Como siempre, seguía dedicándose a observar la vida de todos los demás.
Y si ella se agarraba a eso era porque no tenía una vida propia.
En cuanto aquella idea cruzó por su cabeza, un cuervo que pasaba volando descendió para pararse en la barandilla del patio y las campanas de la iglesia empezaron a dar la hora. El pájaro ladeó la cabeza y se quedó mirándola con un brillo de inteligencia en los ojos. ¿Qué más necesitas, que te caiga un rayo?, parecía estar preguntándole.
«Si no puedes salir es una prisión.»
Dong.
Y si ella seguía así, jamás tendría una vida propia.
Dong. Dong.
Zoe tomó aliento con fuerza y sintió que el aire le dolía al entrar en los pulmones, y de repente se dio cuenta. Ya no podía servirle de nada seguir siendo una observadora. No si eso significaba no volver a estar con Yeager.
Se puso de pie de golpe. Sus manos temblaban tanto que tuvo que agarrarse al respaldo de la silla. Por la bahía avanzaba el Molly Rose traqueteando hacia su embarcadero de regreso del continente, el mismo barco que se había llevado a Yeager de allí.
Zoe se quedó observando el lento movimiento del barco. ¿Podría hacerlo? ¿Sería capaz de ir en su busca?
Por supuesto, tener a Yeager significaba perder la isla. Su nunca cambiante y siempre segura Abrigo. Pero la isla había cambiado. O para ser sincera, la que había cambiado había sido ella. Haberse enamorado de Yeager la había convertido en una mujer que ya no podía sentirse satisfecha con la contemplación. Quería tener lo que Lyssa había encontrado -la pasión, la alegría, el amor-, pero ¿tendría el valor de romper con su pasado para ir a buscarlo?
– ¿Dolly? -suplicó Zoe deseando que la mujer de plástico pudiera cobrar vida y ofrecerle algunas respuestas.
Y entonces la respuesta le llegó de golpe: lo que debería estar deseando era cobrar vida ella misma.
Su mano todavía estaba temblando cuando la alargó hacia Dolly y le quitó la gorra de marinero con la que cubría sus pintados rizos de muñeca. Ella iba a necesitarlo más que Dolly. Zoe echó un último vistazo al barco, que ya estaba amarrando en el puerto, y se colocó la gorra en la cabeza.
– No me esperes levantada -le dijo a la muñeca, y luego se alejó de allí sin mirar atrás.
Cuando se marchaba, el cuervo -aparentemente satisfecho- abrió sus negras alas y sobrevoló por encima de la cabeza de Zoe.
Si Zoe había contado con su hermana o con las circunstancias para que la frenaran en aquella decisión apresurada, había contado mal. Con un grito de alegría, Lyssa le prometió que se haría cargo de todo durante el tiempo que fuera necesario, e incluso ayudó a Zoe a hacer el equipaje. En menos tiempo de lo que ella misma hubiera podido creer, Zoe llegaba al muelle en el que estaba amarrado el Molly Rose, cargando con una pequeña bolsa de viaje y provista de una lista de números de teléfono de contacto que le había dado Deke. De ese modo podría encontrar a Yeager en cualquier punto de su recorrido, de camino hacia Florida, si así lo deseaba.
Quizá.
Pero antes tenía que conseguir tomar el barco.
Mientras Lyssa la llevaba del brazo, Deke fue a comprarle el billete a la taquilla. Luego los dos la acompañaron amablemente hasta el Molly Rose.
Primero tropezó y luego se detuvo y miró hacia la larga pasarela de madera. ¿Le había dicho a Lyssa dónde estaban las listas de los menús? ¿Estaba en el lugar de siempre el libro de reservas? ¿Se habría acordado alguien de comprobar si habían llegado ya los cinco juegos de sábanas de algodón egipcio que había pedido?
¿Había perdido la cabeza por ir a buscar a un hombre que solo quería pasar con ella un par de semanas de vacaciones?
Lyssa le hubiese dicho que era una locura aún mayor dejar que lo que había sucedido en el pasado le hiciera dar la espalda al amor.
