Выбрать главу

La pierna derecha de Yeager se encogió de golpe con un calambre. Pueblo. Casas.

– Eso suena a que debe de haber mucha gente, Deke -se quejó Yeager.

Más miradas curiosas. Puede que algunas incluso compasivas.

– Te dije que era un lugar aislado, no desierto -se defendió Deke-. Por supuesto que hay gente que vive aquí. Por supuesto que vienen turistas. Pero la mayoría de los turistas van a isla Catalina. Abrigo solo es conocida porque…

Desde detrás de ellos la voz cantarína de un niño les soltó:

– ¿Es mágica?

Obviamente tan poco acostumbrado a los niños como Yeager, Deke apenas si fue capaz de gruñir una sobresaltada réplica.

Mientras intentaba aliviar el calambre masajeándose el rígido músculo del muslo, la inocente pregunta del niño hizo que parte de la crispación de Yeager se atenuara. Mágica, pensó medio divertido por aquella idea. Encantada. Bien, acaso podía intentar convencer a aquella isla mágica para que deshiciera el diabólico hechizo que había caído sobre él.

– ¡Por Dios, mágica! -murmuró Deke para sus adentros con tono de disgusto-. ¿Te parezco el tipo de persona que cree en la magia? ¿Qué se supone que debería decirte?

– Se supone que deberías decir que no te has equivocado de isla -replicó Yeager.

¡Una isla! Su buen humor se evaporó a la vez que volvía a sentir la tensión que le agarrotaba la pierna. Una pequeña roca rodeada de océano. Mierda. Estar allí solo -junto con todo lo demás- seguramente haría que llegara a sentir claustrofobia.

– Me dijiste que no habías vuelto a poner el pie en esta isla desde hace veinte años.

– Créeme -le contestó Deke-, veinte años en Abrigo pueden ser lo mismo que veinte minutos. Pocas cosas habrán cambiado.

Yeager se dio cuenta de repente de que tampoco habían cambiado demasiadas cosas en el barco.

Suspiros había vuelto. Un aliento que olía a fresas pegajosas golpeó rítmicamente contra la manga de la camiseta de Yeager.

Él se hizo de nuevo el dormido.

Pero Suspiros se acercó más a él, a pesar de que Yeager hizo como si no hubiera notado su presencia.

– Te conozco -dijo la pegajosa voz de Suspiros.

La piel nueva de la mejilla de Yeager se contrajo. ¿Le conocía?

– No lo creo.

A menos que el chico creyera que acababa de encontrarse con Frankenstein o algún otro espantoso personaje, de torneados músculos y una nueva cicatriz en la cara, vuelto a la vida.

– Te he visto en Barrio Sésamo.

Yeager sintió que se le revolvían las tripas, pero no movió ni un solo dedo. ¿Era posible que aquel niño lo hubiera reconocido realmente? Sí, seis meses antes, cuando su vida todavía se movía en la dirección correcta, le había estado explicando a la gallina Caponata que el Hombre de la Luna no era nada más que una broma y que la luna no era más que una piedra cubierta de polvo y no un queso verde.

Suspiros se le acercó aún más, pegando su aliento de fresa contra la mejilla de Yeager. Le colocó en las manos un trozo de papel y un lápiz. Yeager los agarró con un gesto brusco.

Aquello ya era demasiado para alguien que pretendía hacerse el dormido.

– ¡Fírmame un autógrafo, hombre de las estrellas! -le pidió Suspiros.

Hombre de las estrellas. Yeager pensó en negarlo. Incluso tomó aliento preparándose para responder.

Pero desde el día en que nació, desde el día en que el piloto de las fuerzas aéreas que acababa de quedarse viudo -su padre- escribió «Yeager» -por el piloto de pruebas Chuck Yeager- en su partida de nacimiento, él había venido al mundo para volar. Aunque su padre y él formaban más una pareja de escuadrilla de aviación que una familia, aquella vida nómada de piloto de las fuerzas aéreas le había ofrecido tantas satisfacciones como después la palanca de mandos de un avión. La única vez que se había enfrentado realmente a su padre fue cuando Yeager decidió hacerse piloto de caza de la Armada en lugar de piloto de las Fuerzas Aéreas.

Piloto de caza. Eso era Yeager. Un hombre que no necesitaba nada más que un lugar en el que dormir y un programa de entrenamientos que incluyera muchas horas en el aire. Un piloto, un astronauta.

