– Yo no haré nada, signorina -dijo él, estupefacto por el placer que le causaba decir esas cosas-. Eso lo dirán los periódicos. O lo insinuarán, pero no importa de dónde salga la información, puede estar segura de que la gente que la lea la creerá y sacará sus conclusiones. Y lo que más les gustará será eso de la zitella nobile entrada en años, loca por un hombre más joven. -Se inclinó sobre la mesa y casi gritó-: Y pedirán más.
Ella movió la cabeza negativamente, con la boca abierta. Si la hubiera abofeteado, lo hubiera soportado mejor.
– Pero no pueden hacer eso. Soy una Dolfin.
Brunetti, asombrado, no pudo por menos de echarse a reír. Apoyó la cabeza en el respaldo del sillón y se permitió el desahogo de una carcajada súbita y brutal.
– Ya sé, ya sé -dijo, controlando la voz con dificultad entre accesos de hilaridad-. Usted es una Dolfin, y los Dolfin no hacen las cosas por dinero.
Ella se puso en pie, con una cara tan roja y atormentada que lo serenó instantáneamente. Asiendo el bolso con dedos agarrotados, dijo:
– Yo lo hice por amor.
– Pues que Dios la asista -dijo Brunetti alargando la mano hacia el teléfono.
Donna Leon