La voz de Zoe se acercó y con ella se acercó su olor.
– No consta remitente, pero lleva matasellos de Houston. ¿Conoce usted a alguien allí?
Por supuesto, pensó él notando que su mal humor regresaba. Y deseó que los muchachos del centro espacial le hubieran enviado un barril de cerveza, porque emborracharse iba a ser la manera más fácil de pasar las próximas semanas. Y acaso el resto de su vida.
Ella se acercó todavía un poco más. Su delicada fragancia se aproximó más a él y Yeager se sorprendió de la aguda conciencia que tenía de la misma.
– ¿Puede traerme aquí el paquete? -le preguntó.
Notó el movimiento de ella. La fragancia de hierbas volvió a cruzar por delante de su cara alejando momentáneamente el olor de aquella mujer. Pero luego ella se colocó a su lado, tan cerca que sintió el calor que desprendía su cuerpo. Un aire caliente que parecía rodearlo como una burbuja, embriagándolo con su aroma y haciendo que se sintiera envuelto por aquella feminidad.
Y de repente, sin esperarlo -pero como cualquier hombre de verdad-, tuvo una erección.
Se quedó rígido y sorprendido. Temiendo dar al traste con lo que fuera que había conseguido devolverle aquel pedazo de normalidad, empezó a respirar lenta y rítmicamente.
La presión que sentía en la entrepierna hacía que le dolieran los músculos de su muslo herido. Pero Yeagei lo agradeció y siguió respirando a través de aquel dolor intermitente. Inspirar, exhalar. El suave perfume de ella inundó sus pulmones y su erección se hizo aún más patente.
A duras penas pudo resistir la tentación de alzar los puños al cielo y gritar de alegría. En lugar de eso, ladeó la cabeza lentamente y le sonrió.
Viéndose reducido a solo cuatro sentidos, se dio cuenta de que el del oído se le había agudizado. Pudo oír con claridad el pequeño jadeo que ella emitió.
Yeager siguió impasible. Quería hacer que persistiera aquella sensación -quería que ella se quedara allí-, pero no estaba seguro de cuál era la mejor manera de conseguirlo. Tenía que comportarse amigablemente, incluso ser encantador, pero sus habilidades con las mujeres estaban tan oxidadas y su excitación había sido tan imprevista y evidente que no estaba seguro de si la asustaría en cuanto intentara ponerla a prueba.
Temiendo intimidarla, intentó hablar suavemente.
– Hola, ¿qué tal?
Maldición. Ella retrocedió; a pesar de su amabilidad, su perfume se fue desvaneciendo conforme se alejaba.
– Encantada de conocerle, señor Gates -dijo ella con voz suave pero con cierta brusquedad.
– Yeager. Puedes llamarme Yeager -dijo él sonriendo todavía.
Siempre estaré en deuda contigo, cariño. ¡Al menos no lo he perdido todo!, pensó él.
– Te dejaré el paquete aquí mismo.
Algo pesado golpeó contra la mesa que había a su lado. Oyó el sonido de los zapatos de ella rozando sobre el cemento del patio mientras se alejaba unos pasos.
¡No, no, por favor!, pensó él. Yeager se enderezó un poco en su asiento, imaginando que posiblemente ella no se había dado cuenta de que estaba ciego. Creyó que a lo mejor lo había tomado por una especie de zoquete, un hombre que no es capaz de levantarse y ayudar a una mujer que lleva un pesado paquete entre las manos. Qué detalle tan simpático.
– Bueno, entonces me marcho -dijo ella.
– ¡Espera! -No podía dejar que aquella perfumada presencia se alejara de allí tan pronto. Ni aquel bendito dolor de la excitación… especialmente la excitación-. ¿Podrías abrirme el paquete, por favor? -dijo él mostrándole su pulgar herido. Vaya, también le podía haber dicho cuál era su verdadero problema, pero odiaba provocar pena y curiosidad en los demás.
– Oh.
Alzando el rostro en dirección a ella, Yeager intentó sonreír de nuevo.
– Oh, por supuesto -contestó ella volviendo a colocarse a su lado-. Además quería comentarte algo.
Él oyó el sonido del paquete al abrirse e imaginó los delgados dedos de aquella mujer tirando, apretando y deslizándose. Apoyó la cabeza en el respaldo de la tumbona. Por primera vez desde el accidente, la agridulce expectativa del sexo se apoderó de él.
