Helen Mallone se dirigió a la madre de Maggie.
– Parece que esta boda se hubiera celebrado en el cielo.
– Sí -coincidió Linda Sue-. Parecen cortados con la misma tijera.
Maggie no lo tomó como un elogio, precisamente.
– Santo Dios -exclamó Mabel, dirigiéndose a Maggie-. Eres el calco de tu abuelo Toone cuando se te ponen los ojos húmedos y brillosos, como pequeños abalorios.
– Cierto -confirmó tía Marvina-. Tu abuelo Toone tenía muy pocas pulgas. Si alguien cometía la estupidez de insultarlo, tomaba distancia y luego le daba semejante trompada que le cambiaba todas las facciones. ¡Qué carácter tenía! ¿No es cierto, Mabel?
Linda Sue abrió los ojos desmesuradamente.
– ¡Por Dios! -dijo a Maggie-. No andarás por ahí golpeando a la gente como tu abuelo, ¿verdad?
– No te preocupes por Maggie -respondió Hank en su lugar-. Hemos llegado a un acuerdo; ahora que es una mujer casada, ha aceptado dejar de lado la violencia. Hasta logré que abandonara las luchas en el barro.
Holly se quedó boquiabierta.
– ¿En verdad luchas en el barro?
– Maggie era la mejor -contestó Hank-. Fue la Reina de Lucha en el Barro de Jersey Central.
Maggie se levantó abruptamente de su asiento.
– Hank Mallone, quisiera hablar contigo unos minutos a solas, en la cocina, por favor.
– Ay, otra vez tiene esa cara… -comentó Linda Sue-. Apuesto a que va a golpearlo.
Avanzando con pasos iracundos, Maggie cortaba el aire con sonidos sibilantes. Cuando llegó a la cocina, cerró la puerta tras de sí.
– ¿Lucha en el barro? ¡¿Lucha en el barro?! ¿No crees que esta cena se nos ha ido de las manos más de lo necesario?
– Pensé que te agradaría la ocurrencia. Les dije que eras la mejor.
Maggie lo aferró por la camisa.
– ¡Este asunto es muy serio! -gruñó-. ¡Tus padres creen que soy una ex luchadora de barro regenerada!
– Tranquilízatele -instó él-. He decidido que será mejor que mis padres crean que yo te regeneré. Así, pensarán que realmente he sentado cabeza -Le masajeó los hombros-. Tendrás que aprender a relajarte. Mírate… estás tan tensa.
Hank tenía razón, pensó Maggie. Estaba muy tensa. Y, probablemente, había exagerado su reacción. Nadie podía tomar en serio eso de que había luchado en el barro. Era ridículo.
– Tienes razón -le dijo-. Soy una tonta. Tal vez esta cena esté saliendo mucho mejor de lo que creo. El hecho de que tu padre no deje de estrujar su tenedor no es razón suficiente como para pensar que las cosas no están saliendo bien.
– Exactamente. Mi padre siempre tiene los nudillos blancos cuando come.
– Y en esta cena, hay muchas cosas positivas para enumerar -continuó Maggie-. Nadie se descompuso por la comida. Nadie ha sugerido la anulación de nuestro matrimonio. Buena señal, ¿no te parece?
– No podríamos pretender más.
– Y mi madre ni siquiera trajo consigo esas fotografías mías de cuando era una beba, en las que estoy aplastándome las arvejas en la cabeza. Tampoco mencionó a Larry Burlew, ni las dos semanas en las que tuve que quedarme después de hora en la escuela por comer goma de mascar. No ha contado a nadie la anécdota aquella de cuando me metí con el Buick en la laguna Dailey, ni aquella otra de cuando me quedé encerrada toda la noche en la tienda de Greenfield -Miró por encima de su hombro la puerta cerrada de la cocina-. Claro que todavía es muy temprano. Acaba de llegar -Se mordió el labio inferior. Jamás debí haberme marchado del comedor. Eso, en Riverside, significa una invitación abierta al caos. Te vas de una sala y los que quedan te despellejan.
Hank la estudió de cerca.
– ¿Te pasa algo en la ceja?
