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Linda Sue y los padres de Hank también carraspearon y se dedicaron de lleno a la comida.

Maggie miraba a Hank de reojo.

– El perro de Vern se comió mi tablero de Monopolio -explicó Hank.

Linda Sue inclinó la cabeza en dirección a él.

– ¿Bubba sabe que te has casado?

– Todavía no -Hank tomó otra galleta-. No lo he visto desde que volví.

– A Bubba no va a gustarle esto -comentó Linda Sue-. Debiste habérselo dicho.

– ¿Quién es Bubba? -preguntó Maggie.

Todos, excepto Hank, parecieron impactados por la pregunta.

Helen fue la primera que reunió las fuerzas suficientes para hablar.

– Bubba ha sido desde siempre el mejor amigo de Hank. Me sorprende que mi hijo no le haya hablado de él.

Se oyó una abrupta frenada en la entrada para autos de la casa y Horacio comenzó a ladrar.

– Creo que es mi turno -dijo Hank. Un momento después, reapareció con dos mujeres de mediana edad.

Maggie se aferró de la mesa para no caer redonda al suelo.

– ¡Mamá! ¡Tía Marvina!

La madre dio un beso a su hija.

– Pasábamos por aquí y se nos ocurrió venir a ver cómo iban las cosas.

– ¿Que pasaban por aquí? -Eran más de seis horas de viaje en auto. ”Cálmate, Maggie -se dijo-. Las cosas no pueden ser tan negativas como parecen.”

– Todo está en orden. ¿No es verdad, Hank?

– Sí. Perfecto.

– Mamá, tía Marvina, les presento a los padres de Hank, a Linda Sue y a Holly -Maggie puso otros dos platos más y Hank trajo sillas de la cocina-. Justamente, les contábamos a Linda Sue y a Holly cómo nos conocimos Hank y yo el verano pasado, cuando estuvo en Rutgers.

Holly cortó una tajada de carne.

– En mi opinión, esta boda ha sido demasiado precipitada.

Mabel Toone y tía Marvina intercambiaron miradas.

– Exactamente lo mismo que pensamos nosotras -dijo Mabel a Holly-. Ni siquiera tuvimos tiempo de reservar el Salón Nacional Polaco -Señaló a su hija agitando el dedo en el aire a modo de reproche, aunque se notó claramente que sólo se trataba de un gesto afectuoso-. Siempre has sido una muchacha conflictiva.

– Cuando era pequeña, nunca quería comer arvejas -acotó tía Marvina-. Siempre ha sido muy independiente. Heredó esa personalidad de su abuelo Toone. Fue el único irlandés en Riverside. Por cierto que era un diablo.

Hank se recostó contra el respaldo de su silla y vio que Maggie se retorcía. Si bien esa situación no favorecía en absoluto sus planes, no podía rehusarse a disfrutarla plenamente. Estaba ávido de información.

– Maggie no me había dicho que fuera una niña conflictiva. De hecho, no me ha contado muchas cosas sobre su infancia.

Mabel puso los ojos en blanco.

– Era el terror de Riverside. Desde pequeñita, los niños se enamoraban de su cabello rojizo. Venían a la puerta de mi casa en patota, pero Maggie no quería saber nada con ninguno -Meneó la cabeza-. No era femenina en absoluto. Si los muchachitos no aceptaban el “no” por las buenas, ella les daba un puñetazo en la nariz, o les partía la cabeza con su canasta para viandas. Al crecer, sus modales no se corrigieron mucho.

– Pensábamos que jamás se casaría -dijo tía Marvina.

– Y después… ¿Recuerdas aquella vez, cuando Maggie tenía nueve años -preguntó Mabel- y escribió esa palabrota horrenda en la puerta principal de la Escuela Campbell?

Tía Marvina se tapó la boca con la mano para no soltar una carcajada estruendosa.

– Eso fue espantoso -Miró a Hank con los ojos arrugados por el recuerdo-. Nos sorprendió que hubiera aprendido semejante palabra. Pero así era ella; una caja de sorpresas.

– La escribí porque me habían desafiado -explicó Maggie-. Pero después la borré.

Mabel untó una galleta con manteca.

– Pero como no se borraba -aclaró a Hank-, hubo que pintar la puerta y por supuesto, nosotras tuvimos que pagar la pintura.

Tía Marvina tenía razón. Maggie era una caja de sorpresas, pensó Hank. No le resultaba para nada difícil imaginarla como la marimacho del pueblo. Y al parecer, no había cambiado mucho. Era posible que aún se atreviera a golpear a los hombres en la nariz. Un detalle interesante para tener en cuenta.

