– Maggie, ¿qué sucede?
La muchacha levantó la cabeza y lo miró. Tenía el rostro enrojecido y las mejillas bañadas en lágrimas.
– Es tan ho… rri… ble… -sollozó. Su respiración se entrecortaba.
Hank la sacó de la silla, ocupó su lugar y la sentó sobre su falda para abrazarla. Le apartó el cabello del rostro y esperó a que se sonara la nariz. Pensó que se le destrozaría el corazón. No tenía idea de por qué estaba tan desesperada.
– Cuéntamelo todo, cariño. ¿Qué es tan horrible?
– J… J… Johnny McGregor. Ella lo amaba con toda el alma. Era her… mo… so. Pero él no podía casarse con ella.
– ¿Ella?
– Tía Kitty. Él no podía casarse con ella, porque tenía una esposa inválida y una hijita.
– Déjame entender esto claramente. ¿Estás llorando a moco tendido sólo porque Johnny McGregor no pudo casarse con tía Kitty?
– Está todo en el segundo capítulo. Acabo de terminarlo. Es m… m… maravilloso -Se secó las lágrimas de los ojos y aspiró una gran bocanada de aire-. Eran novios, pero sus padres se oponían a la boda. El padre de tía Kitty la envió a Boston a vivir con unos parientes y, una vez allí, ella descubrió que estaba embarazada. Entonces, los padres de él la consideraron una mujerzuela. Tía Kitty y John se enviaban cartas, pero jamás recibieron ni una, ninguno de los dos. Tía Kitty tuvo a su hijo en Boston, convencida de que John la había abandonado. Johnny se casó con su prima tercera, Marjorie.
Hank decidió que, aunque viviera cien años, nunca entendería a las mujeres.
– Cuando el padre de tía Kitty murió, ella volvió al pueblo para asistir al funeral y allí se encontró con Johnny, por la calle. Fue como si jamás se hubieran separado. Todavía se amaban, pero Johnny estaba casado; su esposa era muy frágil y tenían una hija pequeña.
– Él debió haberla esperado -opinó Hank-. Debió haber ido a buscarla. Para mí, ese McGregor fue un idiota.
Maggie sonrió entre sollozos. Hank era más luchador que Johnny McGregor. Hank se habría salido con la suya a espaldas de sus padres. No se habría quedado de brazos cruzados viendo cómo el padre de su novia la alejaba de su lado.
– ¿Y dónde transcurrió todo eso? ¿En Riverside?
– No. Tía Kitty y Johnny vivieron en Easton, Pennsylvania. Tía Kitty decidió quedarse allí, para estar cerca de Johnny, y, después de épocas muy duras, se hizo amiga de una mujer que tenía un burdel. Una cosa fue llevando a la otra, hasta que por fin fue ella la que tomó las riendas del negocio. Se mudó a Riverside cuando ya era vieja.
– Y tú has escrito todo eso en tu libro, ¿eh?
– En el segundo capítulo -Suspiró por segunda vez y se levantó de la falda de Hank-. Fue muy emocionante.
– Ya veo -Llenó a medias una copa con el Chablis helado que había traído y se la entregó a Maggie.
La muchacha aceptó la copa y la sostuvo en la mano un rato antes de beberla. Observó a Hank mientras se servía vino en la suya y sonrió cuando las dos se chocaron en un brindis.
– Por tía Kitty -dijo él. Bebió un sorbo de vino y apoyó la copa sobre el escritorio. Tomó el frágil libro con tapas de cuero, que Maggie había dejado allí, abierto-. ¿Te importa si leo esto?
– Creo que a tía Kitty no le habría importado. Es el primer volumen. Empezó a llevar el diario a los dieciséis.
Hank leyó la primera página y bebió un poco más de vino. Luego siguió pasando las páginas, leyendo una que otra al azar.
– Realmente, esto es muy interesante.
– Pareces sorprendido.
– Siempre he creído que los diarios de las muchachas eran una cursilería; un compendio de mentiras y exageraciones que luego dejaban por allí, como al descuido, para que sus amigas los leyeran.
– En mi opinión, los más interesantes son los diarios intermedios. Allí detalla la contabilidad del burdel. Es un relato histórico sin precedentes.
