Elsie se encontró con Maggie en la cocina.
– Siento olor ha quemado. ¿Puede ser?
Maggie olió el aire.
– Me temo que sea su carne a la cacerola. Pompón se subió a la mesa, derribó un candelabro y el mantel empezó a quemarse. Hank lo arrastró hasta el patio, con todas las cosas que estaban sobre él.
Elsie miró por la puerta de vidrio y vio los restos de comida chamuscada.
– Bueno, no se ve tan mal. No se ha quemado nada importante. ¿Eso negro que se ve allí es la carne a la cacerola?
– Sí.
– He comido cosas peores -dijo Elsie.
Media hora después, las cenizas de la hoguera desaparecieron dentro de una bolsa de residuos. Los pisos estaban impecables nuevamente y la vajilla que logró sobrevivir al caos, lavada y debidamente seca. Mabel, tía Marvina, Hank, Maggie y Elsie se sentaron a la mesa de la cocina, a disfrutar de la tarta de manzanas y del helado.
– Recuerdo la primera cena que ofrecí cuando era recién casada -evocó Mabel Toone-. Hacía sólo tres semanas que me había casado y tenía catorce invitados para la Nochebuena.
– Lo recuerdo como si fuera ayer -dijo tía Marvina-. Yo me había puesto ese vestido de terciopelo verde, con mostacillas de brillantes bordadas en el escote. Todo había salido perfecto, salvo por tía abuela Sophie, que había bebido más de la cuenta y se cayó encima del pastel de ananás. Se le había resbalado el codo de la mesa -explicó Marvina- y se cayó de cabeza sobre la crema chantillí. Fue un verdadero desastre.
– No fue nuestra intención inmiscuirnos en la cena -se excusó Mabel con Maggie-. Simplemente, estábamos muy preocupadas por ti y quisimos venir a ver cómo iban las cosas.
– Mamá, tengo veintisiete años y puedo cuidarme sola.
– Es que te fuiste tan apurada… Además, la única explicación que nos diste fue que te vendrías a vivir a Vermont, con este hombre. Ni siquiera teníamos la certeza de que te hubieras casado. Aquí hay gato encerrado. ¿Estás…?
Maggie se llevó el dedo a la ceja, que no dejaba de moverse.
– No, no estoy embarazada.
Mabel Toone miró a Hank.
– ¿Él te ha forzado a hacer esto? ¿Se trata de un secuestro? Me parece muy pillo.
– Nadie me ha secuestrado -contestó Maggie-. Necesitaba un lugar tranquilo para escribir mi libro y apareció Hank…
Mabel parecía espantada.
– ¿Quieres decir que te casaste sólo para poder escribir tu libro?
– Sí. ¡No! -No quería que su madre se preocupara por ella. Pero tampoco deseaba que la considerara una idiota-. Me casé porque… quería.
Hank acercó su silla a Maggie y le rodeó los hombros con el brazo.
– Amor a primera vista -dijo a Mabel-. Lo descubrimos no bien nos conocimos -Dio a Maggie un sonoro beso en la cabeza-. Anda, Buñuelito, di a mamá cuánto me amas.
– Oh… te amo profundamente.
Mabel no parecía muy convencida.
– No lo sé.
Hank dejó de apretar a Maggie con su abrazo. Apoyó el mentón sobre la maraña de rizos anaranjados que le ocultaban la oreja y habló con un tono de voz más suave y serio.
– Sé que esto debe de ser muy difícil para usted, señora Toone. Se preocupa por Maggie y no puedo culparla. No debimos haber mantenido nuestro romance en secreto, pero la verdad es que hasta a nosotros nos ha tomado de sorpresa. Creo que sería estupendo que usted y tía Marvina se quedaran con nosotros algunos días. Así, podría aprovechar la oportunidad para conocerlas mejor -Mientras hablaba, jugueteaba con un rizo de Maggie entre los dedos. De pronto, lo abrumó una inmensa ternura hacia la encantadora mujer que tenía entre sus brazos. La sensación casi lo dejó sin aliento-. Amo a su hija -confesó a Mabel Toone-. Y es mi intención cuidarla mucho, mucho.
