El Molly Rose se acercó suavemente al muelle mientras el pecoso TerriJean, de la empresa de alquiler de coches Cartopia, corría hacia el barco, dispuesto a ofrecer un cochecito de golf como medio de transporte a los recién llegados.
¿Dónde estaban sus huéspedes? Un ligero gorgoteo de emoción animó el flujo sanguíneo de Zoe. La puerta de la cabina estaba abierta de par en par. Zoe intentó enfocar bien los prismáticos para aclarar la visión. Un hombre salió afuera.
Tendría unos cuarenta años, el cabello corto de color castaño, los hombros anchos y una mirada dura. Estupendo, pensó borrando una de las preocupaciones de su lista mental. Apuesto y perfectamente deseable.
Aquel hombre se echó a un lado para dejar salir de la cabina a una sombra que se vislumbraba tras él. Bueno -pensó Zoe-, ahora echemos un vistazo al otro. El corazón empezó a latirle un poco más deprisa.
Aquella sombra se convirtió en un hombre.
Un hombre alto, más joven que el primero, probablemente de unos treinta años. De repente, de manera inexplicable, Zoe notó que una sensación extraña hacía que se le secara la garganta. Acaso fueran las misteriosas gafas de sol que aquel otro hombre llevaba puestas. Puede que fuera porque, cuando se quedó parado en medio de la cubierta del barco, su postura altanera hizo que cruzara por la mente de Zoe la imagen de los piratas que habían enterrado sus botines en las playas de aquella isla doscientos años antes.
Y entonces un inquietante escalofrío empezó a recorrer todo su cuerpo. Se estremeció en su asiento sintiendo que la invadía una extraña ansiedad. Acaso ya era hora de que se marchara a su importante reunión.
Sin pararse siquiera a examinar su repentina e instintiva prisa -o la razón por la que no podía tragar saliva-, ordenó a sus manos que apartaran los prismáticos de delante de sus ojos.
Pero en ese momento aquel hombre se quitó la gorra. Y cuando alzó su angulosa cara hacia el cielo, como si lo hubiera echado de menos, sucedió algo extraño. Algo muy extraño.
Parecía que el sol lo envolvía.
Atrapada en los cristales oscuros de sus gafas, la luz del sol se deslizaba por su cara. A la vez, el reflejo del sol sobre el agua de la bahía recorría su cuerpo musculoso de piel bronceada para acabar enredándose en su despeinado y radiante cabello castaño dorado.
Zoe se quedó agarrada a los prismáticos, deslumbrada, como si en ello le fuera la vida.
No había otra manera de describirlo: aquel hombre brillaba.
Un pirata, un corsario, pensó.
Durante su primer año en la escuela elemental de Abrigo, Zoe había estudiado mitología griega. En el libro de texto había una ilustración de Apolo conduciendo su carro dorado a través del cielo. Eso era lo que le recordaba la visión de aquel hombre, el dios del sol rezumando luz y calor, y un innegable carisma. Un ser que controlaba una de las muchas fuerzas del universo.
Entonces aquel hombre cambió de postura; su cara se volvió directamente hacia Zoe y ella automáticamente enfocó su rostro con los prismáticos. ¡Caramba! Había algo en aquel llamativo rostro que en un principio ella no había podido ver: una cicatriz reciente que empezaba en la patilla de las gafas y le cruzaba la enjuta mejilla. De modo que, después de todo, aquel hombre deslumbrante no era tan perfecto como Apolo.
Es más, parecía como si hubiera sufrido una tremenda y brutal caída desde el cielo.
El aire le revolvía los cabellos. Y Zoe sintió que su corazón se estremecía.
Intentó apartar de sí aquella extraña sensación y salir de su ensoñación. Tanto si tenía una cicatriz como si no -y a pesar de que ella se hubiera sentido tan con-mocionada ante la visión de aquel hombre-, todavía se trataba de Susan y Elisabeth, se recordó firmemente. Afortunadas mujeres. Zoe estaba contenta de haber descubierto un buen plan para ellas. Se mordió el labio inferior pensando con rapidez.