– ¿Dónde está tu, bueno, tu amigo? -preguntó ella.
– ¿Eh? -Yeager salió de su dulce ensoñación.
– Tu amigo. -En la voz de Zoe había un tono extraño-. El hombre que venía contigo.
Yeager sintió una punzada de irritación que se le clavaba como si fuera una nueva astilla.
– ¿Deke? ¿Te refieres a Deke?
Yeager advirtió un movimiento, pero ella no emitió respuesta alguna. Bravo, pensó él. No tenía ni idea de si había asentido o negado con la cabeza.
– Deke tenía una cita con un abogado -dijo él-. Hemos venido aquí porque acaba de heredar cierta propiedad.
Aquello pareció calmarla, pero en su voz todavía había un tono de sorpresa.
– ¿Una propiedad? Suponía que habíais venido aquí en viaje de… placer.
¿Dos hombres en un viaje de placer? Yeager frunció el entrecejo. Una extraña suposición.
– No. Un tío le ha dejado en herencia una antigua propiedad en la isla.
– Bien -dijo Zoe. Él oyó el sonido de la tapa de una caja que se abría y luego un ruido parecido al papel al arrugarse, seguramente el envoltorio de bolas de corcho blanco-. Estaba bastante bien envuelto, pero al fin aquí tenemos algo.
Yeager sonrió y dejó que su mente se centrara de nuevo en el movimiento de las manos de ella. El incitante sonido del roce de unas uñas femeninas y los suaves golpecitos de unas yemas de mujer. Solo imaginarlo le hacía sentirse mucho mejor.
– Yeager, quería decirte algo de tu Deke.
¿Mi Deke?, pensó él distraídamente, y luego volvió a centrar su atención en la pregunta mientras se aclaraba la garganta.
– ¿Deke? ¿Qué es lo que quieres decirme de él?
– Que aquí no hay ningún problema. Que en el pueblo de Haven…, que todos los que viven en la isla de Abrigo… Bueno, este es un lugar pequeño, pero nos gusta vivir y dejar vivir.
¿Vivir y dejar vivir? Mientras intentaba entender qué era lo que quería insinuarle aquella mujer, el ligero peso de un envoltorio de plástico cayó sobre su muslo y luego resbaló hasta su pie de camino al suelo.
– ¿Qué hay en el paquete? -preguntó Yeager.
– Una espacie de chisme de plástico -dijo ella con un tono de voz perplejo-. Está realmente muy envuelto.
– Qué raro. -Él frunció el entrecejo-. ¿Y a qué te refieres con eso de vivir y dejar vivir?
– Quiero decir que… -Zoe se calló y empezó a mascullar algo entre dientes-. Creo que es algo que se hincha. Veo aquí algo que parece una válvula.
Yeager no podía dejar de imaginarse sus manos mientras hurgaban en busca de la válvula. Una ráfaga de vértigo le recorrió la mente, y no pudo evitar pensar en aquellas manos manipulando su «válvula». Volvió a sonreír.
De repente ella se puso a hablar otra vez de manera apresurada.
– Quiero decir que tú y tu… eh… tu amigo, Deke, no tenéis por qué disimular aquí.
Yeager parpadeó desde detrás de sus gafas de sol. ¿Mi amigo? Volvió a parpadear.
¿Mi amigo?, pensó él.
Para acabar de sorprenderle, llegó hasta sus oídos un sonido como de aire saliendo a presión.
Un chillido atravesó el aire.
Una mujer cayó sobre su regazo.
Él aceptó la inesperada caída de Zoe con poco más que una exclamación de sorpresa.
Durante unos instantes, la mujer que tenía en brazos no se movió, dando a Yeager la oportunidad de examinar más detenidamente lo que estaba ocurriendo. Y ahora que por fin había entendido de qué iba toda aquella conversación -y había comprendido el significado de «su amigo Deke»-, no estaba seguro de quién de los dos iba a ponerse a gritar antes, si él o ella.
Zoe imaginó que los ojos de él estaban tan abiertos como la boca de ella. Se había quedado pasmada con ese gesto, intentando llenar sus pulmones de aire cuando el paquete de Yeager Gates se había hinchado de golpe y la había hecho caer sobre el regazo de él.