– ¿Tu hogar no podría estar en alguna otra parte? ¿No existe ningún otro sitio en el que te gustaría vivir?
Hank se quedó mirando las cuatro budineras vacías. En realidad, no lo había analizado en profundidad. Por lo menos, desde hacía bastante tiempo. Su hogar siempre había sido la casa de su abuela, incluso cuando era sólo un niño. Allí había reído, había jugado y, también, había buscado refugio. Cuando Hank se instaló en la casa, después de la muerte de su abuela, se dio cuenta de que no era la casa en sí lo que él consideraba su hogar. Había sido su abuela. Y ahora Maggie le devolvía su carácter hogareño. El significado verdadero de la palabra iba de la mano de Maggie y por eso, Hank supuso que el hogar podría estar en cualquier parte del mundo. Se quedó perplejo al descubrir que ese sentimiento lo inspiraba una mujer a quien había conocido apenas una semana atrás.
– Supongo que cualquier lugar da lo mismo -respondió-, pero es muy difícil transportar casi cuarenta y cinco hectáreas de manzanos. ¿Cómo los empacaría?
El cuarto de Maggie se hallaba a oscuras. La ventana estaba abierta, pero no había brisa suficiente como para que agitara las cortinas; ni siquiera había salido la luna para que dibujara su trazo plateado sobre el piso de la habitación. Maggie se había despertado asustada, con el corazón latiéndole aceleradamente y la garganta hecha un nudo. Tenía miedo de abrir los ojos, de moverse; de que algún intruso advirtiera su angustiosa respiración. Trató de pensar, pero su mente parecía un callejón sin salida, anulada por el pánico. Había alguien en su alcoba. Lo presentía. Sabía que no estaba sola. Se oyó el crujido de la ropa y también, el de una madera del piso. Maggie abrió los ojos justo a tiempo para ver una sombra que se encaminaba hacia la puerta. Era un hombre. Lo primero que pensó fue que se trataba de Hank. “Ojalá que sea él”, imploró.
La sombra desapareció de prisa en la oscuridad del pasillo y Maggie oyó el gruñido de Horacio, grave a intimidante. El perro se desplazaba con andar sigiloso, persiguiendo al intruso. Maggie tenía la sensación de que toda la casa estaba conteniendo la respiración, hasta que por fin se desató la hecatombe cuando Horacio salió disparado como una flecha. El intruso bajó las escaleras estrepitosamente, a toda carrera; su única meta, eludir al perro.
Maggie se levantó. Corrió al pasillo y vio a Hank desaparecer tras Horacio. Desde el jardín de entrada, se oyó un grito espeluznante. Luego sonó la puerta de un auto cerrándose violentamente y el ruido de un vehículo que abandonaba la finca.
Maggie se reunió con Hank en el vestíbulo. Extendió su mano temblorosa para tocarlo, pero no descubrió más que su piel tibia que le ofrecía amparo. Hank sólo había atinado a ponerse a la ligera sus pantalones jeans. Ella, con su fino camisón de hilo, se arrojó contra su pecho y ante su propia desaprobación, se puso a llorar.
– ¡Estaba en mi cuarto! ¡Me desperté y lo vi moverse por la habitación! No sé qué estaba haciendo, ni cuánto tiempo estuvo allí… -Maggie balbucía, pero no podía evitarlo. Era la primera vez en su vida que se había sentido auténticamente presa del pánico. La primera vez que se había visto en peligro a indefensa. Ahora que todo había terminado, temblaba como una hoja. Apretó los dientes para que no castañetearan y presionó la frente contra el pecho de Hank. Estaba histérica, pensó… y odiaba semejante reacción. Irguió la espalda, se apartó de Hank a inspiró hondo repetidas veces-. Bueno-dijo-. Ya me siento mejor -Se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano-. Pensarás que soy una idiota por haberme puesto a llorar como una niñita malcriada.
Hank volvió a atraerla hacia sí.