De acuerdo, un hombre de las estrellas. Pero Yeager meneó la cabeza. Después de todo, no le debía nada a un mocoso entrometido con aliento de pirulí de fresa.

El barco dio una sacudida y Suspiros trató de mantenerse en equilibrio apoyando una mano sobre el brazo de Yeager.

– Cantaste una canción. Me gustó mucho.

Yeager gruñó dejando que la amargura que sentía saliera a relucir. ¡La de cosas que había llegado a hacer por su país! No entendía cómo los tipos del Barrio Sésamo le habían convencido para que uniera su horrorosa voz de barítono a la de aquel desgarbado pájaro amarillo para formar un dúo. No había podido sacarse la letra de aquella canción de la cabeza durante semanas. Decía algo sobre que todos los seres y todos los pájaros necesitan un lugar en el que descansar.

– Odio aquella canción -murmuró Yeager.

– ¿Qué?

Yeager abrió la boca para repetir la respuesta, esta vez en voz alta. Pero entonces se imaginó a Suspiros de pie, a su lado. Se lo imaginó con el sombrero y la cabeza llena de plumas de la gallina Caponata. Y con los grandes ojos Elmo y aquella nariz redonda estremeciéndose de emoción. Y pensó en el montón de niños de Barrio Sésamo que con estrellas y lunas en los ojos lo habían estado mirando.

Tocado.

Con un gesto de resignación, colocó el papel sobre su muslo dolorido.

A su lado, Deke le dijo riéndose de éclass="underline"

– He estado oyendo rumores desde el día del accidente. Algunas mujeres decepcionadas han empezado a asegurar que has pasado de ser un play boy a convertirte en un boy scout. Pero hasta ahora no las había creído.

Yeager pasó por alto aquel comentario, especialmente la indirecta acerca de las mujeres decepcionadas y de haberse convertido en boy scout. Ya se enfrentaría con ese problema más tarde. Con dedos renuentes empezó a garabatear su nombre en el papel.

Pero solo su nombre de pila. Aunque Suspiros se lo enseñara a papá o a mamá, ¿qué podría significar para ellos «Yeager»?

No tenía sentido pensar que podrían relacionarlo con Yeager Gates. Con el Yeager Gates que tiempo atrás había explprado el universo, pero que ahora apenas si podía cruzar la calle sin ayuda.

Y mucho menos un «Yeager» escrito en un trozo de papel, a lápiz, por un tipo que buscaba aislarse, que tenía una herida reciente en la cabeza y una cicatriz en la cara, y que hasta hacía muy poco había estado completamente ciego.

Como en el cuento de Camelot en el que el rey Arturo decreta que haga un tiempo idílico, la niebla no se atrevía a rozar los límites de la isla de Abrigo. Zoe Cash se sonrió ante aquella rocambolesca idea y acto seguido se encontró a sí misma saliendo de la cocina hacia la mañana ahora luminosa.

Aquella luz siempre la dejaba embelesada. Especialmente los diferentes tonos de su isla: el frío brillo de la luna, las abrasadoras llamas de una hoguera en la playa, los destellos de la luz de la mañana atrapada en las últimas gotas de rocío sobre la hierba del jardín.

Aunque tenía montones de cosas que hacer aquel día, dejó a un lado su lista mental de quehaceres para abandonarse en una ensoñadora satisfacción, mientras avanzaba por el camino que separaba su casa, Haven House, de los apartamentos en los que se alojaban los turistas del bed-and-breakfast que regentaban ella y su hermana Lyssa. Se detuvo para sentarse bajo un pequeño murete de piedra, delante del jardín escalonado que se extendía por la ladera de la colina. Estiró las piernas desnudas bajo la luz del sol y respiró profundamente aspirando la mezcla de aromas que impregnaba el aire.

Hum. Era un aroma cálido y saludable. Ociosamente tomó varias hojas de una mata cercana y las estrujó entre los dedos. Olía a romero. Luego, incorporándose un poco, estiró el brazo hacia una planta de aloe. Su hermana, que a veces tenía unas ideas encantadoramente new age, insistía en que Zoe se frotara cada día los antebrazos con la savia que exudaba aquella planta. Pero al ver su herida, Zoe volvió a bajar el brazo. ¡Aquella herida estaba ya casi curada!