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– ¿Dónde planeas construir?

– En el extremo oeste de la propiedad. Quiero que los edificios estén lo más alejado posible del camino, detrás de una plantación de Paula Reds, para que no deterioren el paisaje. El suelo es bastante parejo y hay buen abastecimiento de agua. Es el sitio ideal para una planta embotelladora y una pastelería.

– ¿Y la mano de obra?

– ¿Te refieres a los obreros para la pastelería? Skogen es muy estable, pero no está en un momento floreciente. Le vendría bien que yo generase impuestos y fuentes de trabajo.

– Cuesta creer que tu padre no esté dispuesto a invertir en esto.

– Mi padre nunca corre riesgos. Ni siquiera tiene corbatas de colores vistosos y diseños alegres. Siempre las prefiere rayadas y de tonos discretos. Compra sus zapatos por catálogo. Hace treinta y cinco años que usa el mismo modelo. Todas las mañanas, desayuna doscientos centímetros cúbicos de jugo de naranja, harina de avena y una taza de café negro. Jamás se le ocurriría alternar con un poco de tocino o un vaso de jugo de uvas.

– Tal vez no debí contarle lo de tía Kitty.

Hank le tomó la mano y le besó la yema de uno de los dedos.

– Has tenido razón en contárselo. No estaría bien empezar nuestra vida de casados con mentiras, ¿verdad?

Maggie protestó. En parte porque lo que acababa de decir Hank era una ridiculez, pero, principalmente, por la sensación que experimentó cuando él la rozó con los labios. Maggie arrancó su mano de la de Hank y se la metió en el bolsillo de sus shorts, para ahorrarse más problemas.

– ¿De verdad eras el terror de Skogen?

– Bueno, a decir verdad, jamás me he considerado en esos términos, aunque debo admitir que he metido miedo en el corazón de unas cuantas madres.

A Maggie no le costó creerle.

– Físicamente, tuve una madurez precoz -le dijo, con una sonrisa-. La madurez emocional llegó bastante después. Tardó quince años más.

– De modo que crees que por fin la has alcanzado, ¿eh?

– Definitivamente. Mírame. ¡Si hasta me he casado y todo!

– No es mi intención aguarte la fiesta, pero no te has casado. Aparentas estarlo. A criterio de cualquiera, ése no sería un síntoma de buena salud mental. Y no hay ningún todo. Ni siquiera hay algo.

– Te equivocas -le dijo, acercándose a ella y rodeándole el cuello con la mano-. Sí hay algo.

Maggie alzó una ceja con gesto airado.

Hank le acarició la nuca con el pulgar.

– Anda, admítelo. Hay algo, ¿no?

Maggie sintió un estremecimiento delicioso.

– Podría haber algo.

– Pues claro, caramba -exclamó él, haciéndola volver abruptamente, para encerrarla en el círculo de sus brazos. Recorrió la espalda de la joven con sus manos, atrayéndola a sí. Su boca descendió sobre la de ella, quebrantando con la lengua la frágil resistencia que hasta el momento Maggie había opuesto. La oyó gemir suavemente de placer, rendirse a él. De inmediato, los pantalones jeans le ajustaron más de la cuenta. Fue como un renacer a la pubertad, pensó. El control se le escapaba de las manos. Estaba enamorado. Y sufría. La apartó poco más de medio metro e inspiró hondo-. ¿Sabes? Podríamos casarnos de verdad.

Si Hank se lo hubiera dicho en serio, Maggie se habría enfurecido. De hecho, la muchacha atribuyó la propuesta matrimonial a su negro sentido del humor y a su abstinencia obligada.

Hank apretó los labios. Se sentía como un tonto.

– Veo que te he tomado por sorpresa.

– Estoy acostumbrada a las sorpresas. Pero en realidad, no hubo mucho de sorpresa. Era la testosterona la que hablaba, no tú.

Hank no pudo negarlo. Sin embargo, había convivido con los ataques de testosterona durante unos cuantos años y jamás se le había ocurrido pedir a ninguna mujer que se casara con él.

– ¿Entonces qué me contestas?

Maggie elevó los ojos al cielo.

– Creo que eso quiere decir que no.

– ¿Te sientes aliviado?

Una tímida sonrisa puso luz a su rostro.