El más viejo de los dos -el que se volvía de manera tan solícita hacia su amigo- para Susan. El más joven…
Zoe notó que el corazón se le aceleraba hasta el límite.
El más joven de los dos se acercó a su amigo. A su solícito amigo. Un amigo demasiado solícito que -por lo que ella podía observar- ahora agarraba la mano bronceada de su compañero mientras echaban a andar lentamente por la cubierta.
Los hombros de Zoe se hundieron y dejó caer los prismáticos desilusionada. Estos rebotaron contra sus casi inexistentes pechos como el incómodo peso de un lastre.
Oh, no. Pobre Susan. Pobre Elisabeth, pensó. Y pobre de mí.
Por un momento volvió a sentirse ilusionada. Puede que…
Dios, no.
Tenía que enfrentarse a eso. Aunque hubiera tenido seis «éxitos» a sus espaldas, aquello iba más allá de sus poderes como casamentera: Había tenido la clara impresión de que aquellos dos hombres solteros -que ella esperaba poder emparentar con Susan y Elisabeth-, los dos solteros que iban a dar un nuevo lustre a su reputación como alguien que puede hacer que el amor suceda, no estaban en absoluto interesados en las mujeres.
Cuando Zoe regresó de otra decepcionante reunión del comité del Festival del Gobio, no encontró a Lyssa por ninguna parte. Mientras estaba intentando decidir qué hacer sola, le llegó desde la calle el característico y familiar chirrido de los frenos de un coche. Consciente de lo que aquel sonido significaba, se apresuró a abrir la puerta de la calle.
– ¡Ahí te dejo eso, Zoe!
Gunther, con el cabello recogido en una cola -que sobresalía por debajo de un gorro blanco- y los pantalones del uniforme de cartero, subía las escaleras del porche blandiendo un puñado de cartas en la mano. La isla de Abrigo no tenía servicio de correo puerta a puerta, pero los lunes y los sábados a Gunther le gustaba vestirse con el uniforme de correos y hacer de cartero, evitando así a sus vecinos el inconveniente de acercarse hasta la estafeta de correos del pueblo para recoger sus cartas. Gunther le tendió un delgado fajo de sobres y un paquete. Zoe frunció el entrecejo sorprendida. No recordaba haber hecho recientemente ningún pedido por correo.
– ¿Para nosotras? -preguntó ella.
– Puede que sea para algún huésped -le confirmó Gunther dándose media vuelta rápidamente sobre el último escalón, con lo que Zoe casi tuvo que agarrar el paquete al vuelo.
– «Y. Gates» -leyó ella en el envoltorio de papel marrón del paquete.
Y. Gates. ¿El más viejo de los dos o el que… brillaba? Un ligero escalofrío recorrió su espalda. Apretó los labios y trató de ignorar aquel cosquilleo mientras daba las gracias a Gunther y se despedía de él, antes de llevar el paquete y el resto de la correspondencia hasta la oficina de recepción que tenían al lado de la cocina. Al entrar se dio cuenta de que las llaves de los apartamentos Albahaca y Ambrosía habían desaparecido de la taquilla. Obviamente, Lyssa había inscrito ya a los dos hombres.
Zoe se detuvo un instante. ¿Dos apartamentos para una pareja? Cuando le hicieron las reservas no se le ocurrió pensar en ello.
El bed-and-breakfast estaba formado por un edificio Victoriano de dos plantas -pintado totalmente de blanco y repleto de macetas de flores- y seis apartamentos de estilo similar, que se extendían por el camino de tierra que había detrás de la casa. Los dos apartamentos, Albahaca y Ambrosía, tenían un espacioso dormitorio con baño, una pequeña cocina y un patio vallado con vistas al mar.
Precisamente aquella misma mañana ella había inspeccionado los apartamentos que iba a asignar a aquellos dos hombres. Había colocado una mullida almohada aquí y una cesta de bienvenida llena de naranjas y galletas dulces recién hechas allí, mientras imaginaba cómo serían aquellos dos hombres libres y de qué manera los podría unir a dos de las mujeres solteras de la isla.