Hank la tomó por los hombros y la sacudió suavemente.
– Tú no tienes ni la más remota idea de cuál es mi concepto sobre la vida. No sabes nada de mí. Sólo conoces algunas historias. Dame una oportunidad, Maggie. Compruébalo por tus propios medios.
– No quiero darte una oportunidad. Aún nos restan seis meses de convivencia. No quiero que la situación se torne más engorrosa de lo que ya es hoy. Aunque fueras la persona correcta para mí, esto no resultaría. Skogen es la réplica de Riverside. Soy el tema del día de toda la chusma del pueblo. Otra vez me he transformado en la loca Maggie Toone. Y seguramente no habrá hombre ni mujer, ni niño, en un radio de setenta kilómetros, que no esté ansioso por enterarse de mi última locura.
– Te equivocas. No eres la loca Maggie Toone, sino la loca Maggie Mallone.
– No quiero enamorarme de ti.
– Bien. Haz lo que creas necesario para impedirlo, pero no creo que te sirva de mucho -La soltó y retrocedió un paso-. ¿Y qué pasa conmigo? Para mí ya es demasiado tarde, Maggie, pues ya me he enamorado de ti.
La incredulidad rápidamente reemplazó la dicha inicial que Maggie había experimentado.
– Supongo que ése es tu problema.
– Error. Es tu problema, porque haré todo lo que crea necesario para que tú también te enamores de mí.
– ¿No fue anoche mismo que me dijiste que ya no harías más avances conmigo?
– Cambié de parecer.
– ¿Y por qué?
– Pues no lo sé. Cuando te vi llorando desconsolada, lo único que quise fue serenarte y terminé tratando de seducirte. Sin embargo, en la transición entre una cosa y la otra descubrí que no podría disimular mis… sentimientos.
Maggie sonrió.
– Cierto. Tus sentimientos fueron más que evidentes.
– Y estás equivocada con respecto a Skogen. Es un lugar agradable para vivir. Creo que necesitas conocer a algunos habitantes de este pueblo. Adoran los chismes, pero sanamente. Para ellos el chisme constituye un juego recreativo. Como no tenemos cines, ni grandes centros de compras, la gente mata su tiempo intercambiando información falsa.
– No sé si deseo conocer a otros residentes de este pueblo -Sabía que la suya no era una actitud positiva. Después de todo, estaba obligada a asumir el papel de esposa-. De acuerdo. Retiro lo dicho. Quiero conocer a los habitantes de este pueblo. ¿Qué tenías pensado? Espero que no haya sido otra cena.
– El próximo viernes habrá un baile en el rancho.
¿Acababa de invitarla espontáneamente? ¡Si detestaba los bailes!
– ¿Un baile? -El rostro de Maggie se iluminó-. Me encantan los bailes. ¿Qué clase de baile es?
¿Y cómo iba Hank a saberlo? Jamás había ido a ninguno.
– Un baile común y corriente, supongo. Elmo Feeley, Andy Snell y otros muchachos han formado una banda.
– ¿Una banda en vivo? ¿Y la pista de baile es de madera?
– Puede ser.
Horas después, Maggie estaba acostada, pero con los ojos muy abiertos. No podía conciliar el sueño. Por supuesto que estaba enamorada. Y por supuesto que no lo admitiría frente a Hank porque enamorarse de Hank Mallone implicaba una situación en la que todos salían perdiendo. Sin embargo, era excitante; aunque también aterrador… No en el sentido negativo de la palabra. Esa clase de peligro nunca la había perturbado. Aquello era terror auténtico; el terror que se anudaba en la boca de su estómago; el terror que la abrumaba en cualquier momento del día, cuando estaba distraída. Y eso era mucho más nocivo que escribir malas palabras en la puerta del colegio.
Se oyeron pasos sigilosos, como de alguien con pantuflas, en el pasillo. Maggie advirtió que alguien giraba el picaporte de su puerta, lentamente y con sumo cuidado. Su habitación estaba a oscuras y también el corredor. Como no había luz, Maggie no pudo discernir con claridad el rostro de la persona que había abierto la puerta de su cuarto, pero tuvo el presentimiento de que se trataba de Elsie. Era la única que usaba pantuflas en la casa.