– Si hubiera sabido que por el miedo te lanzarías sobre mí de ese modo, anoche mismo habría contratado a alguien para que irrumpiera en tu alcoba -Le besó la cabeza y siguió la curvatura de su columna con las manos, disfrutando de la calidez de su piel a través del género delgado. La abrazó con más fuerza, hasta que la muchacha estuvo bien apretada contra él. Hank le había contestado una tontería, pero en realidad, no había tomado el episodio tan a la ligera. Estaba furioso porque alguien se había atrevido a violar su propiedad y horrorizado porque el intruso hubiera elegido el cuarto de Maggie.
Maggie apoyó la mano abierta sobre su pecho.
– El corazón te late a toda velocidad.
– Es por tu camisón.
Maggie le dio una bofetada en broma, pero él se mantuvo serio.
– Todavía no estoy dispuesto a soltarte -le dijo-. Si quieres que te sea totalmente franco, confieso que tal vez me haya asustado más que tú. Que un baboso se haya metido en tu habitación me revuelve el estómago -Hundió la cara en la cabellera rojiza de Maggie y se juró que no volvería a repetirse. No bien amaneciera, instalaría cerraduras en toda la casa. Además, dispuso que, a partir de esa noche, Horacio durmiera en el cuarto de Maggie.
Elsie se presentó en el vestíbulo refunfuñando. Llevaba unas pantuflas azules enormes, bastante deterioradas y un batón largo, también azul. Se le había parado la corta cabellera grisácea, formando enmarañados mechones electrizados.
– ¿Pero qué mierda pasa aquí? Parece que alguien hubiera estado arrojando pelotas de plomo por la escalera. Hay hombres gritando afuera, perros ladrando. Yo ya estoy vieja. Necesito dormir bien.
– Alguien irrumpió en la casa -explicó Maggie-. Estaba hurgando en mi cuarto y luego Horacio salió por la escalera corriendo tras él.
Elsie se quedó boquiabierta.
– Por todos los demonios -Entrecerró los ojos y apretó los labios-. Bueno, me gustaría pescarlo la próxima vez. A partir de hoy, estaré esperándolo. ¿Sabe? Yo sé cómo protegerme.
– ¿Dónde está Horacio? -preguntó Maggie-. ¿Se encuentra bien?
Hank miró hacia afuera, por la puerta abierta.
– La última vez que lo vi, iba persiguiendo un auto -Hank silbó entre dientes y Horacio vino brincando hasta la galería. Entró en la casa al trote y arrojó un trozo de género de algodón a los pies de Hank.
Elsie recogió el material rasgado.
– Ajá -dijo-. Esto es de un puño. Si yo fuera perro, le habría enterrado los dientes un poquito más arriba -Devolvió el trapo a Horacio y le palmeó la cabeza-. Buen perro. No eres un asesino, pero te defiendes bastante bien -Giró sobre sus pantuflonas azules y se encaminó hacia su cuarto-. Me vuelvo a la cama. Avísenme si vuelve a suceder algo emocionante.
Hank cerró la puerta principal y resopló por la cerradura. Era vieja ya y no tenía la llave. Temía que, si en algún momento lograba cerrarla, le resultaría imposible volver a abrirla.
– La repararé no bien abra la ferretería -dijo a Maggie-. ¿Tienes idea de qué estaba haciendo ese tipo en tu cuarto?
Maggie meneó la cabeza.
– Cuando alcancé a verlo, ya iba hacia la puerta.
Hank miró el reloj de péndulo que había en la pared del vestíbulo.
– Son las tres y media. ¿Por qué no subes a tu habitación? Mientras tanto, revisaré toda la casa para verificar si ha robado algo.
– Yo revisaré arriba.
Media hora después, estaban sentados uno junto al otro sobre el borde de la cama de Maggie. Llegaron a la conclusión de que nada había sido robado. El único cuarto en el que el intruso había estado era el de Maggie, donde había requisado los cajones de la cómoda, dejando un tremendo desorden.
– Esto no me cuadra -dijo Hank-. Tenías casi cincuenta dólares en billetes de a uno desparramados sobre la cómoda. Y los dejó. Tampoco se llevó tus aros de perlas, ni tu reloj ni tu grabadora. ¿Qué rayos estaba buscando, entonces?
Una idea tonta se cruzó por la mente de Maggie. Ridícula, a su juicio. “Me estoy poniendo paranoica”, pensó. Pero cuando miró a Hank, se dio cuenta de que a él se le había ocurrido lo mismo.