– Un poco, tal vez -Deslizó las manos hasta llegar a las caderas de Maggie-. Pero no del todo. Me gusta tenerte en casa.

Maggie retrocedió. Delicado, pensó. Hank sabía hacer buenas movidas. Movidas que, indudablemente, habían apuntado a sorprenderla con la guardia baja. El secreto estaba en desarmar primero para conquistar después. Hank era inteligente, de acuerdo; pero ella lo era más aún. Maggie no confiaba en él en absoluto.

– Creo que quieres eximirte de la caminata -le dijo-. Me parece que eres un holgazán.

La sonrisa de Hank se hizo más amplia.

– Mientes. En realidad, crees que tengo una sola cosa en mente y yo sólo estoy hablándote con dulzura.

Maggie sintió que el calor le subía a las mejillas.

– Bueno, ya no me caben dudas de que eres el terror de Skogen.

– Cierto. Pero he cambiado. Todo eso ha quedado atrás. Hace años que abandoné esos hábitos.

– ¿Y qué hay de Linda Sue y de Holly?

Linda Sue y Holly eran parte de la familia para Hank. Se había criado con ellas. Actuaban como si fueran sus novias, pero para él hacía rato que habían perdido atractivo femenino. De hecho, desde la escuela secundaria. Y en esa época, cualquier cosa con faldas le resultaba excitante.

– Linda Sue y Holly son solamente amigas.

– ¿Se lo has explicado recientemente?

– Linda Sue y Holly son excelentes para hablar, pero pésimas para escuchar.

CAPÍTULO 5

– Cuéntame sobre las manzanas -dijo Maggie, siguiendo el sendero-. Quiero conocer cómo funciona tú manzanar.

– Bien. Cultivo cinco variedades. El manzanar original era McIntosh pero yo he incorporado Paula Reds, Empire, Red Delicious y Northern Spy. Así pude extender la temporada de crecimiento y de paso, con la mezcla de variedades, lograr una sidra más interesante -Recogió una pequeña manzana verde-. Ésta es Northern Spy. Es el tipo de manzana que quiero emplear para hacer las tartas. Es muy buena para hornear, por su dureza. Madura a fines de temporada y se conserva bien -Arrojó la manzana hacia el camino y Horacio fue corriendo a recogerla.

“De modo que tiene que ponerse a prueba”, pensó Maggie. Ella experimentaba algo parecido. Su vida no compilaba éxitos estelares, precisamente. Apenas si había logrado graduarse, mantener su cargo de docente y conservar la cordura en un pueblo como Riverside. Era una de esas mujeres que ponía las sábanas en el secarropa porque sabía perfectamente que no perderían su blancura. Qué curioso que su camino y el de Hank se hubieran encontrado. Dos desubicados que apuntaban a lograr el primer éxito auténtico de su vida. ¿Y con qué medios? Hank quería fabricar tartas y ella estaba escribiendo un libro sobre la propietaria de un prostíbulo. Eran un desastre.

Caminaron hasta llegar a un arroyo.

– Goose Creek -anunció él-. Aquí terminan mis tierras. Cuando era niño, solía pasar mucho tiempo en Goose Creek, pescando o nadando. Si sigues la corriente, verás que desemboca en una laguna grande y profunda.

Maggie se detuvo en la orilla, tupida de hierbas, y contempló el agua. Los colores del suelo eran apagados. El cielo brillaba con la luz del atardecer y Goose Creek gorgoteaba al golpear contra las rocas. Maggie pensó que aquél sería un lugar ideal para un niño: Goose Creek, vacas, a hilera tras hilera de manzanos. Un verdadero sueño dorado. Cuando tía Kitty era una niña, había chacras como ésa en las afueras de Riverside. Ahora se habían convertido en centros de compras, carreteras y viviendas. Infinidad de viviendas. E infinidad de gente. La gente desbordaba de las casas, atestando carreteras y góndolas de supermercados. Maggie solía formar fila para ir al cine, para cobrar un cheque y hasta para comprar un poco de pan. Y ahora estaba allí -sólo ella, Hank y Goose Creek. Le parecía extraño. Todo lo que oía era el murmullo de Goose Creek y el mugido de una vaca a la distancia. Una vaca. Quién lo creería.