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Elsie miró a Hank.

– ¿Este tipo tiene algo que ver con usted?

– Eso me temo. Se llama Bubba y es mi mejor amigo.

Bubba concentró su atención en Maggie.

– ¡Caracoles! -dijo suavemente-. No quiero mirarte en detalle, pero… ¿qué pasó con el resto de tus pantalones?

Maggie tironeó de las cortas piernas de sus pantalones de algodón.

– No esperaba visitas.

– Yo no soy ninguna visita -replicó él-. Soy Bubba.

Bubba tomó un panecillo de canela y cortó un trozo bastante grande.

– ¿Cómo es eso de que te has ido a otra parte para casarte? -preguntó a su amigo-. Un día desapareces de repente, sin avisar, y todos pensamos que habías salido huyendo despavorido, por miedo a que te atrapara un marido celoso o algo por el estilo. Y resulta que, cuando vuelves, eres un hombre casado -Se apoyó en la mesa y bajó la voz-. ¿La has embarazado?

– No, no estoy embarazada -contestó ella, anticipándose-. ¿Quieres café?

– ¿Los osos lo hacen en el bosque? -preguntó Bubba, sonriente.

Maggie puso los ojos en blanco y sirvió el café.

– Me gustaría quedarme a conversar, pero tengo mucho que hacer -Tomó su panecillo a la canela, su taza de café y se marchó de la cocina.

– Es bonita -la elogió Bubba-, pero aun así, no entiendo por qué has tenido que casarte con ella.

– Porque me lo imploró, una y otra vez -le dijo Hank-. Me dio lástima.

Maggie se detuvo en la mitad de la escalera y, por unos minutos, acarició la posibilidad de volver a la cocina para estrangular a su supuesto marido. Hank tenía un diabólico sentido del humor. Le encantaba provocarla. Estrangularlo habría sido edificante, pero para eso tendría que tocarlo y probablemente lo mejor fuera evitar el contacto físico. Una vez que empezara, sólo Dios sabía en qué podía terminar.

Alrededor de las diez y media, Maggie estaba muy adelantada con su primer capítulo. Bubba ya se había marchado y Hank se hallaba en los manzanares, trabajando con una máquina que hacía “zanc, zanc, zanc”. El calor se filtraba por la ventana abierta mientras Maggie tipeaba una frase en su computadora. Se detuvo para releer lo que acababa de escribir. Supuso que mucha gente desaprobaría la vida de su tía Kitty, pero no le correspondía a ella ponerse en jueza de nadie. Tía Kitty había vivido hasta los noventa y tres años y ella ya la había conocido vieja. Había sido una mujer amable, inteligente, enamorada de la vida. Su diario contenía numerosas trivialidades maravillosas, flores secas prensadas, imágenes románticas y de vez en cuando confesiones sobre sus dudas y su arrepentimiento por haber vivido los mejores años de su vida como una persona de pésima reputación. La mayor parte del diario consistía en una narración detallada de lo que representaba administrar un burdel y para Maggie, eso era lo más fascinante: la cantidad de sábanas que había que comprar, cuánto se le pagaba al pianista, los portaligas que se encargaban a una tienda especial de Nueva Orleans, las facturas del hielo que se compraba, de los artículos de almacén y de la empresa de carbón. Entre esas cosas, también aparecían las descripciones de los clientes, anécdotas graciosas y secretos comerciales que, en su gran mayoría, eran irreproducibles.

Dos horas después, Hank estaba de pie en la puerta abierta que daba al estudio de Maggie, contemplándola trabajar. Parecía totalmente absorta en su tarea. Tipeaba con velocidad. Ocasionalmente se detenía para consultar el anotador que tenía junto al codo y otras veces, para leer en la pantalla lo que había escrito. Masculló algo entre dientes a hizo un gesto con la mano. Luego meneó la cabeza y comenzó a escribir nuevamente.

