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– ¿Cree que deberíamos organizar una fiesta? -preguntó a Hank Mallone-. ¿Le parece bien una recepción después de la boda?

El rostro de Mallone reflejó una expresión de auténtico espanto. Apenas si podía pagarse la hamburguesa que tenía frente a sí como para soñar con la descabellada idea de una fiesta de bodas. No tenía ningún par de zapatos negros; odiaba la pompa y las ceremonias; no sabía bailar y, por sobre todas las cosas, Maggie Toone no reunía ni remotamente los requisitos que él exigía en una candidata a esposa.

– No -contestó sin rodeos-. No me parece bien que organicemos una fiesta de bodas.

Maggie miró a su alrededor como al pasar. El restaurante no era horrendo, pero tampoco de lo mejor. Apenas superior a cualquier bar de comidas rápidas. Las plantas que colgaban del cielo raso eran naturales y el piso estaba relativamente limpio. Decidió que todo podía haber sido peor. El hombre podía haberla invitado a lo de Jake el Grasiento a comer salchichas con chili.

– Fue sólo una idea -sonrió ella-. Me encantan las fiestas.

Sorprendido al advertir que le correspondía la sonrisa, Hank se obligó a endurecer su expresión al instante. Supuestamente estaban compartiendo un almuerzo de negocios. Había citado a esa mujer para alquilarla como esposa y tenía ideas bien concretas al respecto. Había solicitado a la agencia que la candidata fuera una fría rubia de ojos azules y largos cabellos lacios recogidos en un rodete sobre la nuca. Su esposa ideal tendría que ser sofisticada y recatada; la anfitriona perfecta para lucir un traje sastre o un modesto vestido negro. En síntesis, debía ser una mujer que le provocara un rechazo absoluto.

Pero Maggie Toone no reunía una sola de esas condiciones. Se trataba de una muchacha endiabladamente bonita, de cabellos rojizos que flameaban rebeldes en apretados ricitos. Tenía la nariz respingada, penetrantes ojos verdes y pecas por todas partes; además, unos cuantos centímetros menos que la escultural esposa que él había encargado. Su voz era demasiado ronca; la risa, contagiosa por demás.

– Lo lamento, señorita Toone -le dijo-, pero me temo que usted no es exactamente lo que busco.

– ¿Y qué es lo que busca?

– Una rubia.

– Puedo ser rubia.

– Sí, pero yo quería una mujer más alta.

– Puedo ser más alta.

– No es nada personal -insistió él-. Si yo me hubiera lanzado al mercado a buscar una esposa de verdad, usted sería la primera de la lista. Pero desgraciadamente, no creo que sirva para esposa ficticia. Necesito alguien diferente.

Maggie se inclinó hacia adelante, apoyando un codo sobre la mesa.

– Señor Mallone, no sé cómo decirle esto, pero me contrata a mí o a nadie. Soy el único recurso de la agencia. Ninguna mujer se ha desquiciado a tal punto como para aceptar un trabajo de esposa e irse a vivir a los quintos infiernos de Vermont durante seis meses.

– ¿Me está tomando el pelo? Este es un empleo maravilloso. Vermont es muy bonito. Le ofrezco casa y comida y, además, le queda el sueldo limpio. Hasta he contratado una mucama -La estudió con detenimiento-. Si es un trabajo tan denigrante, ¿cómo es que usted se ha postulado? ¿Cuál es su problema?

La pregunta la confundió un poco, ya que, en el fondo, a ella la angustiaba la misma inquietud. ¿Cuál era su problema? ¿Por qué jamás estaba a gusto con los convencionalismos? Tía Marvina sostenía que Maggie se la pasaba haciendo locuras para llamar la atención. Pero Maggie sabía que no era cierto. Nunca le había interesado la atención de los demás. Simplemente, su escala de prioridades era diferente. Dejó de lado sus dudas y, desafiante, alzó apenas la nariz.

