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– Lo único que yo pretendo -empezó ella con un brusco cambio de tono, como si buscara la conciliación antes de que fuera tarde- es ahorrarnos tiempo y energías. Si tratamos de arreglar esto con el reglamento en la mano, nos meteremos en el universo de Kafka, perderemos la paz y nos amargaremos la vida tratando de dar con los papeles correctos, para que luego un burócrata como el signor Rossi nos diga que ésos no son los papeles correctos, que necesitamos otros, y luego otros, hasta que acabemos locos de atar. -Notando a Brunetti más receptivo a su cambio de tono, prosiguió-: Por lo tanto, sí, si puedo conseguir que nos ahorremos todo eso pidiendo a mi padre que nos ayude, se lo pediré, porque no tengo ni paciencia ni energía para hacer otra cosa…

– ¿Y si yo te dijera que prefiero arreglar esto a mi manera, sin su ayuda? -Antes de que ella pudiera contestar, agregó-: Es nuestro apartamento, Paola, no el suyo.

– ¿Arreglarlo a tu manera por la vía legal o…? -Aquí su tono se suavizó más todavía-: ¿… utilizando a tus propias amistades?

Brunetti sonrió, señal inequívoca de que se había restablecido la paz.

– Por supuesto que las utilizaré.

– ¡Ah! -exclamó ella sonriendo a su vez-. Eso es otra cosa. -Ensanchó la sonrisa pasando a considerar las tácticas-. ¿En quién has pensado? -preguntó, olvidándose de su padre.

– Está Rallo, de la Comisión de Bellas Artes.

– ¿El que tiene un hijo que vende droga?

– Vendía -rectificó Brunetti.

– ¿Qué hiciste?

– Un favor -respondió Brunetti escuetamente.

Paola aceptó la explicación preguntando tan sólo:

– ¿Y qué tiene que ver la Comisión de Bellas Artes? ¿No se construyó este piso después de la guerra?

– Eso nos dijo Battistini. Pero la parte baja del edificio está catalogada como monumento, por lo que podría quedar afectada por lo que se hiciera con este piso.

– Hm, hmm -convino Paola-. ¿Alguien más?

– Luego está el primo de Vianello, el arquitecto, que trabaja en el Ayuntamiento, me parece que en la oficina que expide los permisos de obra. Diré a Vianello que le pregunte si puede averiguar algo.

Se quedaron un rato repasando viejos favores que ahora pudieran cobrarse. Era casi mediodía cuando dieron por terminada la lista de posibles aliados y la discusión sobre su utilidad. Fue entonces cuando Brunetti preguntó:

– ¿Has traído los moeche?

Paola, como solía desde hacía décadas, se volvió hacia el ser invisible al que ponía por testigo de los peores desatinos de su marido, preguntando:

– ¿Has oído eso? Estamos a punto de perder nuestro hogar, y él no piensa más que en los cangrejos.

Brunetti protestó, ofendido:

– En los cangrejos y en algo más.

– ¿En qué más?

– En el risotto.

A los chicos, que llegaron a la hora del almuerzo, no se les explicó la situación hasta que el último cangrejo estuvo liquidado. Al principio, se resistían a tomarlo en serio. Cuando sus padres consiguieron convencerlos de que el apartamento peligraba realmente, empezaron a planear la mudanza.

– ¿Podríamos irnos a vivir a una casa con jardín, para que yo pudiera tener un perro? -preguntó Chiara. Al ver las caras de sus padres, rectificó-: ¿O un gato?

A Raffi, más que los animales, le interesaba un segundo cuarto de baño.

– Pues ya no volveríamos a verte. Te pasarías la vida allí metido, cultivando esa birria de bigote -dijo Chiara, en la primera alusión de la familia a la sombra que desde hacía varias semanas apuntaba bajo la nariz de su hermano mayor.

Paola intervino, asumiendo el papel de «casco azul» pacificador:

– Silencio los dos. Ya basta. No es cosa de broma.

Los chicos la miraron y entonces, como una pareja de pollos de mochuelo posados en una rama, que tratan de adivinar cuál de los dos depredadores cercanos va a atacar primero, volvieron la cabeza hacia su padre:

– Ya habéis oído a mamá -dijo Brunetti, señal inequívoca de que la cosa era grave.

