– No creerás que estaba buscando el diario, ¿no?
– Es difícil de creer. Estoy seguro de que muchos piensan que tiene un contenido bastante pesado, pero no me entra en la cabeza que alguien se meta en una casa sólo para apoderarse de un libro porno.
Maggie arqueó las cejas.
– De acuerdo. De acuerdo -dijo él-. Admito que yo también lo he pensado, pero debes reconocer que no tiene ningún sentido. No estamos hablando de la lámpara de Aladino, sino de un viejo diario. Conozco a todos los habitantes de Skogen y no creo que nadie desee ese diario lo suficiente como para arriesgarse a irrumpir en mi casa de ese modo.
– ¿Acaso son todos demasiado honestos?
– No. Pero todos los posibles candidatos son demasiado cómodos.
– Tal vez no sea ningún habitante de Skogen -aventuró Maggie-. Quizás, el rumor se haya corrido en todo el estado; en todo el país.
– Puede ser que alguien te haya seguido desde Nueva Jersey. Este asunto podría ponerse muy serio -concluyó Hank, echándose hacia atrás sobre la cama-. Será mejor que duerma aquí esta noche, para asegurarme de que estás bien protegida.
– Jamás te rindes, ¿eh?
– Ésta es una situación de emergencia.
Maggie lo vio despatarrado en su cama y tragó saliva. Era magnífico. Suave, bronceado, esbelto, con un vientre chato y una sedosa línea de vello castaño que desaparecía bajo sus pantalones de jean. Se había subido el cierre pero había omitido abrochar el botón. “Menos mal que no soy una de ésas que pierde la cabeza por una masa perfecta de piel y músculos”, pensó. Aunque, en realidad, debía admitir que el control se le estaba yendo de las manos. Pasar el resto de la noche con él tenía cierto atractivo. Un atractivo que no se relacionaba en lo más mínimo con su seguridad personal, pero que sí tenía mucho que ver con la imperiosa ráfaga que la envolvió ante su presencia. La necesidad de tocarlo era casi devastadora. Si Maggie no hubiera tenido tanta experiencia, habría cedido a su impulso. Sin embargo, consideró la cuestión con curiosidad y también con cierta sorpresa. Nunca había ansiado conocer a un hombre con tanto ahínco. Nunca había necesitado que la amaran. Se preguntaba si él sentiría lo mismo. Y al instante confirmó sus sospechas abruptamente… Hank era el maniático sexual de Skogen. Probablemente sentiría eso por cada mujer que conocía. La decepción la golpeó con la fuerza de una bofetada en plena cara. Entrecerró los ojos y frunció la nariz.
– Te doy treinta segundos para que te largues de mi cama, mujeriego indiscriminado.
Maggie advirtió que Hank abandonaba su expresión relajada y afectuosa, para asumir otra de dolor y sorpresa; después, de ira. Fue un golpe bajo, pensó ella, con desazón.
Se levantó y llamó a Horacio con un silbido. El perro entró trotando en el cuarto de Maggie y miró a su amo, expectante.
– Quédate aquí -le ordenó. Sin molestarse siquiera en volver la vista atrás, se retiró de la habitación con pasos gigantescos y dio un portazo detrás de sí.
Hank pensaba que Maggie había aprendido a conocer al hombre que realmente se ocultaba tras esa mala reputación. Había sido honesto con ella en todo momento. Giró sobre sus talones y regresó al cuarto de Maggie abriendo abruptamente la puerta.
– ¡Hay que tener agallas para tacharme de mujeriego indiscriminado! Desde que llegaste, mi comportamiento no ha dado lugar a reproches.
– ¡Sólo hace tres días que vivo en esta casa! -gritó ella-. ¿Pretendes impresionarme con sólo tres días de abstinencia? Y, según me han informado, has tenido ciertos encuentros furtivos por las noches y has incendiado graneros.
Hank sintió que la sangre acudía a su rostro en un incontenible torrente. Se marchó a su habitación hecho una furia y cerró la puerta con violencia.
Maggie se levantó de la cama como un resorte.
