Выбрать главу

Sentado a su escritorio, buscaba la manera de evitar obviedades, cuando sonó el teléfono.

– Brunetti -dijo, pasando a la tercera hoja de la lista de detenidos por hurto durante los dos últimos meses.

– ¿Comisario? -preguntó una voz de hombre.

– Sí.

– Soy Franco Rossi.

Era el nombre más corriente que podía tener un veneciano, el equivalente de «John Smith», por lo que Brunetti tardó un momento en recorrer los distintos lugares en los que podía hallar un Franco Rossi, antes de llegar al Ufficio Catasto.

– Ah, hacía tiempo que esperaba recibir noticias suyas, signor Rossi -mintió con desenvoltura. En realidad, él esperaba que el signor Rossi hubiera desaparecido de la faz de la Tierra, llevándose consigo el Ufficio Catasto y sus archivos-. ¿Alguna novedad?

– ¿Sobre qué?

– El apartamento -dijo Brunetti, preguntándose sobre qué otra cosa hubiera podido esperar noticias del signor Rossi.

– No, nada -respondió Rossi-. El informe obra en poder de la oficina, que lo está estudiando.

– ¿Puede decirme cuándo sabremos algo? -preguntó Brunetti con timidez.

– No. Lo siento, no hay manera de saber cuándo se pronunciarán -dijo Rossi con tono impersonal y concluyente.

Brunetti quedó momentáneamente admirado de la precisión con que esas palabras describían el funcionamiento de la mayoría de las oficinas de la ciudad con las que había tratado como policía y como ciudadano particular.

– ¿Necesita más información? -preguntó, manteniendo el tono cortés, consciente de que algún día podía necesitar de la buena voluntad y hasta quizá de los buenos oficios del signor Rossi.

– Se trata de otra cosa -dijo Rossi-. Mencioné su nombre a cierta persona y me dijeron dónde trabajaba usted.

– ¿Y en qué puedo ayudarle?

– Es sobre algo de aquí, de la oficina -dijo, y rectificó-: No exactamente aquí, porque ahora no estoy en la oficina, no sé si me entiende.

– ¿Dónde está, signor Rossi?

– En la calle. Lo llamo por mi telefonino. No he querido llamarlo desde la oficina. -La voz de Rossi se alejó y cuando volvió decía-: por la índole de lo que tenía que decirle.

En tal caso, el signor Rossi hubiera hecho bien en no utilizar su telefonino como medio de comunicación, tan accesible al público como cualquier periódico.

– ¿Es importante lo que tiene usted que decirme, signor Rossi?

– Sí, creo que sí -dijo Rossi en voz más baja.

– Entonces vale más que busque un teléfono público y vuelva a llamarme -propuso Brunetti.

– ¿Cómo dice? -preguntó Rossi, alarmado.

– Que me llame desde un teléfono público, signore. Estaré esperando su llamada.

– ¿Quiere decir que esta llamada no es segura? -preguntó Rossi, y Brunetti percibió en su tono aquella misma angustia que lo paralizó impidiéndole asomarse a la terraza del apartamento.

– Eso sería una exageración -dijo Brunetti con un tono que trató que fuera sereno y tranquilizador-. Pero, si llama desde un teléfono público, no habrá problemas, especialmente, si lo hace a mi número directo. -Dio el número a Rossi y luego lo repitió, mientras el joven, supuso él, lo anotaba.

– Necesito monedas o una tarjeta -dijo Rossi y, tras una pausa, a Brunetti le pareció que colgaba, pero al poco la voz volvió, y le pareció que Rossi decía-: Ahora lo llamo.

– Bien, aquí estaré -empezó a decir Brunetti, pero antes de terminar oyó el chasquido del teléfono.

¿Qué habría descubierto el signor Rossi en el Ufficio Catasto? ¿Pagos efectuados para que unos planos de una minuciosidad acusadora desaparecieran de una carpeta y fueran sustituidos por otros más ambiguos? ¿Sobornos a inspectores? La idea de que eso pudiera escandalizar a un funcionario induciéndolo a llamar a la policía, resultaba hilarante para Brunetti. ¿En qué estarían pensando los del Ufficio Catasto para contratar a semejante ingenuo?

Durante unos minutos, mientras esperaba la llamada de Rossi, Brunetti consideró las ventajas que podría reportarle ayudar al signor Rossi en el asunto que hubiera descubierto. No sin cierto remordimiento -aunque muy leve-, descubrió que tenía el propósito de utilizar al signor Rossi. Haría cuanto estuviera en su mano para ayudar al joven. Dedicaría especial atención al problema que tuviera, a fin de que el otro quedara en deuda con él. Así, cualquier favor que pudiera pedir a cambio correría de su cuenta, no de la del padre de Paola.

Esperó diez minutos, pero el teléfono no sonó. Al cabo de media hora, Brunetti llamó a la signorina Elettra, la secretaria de su superior, para preguntarle si quería que le subiera las fotos y la lista de las joyas que habían sido halladas en el continente, en la caravana de uno de los adolescentes gitanos detenidos hacía dos semanas. La madre afirmaba que las joyas eran suyas, que pertenecían a la familia desde hacía varias generaciones. En vista del valor de las piezas, ello no parecía probable. Una de ellas, según constaba a Brunetti, había sido identificada por una periodista alemana, de cuyo apartamento había sido robada hacía más de un mes.

Miró el reloj y vio que eran más de las cinco.

– No, signorina, no se moleste. Lo dejaremos para mañana.

– Bien, comisario. Puede recogerlas al llegar, si lo desea. -Ella hizo una pausa y Brunetti oyó ruido de papeles al otro extremo de la línea-. Si no manda nada más, me iré a casa.

– ¿Y el vicequestore? -preguntó Brunetti, sorprendido de que ella se atreviera a marcharse más de una hora antes del término de la jornada.

– Esta tarde no ha venido -respondió la mujer con voz neutra-. Ha dicho que almorzaba con el questore, y creo que después iban a su despacho.

Brunetti se preguntó qué se traería entre manos su superior. Las incursiones de Patta en los círculos del poder rara vez tenían buenas consecuencias para sus subordinados. Generalmente, sus alardes de iniciativa se plasmaban en planes y directrices que se trazaban con minuciosidad e imponían con rigor y después se abandonaban por superfluos o inoperantes.

Brunetti dio las buenas tardes a la signorina Elettra y colgó. Durante las dos horas siguientes, esperó a que sonara el teléfono. Finalmente, poco después de las siete, salió de su despacho y bajó a la oficina de los agentes.

En el mostrador de guardia estaba Pucetti, con un libro delante y la barbilla apoyada en los puños.

– ¿Pucetti? -dijo Brunetti al entrar.

El joven levantó la cabeza y, al ver a Brunetti, se puso en pie al instante. Brunetti observó con agrado que, por primera vez desde que trabajaba en la questura, Pucetti había conseguido dominar el impulso de cuadrarse.

– Me voy a casa, Pucetti. Si me llama alguien, haga el favor de darle el número de mi casa y decirle que me llame allí.

– Sí, señor -dijo el joven, y esta vez sí se cuadró.

– ¿Qué está leyendo? -preguntó Brunetti.

– En realidad, no estoy leyendo, comisario. Estoy estudiando. Es una gramática.

– ¿Una gramática?

– Sí, señor. Rusa.

Brunetti miró la página. Efectivamente, estaba cubierta de caracteres cirílicos.