– No se mueva -susurró Elsie-. Y tampoco hable. Hay un hombre que trata de subir hasta su ventana, desde afuera.
– ¿Qué?
– ¡Shhh! Le dije que no hablara. Voy a dar una buena lección a ese tipo. Cuando termine con él, juro que no le van a quedar ganas de subirse a ninguna escalera por un largo tiempo.
Fue entonces cuando Maggie notó el brillo del caño de un arma entre las sombras. Elsie estaba precisamente a su lado. Sostenía el arma entre ambas manos, al igual que los policías de las películas que Maggie había visto tantas veces.
– No se preocupe por nada -le dijo Elsie-. Ya he hecho esto anteriormente. Sé dónde tengo que apuntar.
Una silueta negra se dibujó en la ventana, bastante alejada de la cama. La hoja de un cuchillo recorrió el perímetro de los cristales y Maggie pudo ver que se trataba de un hombre que llevaba algo sobre la cara. Una media de mujer, quizás. Tanto ella como Elsie habían buscado refugio en la oscuridad del cuarto, pero el intruso tenía la luz de la luna como fondo. Se inclinó para entrar en la habitación y Elsie accionó el gatillo.
Maggie tuvo la sensación de estar parada junto a un obús. El estrépito fue ensordecedor. El caño lanzó una llamarada. El olor a humo y a aceite laceró sus fosas nasales. El hombre que estaba en la ventana gritó de miedo y desapareció. Se oyó un golpe seco cuando su cuerpo dio contra el suelo, seguido del ruido metálico de la escalera, que seguramente había caído sobre él.
– ¡Caray! Me entusiasmé y disparé demasiado pronto -se lamentó Elsie-. Ni siquiera había pasado la mitad del cuerpo por la ventana. Tal vez sólo le haya dado en el corazón.
Hank entró corriendo en la habitación, subiéndose el cierre de sus jeans.
– ¿Qué carajo fue eso?
– Elsie disparó a un tipo que estaba trepando por una escalera -explicó Maggie-. Quería meterse en mi cuarto.
Hank se acercó a la ventana y miró por el vidrio roto.
– No creo que lo haya herido de gravedad. Lo veo alejarse entre los manzanos. Mejor dicho, no creo que haya dado en el blanco, porque en esta pared hay un agujero del tamaño de una uva. ¿Cuántas veces disparó, Elsie?
– Sólo una. Ese sujeto se esfumó tan pronto que no me dio tiempo a dispararle por segunda vez.
– ¿Alguna de las dos pudo verlo bien?
– El muy maricón llevaba una media de mujer sobre la cabeza -dijo Elsie-. Casi no alcancé a verlo.
– Yo tampoco pude verlo bien -agregó Maggie-, pero me pareció más robusto que el anterior. Creo que se trataba de otra persona. Hasta el grito fue distinto.
– Yo lo oí husmear por la casa -continuó Elsie-. Cuando logré asomarme por una ventana, él ya estaba trepado a la escalera. Por eso, tomé mi pequeño Leroy y subí al cuarto de Maggie.
Con mucha cautela, Hank tomó el arma de las manos de Elsie y vació el cargador.
– ¿El pequeño Leroy?
– Lo compré cuando vivía en Washington, en una de esas ventas de garajes. El hombre que me lo vendió lo había bautizado así en honor a un amigo suyo, que también era aparatoso y muy rudo.
– Será mejor que deje al pequeño Leroy bajo mi custodia, por seguridad -aconsejó Hank.
Elsie se guardó el arma en el bolsillo de la bata.
– Nunca voy a ninguna parte sin mi pequeño Leroy. Las viejas tenemos que protegernos solas, ¿sabe? Ya no puedo reducir a un tipo con una toma de karate. No me muevo con la misma rapidez de antes. A veces, cuando está por llover, me duele la rodilla, a causa de la artritis -Se volvió, para bajar la escalera-. Voy a prepararme un sándwich de carne fría. Siempre se me despierta el apetito cuando me desvelo en mitad de la noche.
Hank cerró las persianas y las cortinas de la ventana.
– ¿Dónde está Horacio? ¿No hemos convenido en que dormiría aquí?
– Se metió debajo de la cama cuando Elsie tiró a ese pobre diablo de la escalera. Debe de seguir escondido allí.