– ¡Y no vuelvas a meterte en mi habitación sin llamar! -vociferó. También ella cerró la puerta violentamente. Se arrojó sobre la cama y se tapó con el acolchado hasta el mentón. Refunfuñó durante un rato y se dio vuelta, acomodando la cabeza en la almohada-. ¡Hombres! -masculló-. ¡Puaj! -Siguió dando vueltas y vueltas, hasta que las cobijas quedaron completamente enmarañadas. Se levantó, rehizo la cama y con más serenidad, se volvió a acostar. Tenía calor. Estaba cansada y arrepentida. No debía haberle refregado en la nariz lo del granero incendiado-. ¿Por qué seré tan testaruda? -preguntó. Una lágrima rodó por su mejilla. Quería que Hank la amara. Sólo a ella. No quería ser otra más de su colección; una conquista como cualquier otra. Pretendía ser especial, en lugar de pasar a engrosar la lista de sus otras novias y correr idéntico destino. No deseaba ser una admiradora de Hank Mallone.
Elsie golpeó ruidosamente sobre la mesa los recipientes con cereal.
– El que no coma esto aunque no le guste, cenará hígado esta noche.
Hank hacía bulla con su periódico y Maggie tamborileaba la cuchara contra su taza de café.
– Me enferman esos golpecitos con la cuchara -protestó Elsie-. Hoy me levanté terriblemente fastidiosa. Casi no pegué un ojo en toda la noche. Bastante con que hayamos tenido que soportar a un loco que se metiera a revolver la casa como para tener que aguantarlos a ustedes dos después, con una batalla de gritos y portazos. Descansaba más cuando vivía en el instituto geriátrico. Lo máximo que una escuchaba era el ruido de alguna taza de noche que se cayera. Ah, y aquella vez en que Helen Grote pisó la cola del gato con su bastón -El recuerdo la hizo sonreír-. Eso fue algo especial.
Hank dobló el periódico y lo colocó sobre la mesa, junto a su bol con avena. Miró furioso a Maggie durante breves segundos y luego empapó sus cereales con leche.
Maggie lo miró de la misma manera. Bien. Si Hank se empecinaba en su conducta infantil y quería guerra, guerra tendría. Por ella, no había problema, pensó. Podía seguir enojada indefinidamente. Después de todo, era la mujer más cabeza dura de Riverside. Podía enseñar a Hank un par de cosas. El único problema era que no quería seguir enfadada. Quería acurrucarse contra Hank mientras comía sus cereales, rodearle el cuello con los brazos y besarle la coronilla de la cabeza. Tenía el cabello recién lavado, brillante, tentador al beso. Su mejilla ofrecía la misma invitación. Y su boca… Maggie suspiró ante la sola idea de poder besarlo en la boca.
El suspiro le hizo levantar la vista de su bol. Miró a Maggie pero no le dijo nada. Parecía molesto.
– Disculpa -gruñó ella entre dientes-. ¿Mi suspiro te ha molestado?
– No seas tan vanidosa. Necesitas mucho más que un suspiro para que repare en tu presencia.
Elsie soltó un gruñido de desaprobación y plantó una bandeja con torrijas sobre la mesa.
– ¿Se puede saber por qué cuernos están tan alterados ustedes dos? Este es el matrimonio falso más realista que he visto en toda mi vida. Si deciden casarse de verdad, un poco nada más, tendrán que divorciarse.
Se abrió la puerta trasera y entró Bubba.
– Por el olor, sabía que había torrijas.
Elsie se paró con las manos en las caderas.
– ¿Cuántas piensa comer?
– Con una estará bien -le contestó Bubba-. No se moleste.
Elsie sacó más huevos de la heladera.
– ¿Usted no tiene casa? -preguntó-. ¿Por qué no se ha casado?
– Porque no soy de los que se casan -respondió Bubba-. Además, no estaría bien atarme a una sola mujer. No sería justo para todas las otras muchachas que mueren por obtener mis atenciones.
Maggie se escondió detrás de su mitad de periódico e hizo un gesto burlón.
– Es especialmente crítico que yo mantenga mi soltería ahora que han sacado de circulación a Hank -dijo Bubba-. Alguien tiene que hacer el trabajo duro -Meneó la cabeza-. Todas esas mujeres, con el corazón destrozado… -Suspiró y vertió abundante almíbar sobre cuatro torrijas-. Esto casi me ha agotado.