Apretando la bolsa tanto como para que le salieran ampollas en las manos, Zoe se obligó a poner un pie delante del otro. Se miró los pies y notó que su respiración se convertía en un jadeo de pánico, mientras llegaba hasta el barco y uno de los tripulantes la agarraba del codo para ayudarla a subir a bordo.
Encontró un asiento dentro y se quedó allí con la cabeza agachada, sintiendo unos escalofríos que le recorrían todo el cuerpo y un sudor frío que empezaba a cubrirle la piel. Con la vista puesta en sus manos fuertemente entrelazadas, posiblemente podría evitar ver cómo el barco se alejaba de la isla.
Aquello le sirvió durante un rato. Las máquinas empezaron a retumbar con fuerza y el barco comenzó a moverse, pero Zoe se puso a contarse los dedos, y luego los nudillos, en lugar de mirar por la ventana. Cuando el barco empezó a tomar velocidad, cerró los ojos con fuerza y se quedó escuchando el estruendoso latido de su corazón.
Pero luego ya no puedo aguantarlo más. Se levantó del asiento de un salto y con la cabeza dándole vueltas. «¡Ve a buscar al capitán! ¡Dile que tienes que regresar a la isla!», le gritaba una voz interior.
Se tambaleó por el pasillo de la nave buscando a alguno de los tripulantes, y entonces su mirada se cruzó con las escaleras que subían hasta la segunda planta, a la cubierta exterior. Allí estaría el capitán. Tenía que estar allí.
Agarrándose a la barandilla de metal de la escalera con manos sudorosas, Zoe corrió escaleras arriba y cruzó la puerta saliendo al aire fresco. «El capitán, el capitán», iba pensando. Miró a un lado y a otro nerviosamente, pero no vio nada más que pasajeros, y entonces…
Vio la isla.
Su miedo empezó a remitir. «Gracias a Dios -pensó-. Todavía está ahí.»
Se pasó una mano por los ojos y luego miró de nuevo hacia la isla. Allí estaba.
El aire fresco empezó a llenar sus hambrientos pulmones y Zoe comenzó a caminar como hechizada por la cubierta. Se detuvo un momento junto a la barandilla y se quedó mirando sti amada isla de Abrigo. Allí estaba todavía. Desde el momento en que el barco había empezado a separarse del muelle, Zoe se había sentido aterrorizada pensando que la isla podría desaparecer de golpe entre la bruma.
Esbozó una sonrisa que alivió los tensos músculos de sus mandíbulas. La isla seguía siendo tan permanente como siempre, con sus aguas azules rodeando las arenas doradas y los verdes acantilados. Incluso podía divisar Haven House y sabía que allí estaba Lyssa, a salvo y entre los brazos del hombre al que amaba.
Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero Zoe las dejó correr y resbalar por sus mejillas mientras se quedaba viendo cómo la isla de Abrigo se alejaba lentamente en la distancia. Su corazón empezó a latir más lentamente, y Zoe dejó escapar un largo y profundo suspiro. Desde la distancia, su casa tenía un aspecto diferente, pero igualmente hermoso y especial. El lugar que tanto amaba nunca se iría a ninguna parte, incluso aunque ella sí lo hiciera.
Vio cómo la isla se iba convirtiendo en una roca y luego en un punto que se iba haciendo cada vez más pequeño en el horizonte, hasta que al final desapareció completamente de su vista. Pero Zoe sabía en el fondo de su corazón que la isla seguía allí.
El pánico reapareció en el momento que el barco empezó a acercarse a tierra firme. Aunque los pasajeros que había en cubierta ya empezaban a encaminarse hacia las escaleras de salida, Zoe sintió de repente que no podía soltarse de la barandilla de metal de la cubierta. Ni podía obligar a sus pies a que avanzaran hacia el suelo del continente.
– ¿Señorita?
Zoe giró la cabeza en dirección a la escalera. Había un muchacho allí de pie que llevaba en las manos una bolsa de basura medio llena.
– ¿Se encuentra usted bien, señorita?
El muchacho echó a andar hacia el pasillo de la cubierta y se agachó para recoger un vaso de plástico que había en el suelo.
Zoe tragó saliva.
– Yo… estoy…
¿Aterrorizada? ¿Helada? ¿Dispuesta a hacer cualquier cosa menos a poner los pies en ese continente que tantos dolores me ha supuesto?