Brunetti buscaba algún parecido entre aquel gigantón torpe y la mujer flaquita y encorvada que había visto en la oficina de Dal Carlo. Al no encontrarlo, no se atrevió a preguntar qué parentesco tenían, ya que sabía que valía más dejar hablar al hombre mientras él desempeñaba el papel del que ya está al cabo de la calle de todo lo que pueda decirse y sólo desea hacer preguntas sobre cuestiones secundarias y detalles cronológicos.
Se hizo el silencio. Brunetti dejó que se dilatara hasta que la habitación se llenó de él. Sólo la respiración fatigosa de Dolfin lo turbaba.
Finalmente, éste miró a Brunetti con gesto dolorido:
– Soy conde, ¿comprende? Nosotros somos los últimos, ya no hay nadie más, porque Loredana… en fin, no se ha casado y… -Miró otra vez la mesa, que seguía negándose a decirle cómo explicar esas cosas. Suspiró y volvió a empezar-: Yo no me casaré. A mí no me interesan todas esas… todas esas cosas -dijo haciendo un vago ademán para rechazar «todas esas cosas»-. Así que nosotros somos los últimos y por eso es importante defender el nombre y el honor de la familia. -Mirando a Brunetti fijamente preguntó-: ¿Usted lo comprende?
El comisario no tenía ni idea de lo que podía significar «honor» para aquel hombre ni para quien presumiera de ochocientos años de abolengo.
– Todos hemos de vivir con honor -fue lo único que se le ocurrió decir.
Dolfin asintió varias veces.
– Eso es lo que me dice Loredana. Es lo que me ha dicho siempre. Dice ella que no importa que no seamos ricos, que no importa nada. Pero tenemos el apellido. -Hablaba con el énfasis que suele poner la gente al repetir frases e ideas que en realidad no comprende, cuando la convicción toma el lugar de la razón. Ahora parecía que en el cerebro de Dolfin se había disparado un mecanismo, porque volvió a bajar la cabeza y empezó a recitar la historia de su famoso antepasado, el dux Giovanni Dolfin. Brunetti lo escuchaba extrañamente reconfortado por el sonido, que le hacía volver a la época de su niñez, en la que las vecinas iban a rezar el rosario a su casa, y él se dejaba arrullar por el suave murmullo de las oraciones repetidas. Estuvo rememorando aquellos lejanos susurros hasta que oyó decir a Dolfin:
– … de la peste, en 1361.
Entonces Dolfin levantó la mirada y Brunetti asintió en señal de aprobación.
– Es algo muy importante, un apellido como el suyo -convino, pensando que era la manera de hacerle hablar-. Hay que protegerlo bien.
– Eso mismo me dijo Loredana, justo lo mismo. -Dolfin miró a Brunetti con incipiente respeto: aquél era un hombre que comprendía las obligaciones a las que ambos vivían sujetos-. Me dijo que, especialmente esta vez, debíamos hacer todo lo posible por protegerlo. -Se le trabó la lengua en las últimas palabras.
– Desde luego -instó Brunetti-, especialmente esta vez.
– Ella me dijo que aquel hombre de la oficina siempre le había envidiado su posición -prosiguió Dolfin y, al ver el gesto de interrogación de Brunetti, aclaró-: en sociedad.
Brunetti asintió.
– Ella no sabía por qué la odiaba tanto. Pero un día él hizo algo con unos papeles. Ella me lo explicó, pero no lo entendí. Bueno, él falsificó unos papeles que decían que Loredana hacía cosas malas en la oficina, que aceptaba dinero por hacer cosas ilegales. -Apoyó la palma de las manos en la mesa, izándose a medias y con un alarmante volumen de voz, dijo-: Los Dolfin no hacen las cosas por dinero. El dinero no significa nada para los Dolfin.
Brunetti levantó una mano tranquilizadora y Dolfin volvió a sentarse.
– Nosotros no hacemos las cosas por dinero -barbotó con vehemencia-. Eso toda la ciudad lo sabe. Por dinero, nada. Ella dijo que la gente creería lo que dijeran los periódicos y que habría un escándalo -prosiguió-. El apellido, manchado. Ella me dijo… -empezó a decir y luego rectificó-: No; eso no tuvo que decírmelo, eso lo sabía yo. Nadie puede contar mentiras sobre los Dolfin y no ser castigado.
– Comprendo -dijo Brunetti-. ¿Entonces decidió denunciarlo a la policía?
Dolfin agitó una mano, desechando la idea de ir a la policía.
– No. Era nuestro honor y teníamos derecho a aplicar nuestra propia justicia.
– Comprendo.
– Yo lo conocía, había estado varias veces en la oficina. Cuando Loredana hacía la compra por la mañana, y tenía paquetes que llevar a casa, yo iba a ayudarla. -Dijo esto con inconsciente orgullo: el hombre de la casa que se ufana de su gesta-. Ella sabía adónde tenía que ir aquel día el hombre, y me dijo que lo siguiera y que tratara de hablar con él. Pero él fingió no saber de qué le hablaba y dijo que aquello no tenía nada que ver con Loredana. Que era el otro hombre. Ella me había advertido de que él mentiría y trataría de hacerme creer que la culpa la tenía otro, pero yo estaba preparado. Yo sabía que él quería hundir a Loredana porque le tenía envidia. -Asumió la expresión que Brunetti había visto en las personas al decir frases que creían muy inteligentes, y tuvo la impresión de que también eso era una lección aprendida.
– ¿Y qué pasó entonces?
– Me llamó embustero y trató de apartarme de un empujón. Estábamos en esa casa. -Se le agrandaron los ojos con lo que Brunetti pensó que debía de ser horror por lo sucedido, pero resultó que era horror por lo que iba a decir a continuación-: Y me tuteó. Sabía que soy conde y me llamó de tú. -Dolfin lanzó una rápida mirada a Brunetti, como preguntando si concebía semejante cosa.
Brunetti, que no la concebía, movió la cabeza negativamente con mudo asombro.
Al ver que Dolfin no parecía dispuesto a seguir hablando, Brunetti preguntó, con auténtica curiosidad en la voz:
– ¿Y usted qué hizo?
– Le dije que mentía y que quería perjudicar a Loredana por envidia. Él volvió a empujarme. Eso no me lo había hecho nadie. -Por su manera de hablar, Brunetti dedujo que Dolfin debía de pensar que el respeto que la gente le mostraba sin duda era por su título más que por su tamaño-. Cuando él me empujó, di un paso atrás y pisé un tubo que estaba en el suelo. El tubo se aplastó y yo caí de espaldas. Cuando me levanté, tenía el tubo en la mano. Yo quería golpearle, pero un Dolfin nunca golpea por la espalda, de modo que lo llamé y él se volvió. Entonces levantó la mano para pegarme. -Dolfin calló, pero sus manos se abrían y cerraban sobre sus muslos como si, de pronto, hubieran tomado vida propia.