Hank escogió uno de los diarios intermedios y comenzó a leer. Abrió los ojos desmesuradamente y en sus labios se dibujó una amplia sonrisa.
– ¡Guau! Tenías razón. Decididamente, esto es mucho más interesante. Tía Kitty tenía un don especial para manejar las palabras.
– ¿En qué página estás?
– Cuarenta y dos. Donde habla de Eugenia y el vendedor de botones.
– ¡Dame ese libro!
Hank se alejó de Maggie, levantando el diario bien alto, para que ella no pudiera alcanzarlo.
– “Todos los meses, Eugenia esperaba que el vendedor de botones llegara al pueblo” -leyó Hank-. “Eugenia se ponía su vestido rojo transparente y sus provocativas ligas rojas y negras…” -Maggie se abalanzó sobre el diario, pero Hank la acorraló contra la pared. Sus ojos danzaban, traviesos-. ¿Tú usas ligas, Maggie?
– ¡Estás estrujándome!
– Basta de forcejeos. No… Pensándolo bien, creo que me gustan los forcejeos.
Automáticamente, la muchacha se quedó quieta.
– Voy a gritar para que venga Elsie.
– Gallina.
– Te apuesto lo que quieras.
Hank siguió leyendo en voz alta-: “… y Eugenia usaba su mejor perfume francés, el más caro, que aplicaba estratégicamente en cada lugar de su cuerpo donde latían sus pulsaciones. En el cuello…” -Hank bajó la cabeza y besó meticulosamente el cuello de Maggie, exactamente donde sintió sus pulsaciones-. “… en las muñecas…” -La boca de Hank descendió hacia la muñeca de Maggie, lenta y apasionadamente-. “… en el ardiente valle de sus generosos pechos…”.
Maggie sintió que se quedaba sin aire. El pecho le ardía. Las palabras de Hank hacían eco en su mente; su voz, una melodía dulce y resonante. El deseo se apoderaba de ella desde adentro, exteriorizándose en vibraciones que le aflojaban las piernas.
Hank le había abierto la pechera de su camisa de algodón. Maggie era consciente del atrevimiento, pero no podía hacer nada para detenerlo. Deseaba sentir aquellos labios sobre sus pechos y cuando los labios de Hank por fin rozaron la piel que desbordaba de su sostén de encaje, Maggie se estremeció.
– ¿Debo continuar? -preguntó él.
– Sí -Apenas pudo esbozar la respuesta. Apenas alcanzó a escucharla, por los potentes latidos de su corazón.
– “Perfumaba sus pezones…” -leyó, improvisando. Cubrió el pecho de Maggie con su mano grande, moldeándolo en su palma. Lo sintió suave y voluptuoso y creyó que el amor que le inspiraba lo haría estallar. Y si no explotaba de amor, seguramente lo haría de pasión. Se adelantó con el pensamiento y concluyó que a la tal Eugenia sólo le quedaba un maldito lugar que perfumar. Si Maggie le dejaba poner la mano ahí, sería el fin. Pensó en Elsie, atareada en la cocina, y se preguntó por qué demonios habría empezado todo eso.
También Maggie se anticipó con los pensamientos.
– Basta -susurró-. Detente ya mismo.
Él se dejó caer sobre ella.
– ¿Alguna vez has visto llorar a un hombre grande?
De nervios, Maggie se puso a reír tontamente.
– No será para tanto.
– Para ti es fácil decirlo.
– Tenemos que hablar.
– Ajá.
Maggie apoyó ambas manos, bien abiertas, sobre el pecho de Hank, para alejarlo un poco. Pero él se negó a moverse.
– Seré completamente honesta contigo. Me atraes mucho. No tardaría mucho en enamorarme de ti y cometer una estupidez, como por ejemplo, acostarme contigo.
– ¿Y por qué sería una estupidez?
– Porque no soy como tú. Para mí, el amor es algo serio. Sufriría. Me destruiría.
Hank frunció el entrecejo.
– ¿Y por qué crees que el amor no es para mí?
– Porque me parece que tú concepto sobre la vida difiere mucho del mío.