– Soy profesora de inglés en la escuela secundaria y me he tomado una licencia de un año para escribir un libro. Vermont sería un lugar ideal para mí -Cualquier ciudad que estuviera a más de trescientos kilómetros de Riverside lo sería, pensó. Amaba a su madre y a su tía Marvina, pero necesitaba alejarse de aquel pequeño pueblo de casas de ladrillos, calles sinuosas y minas de arcilla.

Examinó a Hank Mallone y se preguntó si estaría haciendo lo correcto. Tenía el pelo oscuro, casi negro y un tanto largo para ser el magnate que ella esperaba. En la agencia de empleos le habían dicho que era presidente del directorio de Mallone Enterprises, aunque más bien parecía un modelo de alguna publicidad de cerveza. Espesas cejas negras enmarcaban sus ojos, armonizando con el bronceado de su tez. La nariz era recta; la boca, tierna y sensual; su cuerpo, perfecto; hombros anchos, caderas estrechas y una masa muscular cuyo volumen superaba con creces las expectativas de cualquier ejecutivo.

– En la agencia de empleos me informaron que usted es presidente del directorio de Mallone Enterprises. ¿Es así?

El rostro de Hank se encendió.

– Me temo que han exagerado un poco las cosas. Soy propietario de los Manzanares Mallone y de una pequeña fábrica. En realidad, no es una fábrica. La llamamos así porque en Skogen, Vermont, no existe ninguna fábrica auténtica. En realidad, sólo se trata de un gran galpón de metal corrugado, donde la señora Moyer y las mellizas Smullen preparan las tartas. Luego las vendemos en la tienda de ramos generales de Mamá Irma.

La idea de alquilar una esposa le había parecido magnífica el día anterior, cuando se puso en contacto con la agencia de empleos. Pero ahora que tenía a la candidata frente a frente, Hank Mallone se sentía como un reverendo idiota. Los hombres normales e inteligentes no salen por allí a alquilar esposas. ¿Cómo podía explicar su imperiosa necesidad de procurarse un cónyuge de inmediato sin aparecer como un infeliz? Lo último que necesitaba era ponerse en ridículo ante la dama que tenía frente a sí. En un primer momento, su intención fue contratar una mujer a la que pudiera ignorar fácilmente, pero terminó con una bomba pecosa que lo incitaba a pensar en los arreglos de alcoba. Sus planes se desbarataban. Si se llevaba a Maggie Toone a casa, su vida se convertiría en un infierno. Vagamente, consideró la posibilidad de consultar con otra agencia, pero sabía que ya era demasiado tarde. Estaba atrapado. Ignoraba la razón exacta, pero tenía plena conciencia de que era incapaz de negar algo a aquella versión adulta de la Huerfanita Annie. Si ella deseaba instalarse en Vermont para escribir su libro, Hank removería cielo y tierra para darle el gusto. Apretó los labios con expresión de contrariedad.

– ¿Y bien? ¿Qué me dice? ¿Todavía quiere el empleo?

Maggie ya lo había decidido, pero pensó que no le vendría nada mal torturarlo un poco.

– En la agencia me informaron que usted sólo deseaba una mujer que estuviera en la casa y de vez en cuando hiciera de anfitriona. ¿Correcto?

– Sí.

– ¿No me pediría nada más?

– No.

Maggie le dirigió una prolongada y pensativa mirada. Si ese hombre estaba tan desesperado por conseguir una esposa, ¿por qué simplemente no salía a buscarla y se enamoraba de verdad? Era un tanto sospechoso.

– ¿Qué problema tiene usted? ¿Es… raro?

El color reavivó las mejillas de Hank.

– ¡No, Dios santo!, necesito una esposa sólo por algunos meses -Se llevó una mano al cabello-. Quiero reinvertir en mi empresa para expandirla, pero todos los bancos locales se niegan a otorgarme crédito. Desconfían de mi estabilidad como ciudadano.

Maggie arqueó las cejas.

– ¿Y por qué?