– Creo que una madre no puede aspirar a más -dijo Mabel-. Tu invitación ha sido un gesto muy amable, pero Marvina y yo hemos reservado una habitación en una hostería cercana. Además, tenemos que regresar a Riverside porque Marvina tiene turno en la peluquería para hacerse una permanente el jueves, y en casa no hay quien riegue mis plantas. Por otra parte -agregó con una amplia sonrisa-, ya sé que los recién casados necesitan soledad.
Hank emitió un sonido de agradecimiento que hizo eco en el oído de Maggie. La hizo vibrar hasta en la fibra más íntima de su ser y a pesar de su gran determinación, sintió que se relajaba contra su cuerpo. Prácticamente era imposible no sucumbir a los encantos de Hank Mallone. Podía ser mujeriego y calculador, pero también se caracterizaba por su sensibilidad y simpatía, dos atributos suyos que la conmovían. No sólo calentaba su sangre, sino que también abrigaba su alma. Era agradable y desolador. La enfurecía su habilidad para mentir con tanta naturalidad respecto de cuanto la amaba. Hank Mallone era un cretino, decidió.
– Bueno -dijo Mabel-. Es hora de marcharnos. La tarta estuvo deliciosa -elogió a Elsie. Besó a su hija y abrazó a su yerno-. No se pierdan.
– Son adorables -dijo Hank a Maggie cuando por fin estuvieron solos en la galería de la entrada-. Se nota que se preocupan mucho por ti.
Maggie tomó el comentario como un gesto generoso por parte de Hank, pues bien podía haber dicho que sus parientas eran unas entremetidas.
– ¿Crees que soy mala hija?
Hank se rió.
– No. Creo que estás luchando por lograr el equilibrio entre ser buena hija sin dejar de ser una adulta independiente. Y que tu madre también está luchando por aceptar que ya eres una niña adulta.
Maggie se quedó pensativa unos instantes y luego preguntó:
– ¿Crees que tu padre te otorgará el crédito?
– No lo sé. No parecía muy contento cuando se fue -Tironeó de un rizo colorado-. No pensarás seriamente en la posibilidad de quedar embarazada, ¿no?
– Lo dudo.
– Ah. Sólo quería confirmarlo.
Maggie estaba habituada a oír el ruido de motores que se alejaban del estacionamiento a primera hora de la mañana; a los recolectores de basura vaciando los tarros, y la tos de fumador del viejo Kucharski cada vez que salía de su alcoba o del cuarto de baño, arrastrando los pies. Eran ruidos que ella siempre había detestado y, por consiguiente, le llamó la atención que ahora los estuviera echando de menos. Se levantó con gran esfuerzo y se puso una camiseta azul, muy gastada, y unos pantalones cortos de algodón, de color gris. Caminó descalza hacia la cocina, hechizada por el aroma del café recién hecho.
Hank ya estaba sentado a la mesa. Levantó la vista y gimió. Sus temores más nefastos y sus fantasías más libertinas acababan de confirmarse. La tenía allí mismo, frente a su nariz. Su presencia sería inexorable. Maggie Toone era el vivo retrato de la seducción matinal, con ese cabello revuelto y esa cara de dormida. Se sirvió una taza de café y bebió un sorbo de inmediato. Estuvo a punto de decir algo, pero el placer de ese primer sorbo borró sus intenciones. En cambio, sonrió y suspiró satisfecha.
Elsie sacó del horno unos panecillos a la canela y los colocó en una cesta forrada con una servilleta.
– No se ilusionen con que esto será cosa de todos los días -advirtió Elsie-. Simplemente, tuve antojo de comer panecillos a la canela.
Maggie los olió.
– ¡Qué aroma estupendo!
– Sí, parece que han salido bastante buenos -comentó Elsie-. Hay cereal en la alacena y jugo en el refrigerador. Supuestamente, usted es una mujer casada y por lo tanto debe arreglárselas sola -Tomó un panecillo y empezó a trozarlo en un bol-. Para Horacio. Tiene debilidad por los dulces.
– Sí -concedió Hank-. Y usted lo que tiene débil es el corazón.
– Bueno -dijo Elsie-. Pero no lo divulgue. La gente a veces se aprovecha.
Un hombre robusto, casi tan grande como un oso, apareció por la puerta de atrás.
– Caramba -dijo-. Aquí huele a panecillos a la canela. ¡Me encantan los panecillos a la canela!