El deseo permeó la piel de Hank. Si no hubiera tenido el almuerzo en la mano, probablemente se habría metido en el recinto y habría cerrado la puerta con llave, para arriesgarse. Pero se quedó observándola unos minutos más, tratando de comprender tanta determinación por parte de Maggie. Le resultaba muy difícil creer que se tomara en serio ese proyecto de escribir un libro. Tal vez si hubiera escogido alguna novela de ciencia ficción, o un libro para niños… ¿Pero el diario de la propietaria de un burdel? A él todo aquello le sonaba más a pasatiempo; a capricho quizá, como indagar en el árbol genealógico. Por otra parte, se le antojaba presuntuoso sentarse a escribir un libro porque sí. Supuestamente, había que aprender ciertos secretos, desarrollar un estilo. Tal vez, no difería tanto de cultivar manzanos, pensó. Primero era necesario adquirir muchos conocimientos y después, cometer muchos errores. Mientras tanto, Maggie se convertiría en la comidilla de Skogen, arruinando la última posibilidad que le quedaba de conseguir ese préstamo. Hank debería haber estado furioso. Pero no lo estaba. Entendía lo que era tener una idea loca y sustituir el entusiasmo por experiencia. Por otra parte, estaba perdidamente enamorado de ella. Golpeó el marco de la puerta para atraer su atención.

– Te traje algo para almorzar -le dijo.

Maggie se llevó la mano al pecho.

– ¡Me asustaste!

– Mmmm. Te pones preciosa cuando te concentras en esto. ¿Qué tal va?

– ¡Estupendo! Hace dos años que investigo y planeo este libro, de modo que prácticamente se escribe solo. Lo tengo todo en la cabeza… -Mordió su sándwich de ensalada de huevo-. Tal vez, a medida que avance, el proceso se torne más lento. Pero siempre he tenido muy claro lo que quería decir en este primer capítulo. Es tan satisfactorio poder verlo en pantalla por fin.

– ¿Puedo leerlo?

– Cuando esté más adelantado -Devoró el sándwich, bebió su leche y se limpió la boca-. Estaba muy rico. Gracias. No me había dado cuenta de que tenía tanta hambre.

Hank tomó el plato y el vaso vacío.

– Elsie va al pueblo. Quiere saber si necesitas algo.

– No. Estoy bien.

Hank detestaba tener que irse. Quería quedarse allí y conversar, para enterarse de todas las atrocidades que Maggie había hecho cuando niña. Quería saber si alguna vez se había sentido temerosa, sola o desalentada. Quería informarse sobre los hombres que se habían cruzado en su camino y lo que ella pensaba respecto de los bebés. Buscó una excusa para prolongar el almuerzo.

– ¿Deseas algún postre? Elsie horneó masitas con trocitos de chocolate esta mañana.

– Estoy absolutamente satisfecha. Tal vez más tarde.

– De acuerdo. Hasta luego.

Eran las seis de la tarde cuando Elsie comenzó a trabajar con ahínco en la cocina.

– El menú para esta noche es sopa de pollo -dijo, golpeando platos y recipientes contra la mesa-. En el horno hay pan de maíz y como postre, budín de chocolate en la heladera.

Hank miró la mesa y se dio cuenta de que estaba preparada para dos comensales.

– ¿No cenará con nosotros? ¿Otra vez pasan algo bueno por televisión?

– Tengo una cita. Hoy, cuando fui al pueblo, conocí a un joven encantador. Habrá cumplido los sesenta y cinco ayer, o antes de ayer a más tardar. Me invitó a comer una hamburguesa por ahí y luego a jugar bingo en Mount Davie.

Hank pasó revista mentalmente a todos los hombres mayores que conocía en el pueblo.

– ¿Se trata de Ed Garber?

– Precisamente. Me ha dicho que fue jefe de la oficina de correos hasta que se retiró y que su esposa falleció hace tres años.

– Será mejor que esté bien alerta -le aconsejó Hank-. Me han dicho que sólo tiene una idea fija.

– Pues que Dios lo bendiga si es así. ¡Y además, le gusta jugar bingo! No se puede pretender mucho más de la vida -Elsie se quitó su delantal de cocina y lo guardó en un cajón-. Hoy me encontré con Linda Sue en el supermercado. Estaba pagando lo que había comprado. Le aseguro que, si pusiera un periódico en este pueblo, amasaría una fortuna. Estuvo desparramando por todas partes que usted se casó con una escritora de libros pornográficos. Si yo estuviera en su pellejo, no me quedaría tan tranquilo. Por el crédito, digo. Su reputación no podía haber caído más bajo.