– ¿Y qué más hacía Maggie?

Maggie echó una mirada de fuego a Hank y otra a su madre.

– Seguramente estas anécdotas deben de aburrirlos.

– No a mí -respondió Linda Sue.

Holly Brown bebió un sorbo de agua.

– Quiero escuchar más historias.

– Qué sabrosa está la carne a la cacerola -encomió Mabel-. Y el puré de papas no tiene ni un grumo. ¿Ves? -Se volvió hacia Marvina-. Lo único que le hacía falta era casarse. Ahora, hasta cocina.

– Error -corrigió Maggie-. Sigo sin cocinar. Tenemos una mucama. Cocinó ella.

– Una mucama -repitió Mabel, obviamente impresionada-. Qué suerte. ¿Pero qué harás todo el día si no tienes que limpiar ni cocinar?

– Ya te lo he dicho. Estoy escribiendo un libro sobre tía Kitty.

Mabel elevó los ojos al cielo.

– Un libro sobre tía Kitty. Es una locura. Tía Kitty era… ya lo sabes. ¿Que necesidad tienes de escribir un libro que esté cargado de sexo? ¿Con qué cara voy a presentarme los miércoles por la noche a jugar al bingo?

Las cejas de Linda Sue se arquearon repentinamente bajo su flequillo.

– ¿Estás escribiendo un libro cochino?

– Mi tía abuela Kitty era dueña de un prostíbulo -explicó Maggie a Linda Sue y a Holly-. Al morir, me dejó su diario y yo estoy escribiendo un libro basado en él.

– ¡Vaya temita! -expresó Holly-. Después de esto, Skogen figurará en los mapas.

Las mejillas de Harry Mallone habían adquirido un marcado matiz bermellón. Apretaba su tenedor con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.

– Antes tendrán que pasar sobre mi cadáver -anunció.

Helen Mallone palmeó la mano de su esposo.

– Cuidado con la presión, Harry.

Maggie pensó que su presunta suegra no se mostraba demasiado preocupada por el diario de tía Kitty. Helen Mallone era una mujer asombrosamente tranquila. Es más, su serenidad resultaba exacerbante.

Helen sorprendió a Maggie contemplándola.

– He logrado sobrevivir a la adolescencia de Hank -explicó Helen-. De allí en adelante, cualquier cosa me pareció un juego de niños. Ahora mi hijo es responsabilidad tuya, querida -Volvió a acomodarse contra el respaldo de su asiento, con una expresión de placidez envidiable.

Hank esbozó una amplia sonrisa.

– No he sido tan malo.

Linda Sue se abanicó con su servilleta.

– Cariño, siempre has sido el terror de Skogen.

El corazón de Maggie se sobresaltó. ¿El terror de Skogen? ¿Con qué clase de hombre estaba viviendo? Muy sensual, decidió. Demasiado. Pensó en el beso que le había dado arriba, en el pasillo y se prometió que jamás se repetiría. Hank era la clase de hombre que solía coleccionar mujeres con la misma facilidad con que las demás personas coleccionan estampillas o monedas. Dos de ellas estaban compartiendo su mesa en ese preciso momento. Tal vez, si se atreviera a asomarse a la puerta, encontraría cientos de muchachas acampando en el jardín. Desgraciadamente, la evocación de aquel beso provocaba en ella reacciones físicas. Sintió que un intenso rubor le quemaba las mejillas. Miró a Hank. Él estaba observándola, sonriente. El terror de Skogen sabía cuándo una mujer se sentía atraída hacia él, pensó. Indudablemente, ésa era una de las razones por las que se había ganado semejante fama. Respiró hondo, relajó los hombros y obsequió a su “marido” una cálida sonrisa.

– Todo eso pertenece al pasado -dijo ella-. Hank es un hombre casado. Sus días negros han quedado atrás. ¿No es cierto, Pastelito?

– Es cierto, Bombita de Crema -contestó Hank-. Ahora soy travieso sólo en casa.

Maggie sintió que su sonrisa cobraba una tensión más antinatural todavía. Esos seis meses se transformarían en una eternidad si tenía que vivirlos esquivando las travesuras de Hank a diario. En Riverside, jamás había sido muy codiciada en el ambiente masculino, pero de todos modos a ella tampoco le había interesado ningún hombre en especial. Nadie había sido capaz de moverle el piso con un simple beso. Nadie hasta que Hank apareció. Le resultaría una ardua tarea resistirse a los avances de un hombre que tenía el potencial necesario para satisfacer todas las fantasías con las que siempre había soñado.