– ¿Por qué lo preguntas?
– Porque te está latiendo.
– ¡Oh, no! ¡Lo que me faltaba! -Se cacheteó la mitad de la cara-. Ahora, además de todo, tus padres van a pensar que tengo un tic nervioso. Dime la verdad. ¿Crees que esto empeorará?
Aun en la cocina, oyeron la voz de tía Marvina que retumbaba en el comedor.
– ¡Ay, Dios mío! ¡Es Pompón! Y parece tan asustada que busca esconderse en cuanto rincón encuentra.
– ¿Pompón? -preguntaron Maggie y Hank al unísono.
Maggie rezongó.
– Seguramente dejé abierta la puerta de mi cuarto -Volvió a asir la camisa de Hank-. Horacio está afuera, ¿no es verdad?
– Horacio está debajo de la mesa del comedor.
Se oyó un aullido de gato, desgarrador. Hank y Maggie salieron corriendo hacia el comedor. Pompón estaba acurrucada en un rincón. Tenía las orejas caídas y ronroneaba por lo bajo, con un sonido que crispaba los nervios de cualquier criatura viviente… con excepción de Horacio. El perro se acercó a Pompón a los saltos, ladró divertido y la atrapó poniéndole una pata encima. Se oyó otro aullido felino, acompañado de un rápido zarpazo directo al hocico. Horacio se quejó de dolor y la gata aprovechó para huir, trepándose al primer objeto disponible: la rígida espalda de Harry Mallone. Horacio salió tras la gata, que saltó a la mesa no sin antes derribar un candelabro. En cuestión de segundos, el mantel blanco de lino quedó envuelto en llamas. Hank lo tomó de un extremo y tiró de él, llevándolo a la rastra hacia la cocina, para sacarlo al patio por la puerta trasera de la casa. En el trayecto iba perdiendo restos de comida y trozos de vajilla.
Todos los invitados siguieron a Hank al patio y rodearon la pequeña hoguera de comida y mantel que ardía sobre el césped, quemándolo también. Sus miradas quedaron fascinadas en el fuego y sus labios se sellaron en un estúpido silencio, mientras las galletas de manteca se consumían una por una, luego las zanahorias, los bróculis y por último, un trozo de carne.
“De modo que a esto se ha reducido mi primera cena familiar -pensó Maggie-. A un grupo de personas alrededor de una burda fogata”. Sintió el ridículo impulso de ponerse a cantar canciones típicas de campamento y miró a los demás, para ver si al menos sonreían. Sólo Hank lo hacía. Su mirada se encontró con la de ella y Maggie advirtió que los latidos de su corazón se aceleraban. No podía recordar que otro hombre la hubiera mirado de ese modo alguna vez. Sus labios dibujaban una sonrisa inocente, pero sus ojos se veían hambrientos y posesivos. Entre ellos se suscitó un momento de perfecta comprensión; un encuentro de ideas y emociones; un despertar al auténtico cariño.
CAPÍTULO 4
Al cabo de un rato, la burda fogata se puso aburrida. Se había consumido hasta quedar reducida a un montículo chamuscado, del tamaño de una pelota de béisbol, aproximadamente, con la densidad de un meteorito y el color renegrido del carbón.
– Bueno -dijo Maggie-. ¿Están listos para el postre?
– Yo paso -contestó Linda Sue-. Ya es hora de volver a casa.
Holly siguió a Linda Sue, caminando en puntillas para esquivar los restos de puré que habían quedado desparramados en la galería.
– Yo también. Todo ha estado estupendo, pero se hace tarde.
Harry Mallone apretó el hombro de su hijo. Fue un gesto de condolencia, muy común en las salas de espera de las clínicas, en los velatorios o al recibir un pago indemnizatorio por despido laboral.
Hank prefirió ignorar lo obvio.
– En cuanto al crédito…
Helen Mallone abrazó a Maggie.
– Llevaré a Harry a casa. Y no te preocupes por el pequeño incendio, querida. Hank nunca ha sido muy afecto a las sobremesas. Tal vez todo esto haya sido para bien -agregó con ternura.