– Fregaremos los platos -se brindó Chiara con tono apaciguador, consciente de que, de todos modos, le tocaba a ella.

Raffi apartó la silla y se levantó. Tomó el plato de su madre, el de su padre y el de Chiara, los puso encima del suyo y los llevó al fregadero. Y, lo que era más extraordinario, abrió el grifo del agua caliente y se subió las mangas del jersey.

Paola y Brunetti, cual dos campesinos supersticiosos en presencia de un numen, huyeron a la sala de estar, pero no sin antes agarrar una botella de grappa y dos vasitos.

Brunetti sirvió el transparente líquido y dio uno de los vasos a Paola.

– ¿Qué piensas hacer esta tarde? -preguntó ella, después del primer sorbo reconfortante.

– Volver a Persia -respondió Brunetti. Se descalzó y se echó en el sofá.

– Un derroche de actividad el que ha desencadenado la visita del signor Rossi. -Bebió otro sorbo-. Es la botella que nos trajimos de Belluno, ¿verdad? -Tenían allí a un amigo que había trabajado con Brunetti durante más de una década y, tras ser herido en un tiroteo, había dejado la policía y vuelto a la granja de su padre. Cada otoño, montaba un alambique clandestino y destilaba unas cincuenta botellas de grappa, que distribuía entre familiares y amigos.

Brunetti bebió otro sorbo y suspiró.

– ¿A Persia? -preguntó ella al fin.

Él puso el vasito en la mesa de centro y tomó el libro que había abandonado a la llegada del signor Rossi.

– Jenofonte -explicó y abrió el tomo por la página marcada, para volver a aquella otra parte de su vida.

– Consiguieron salvarse, ¿no?, los griegos -preguntó ella-. Y volver a su tierra.

– Aún no he llegado tan lejos -respondió Brunetti.

La voz de Paola adquirió un leve tono de impaciencia.

– Guido, desde que nos casamos, has leído a Jenofonte por lo menos dos veces. Si no sabes si consiguieron volver, es que o no prestabas atención o tienes los primeros síntomas de Alzheimer.

– Hago ver que no sé lo que pasa y así disfruto más -explicó él. Se puso las gafas, buscó el punto de lectura y empezó a leer.

Paola se quedó mirándolo un rato, se sirvió otro vasito de grappa y se lo llevó a su estudio, abandonando a su marido con los persas.

4

Como suele ocurrir en estos casos, no ocurría nada. No llegaban noticias del Ufficio Catasto ni del signor Rossi. En vista de ese silencio, y movido quizá por la superstición, Brunetti no se puso en contacto con los amigos que hubieran podido ayudarlo a poner en claro la situación legal de su casa. Avanzaba la primavera y, a medida que subían las temperaturas, los Brunetti pasaban más tiempo en la terraza. El quince de abril almorzaron por primera vez al aire libre, pero a la hora de la cena desistieron porque volvía a hacer fresco para estar fuera. El día se alargaba y, como no llegaban más noticias acerca de la dudosa legalidad del apartamento, los Brunetti emularon a los campesinos que viven en la falda de un volcán y, en cuanto deja de temblar la tierra, vuelven a cultivar sus campos, confiando en que los dioses que gobiernan esas cosas se olviden de ellos.

Con el cambio de estación, inundaban la ciudad más y más turistas que, a su vez, atraían a gran número de gitanos. Siempre se había atribuido a los gitanos el robo con escalo en las ciudades, pero ahora también se los acusaba de hurtos y delincuencia callejera, delitos que no afectaban sólo a los residentes sino también y muy especialmente a los turistas, la principal fuente de ingresos de la ciudad, por lo que se encomendó a Brunetti la tarea de buscar el medio de controlar las tropelías. Los carteristas eran muy jóvenes para ser procesados; se los detenía y conducía a la questura, donde se les pedía que se identificaran. Los pocos que llevaban documentación resultaban ser menores, a los que se amonestaba y ponía en libertad. Muchos volvían a ser detenidos al día siguiente y, la mayoría, antes de una semana. Dado que las únicas opciones viables que veía Brunetti eran la modificación de las leyes sobre delincuencia juvenil o la deportación de los delincuentes, se le hacía difícil redactar el informe.