– No puedo culparlo -dijo Hank-. No sé qué es peor; si los intrusos que tratan de violar mi propiedad, o Elsie armada con ese artefacto.
– Tal vez debamos dar parte a la policía.
– Ya he hablado con Gordie Pickens sobre el primer incidente. Él es el comisario en esta jurisdicción del condado. Si lo llamo ahora, seguramente lo despertaré. Haré la denuncia mañana a primera hora -“Y mañana iré al pueblo para ver quién camina cojeando -pensó-. Si bien no estaba herido de bala, por la caída tendría que haberse lesionado la pierna como mínimo.”
– Demasiada coincidencia -dijo Maggie-. Alguien anda detrás del diario.
– ¿Lo guardaste en un sitio seguro?
– Entre el colchón y el colchón de resortes.
Hank se tendió en la cama, bien estirado.
– Perfecto. Entonces podré quedarme aquí toda la noche, así te protejo a ti y al diario al mismo tiempo.
Maggie le echó una mirada de desaprobación en la oscuridad.
– ¿Y quién va a protegerme de ti?
– No necesitas que te protejan de mí. Esta noche seré tú ángel guardián. Me quedaré junto a ti para cuidarte.
– Para ser totalmente honesta, no creo correr un gran peligro. Esta gente no me parece muy inteligente. Dudo que estemos frente a delincuentes profesionales.
– Tienes razón. Sus destrezas físicas dejan mucho que desear.
– ¿Crees que podría tratarse de alguna travesura? Me refiero a alguien que quiera jugarte una broma.
– Difícil. Aun en mis épocas de mayor rebeldía, jamás se me habría ocurrido irrumpir en la casa de nadie. De todas maneras, cualesquiera sean los móviles, creo que Elsie ha logrado asustarlos.
– ¿Entonces por qué te quedarás a pasar la noche aquí?
– No quiero desperdiciar la oportunidad de acostarme contigo -Se estiró, la tomó y la atrajo contra su cuerpo-. ¿Qué te parece? ¿Estás cómoda?
– En realidad…
– Estupendo -dijo él, abrazándola-. Esto será una suerte de experimento. Así dormiríamos si fuésemos amantes de verdad, aunque por supuesto, completamente desnudos. Tendrás que usar tu imaginación en esto de la inexistencia de la ropa -murmuró sobre su pelo.
– No empieces.
– Se me ocurrió que era necesario que prestaras atención a esto. Ya sabes, los detalles tienen su importancia.
– Ajá.
Hank pasó una pierna por encima del cuerpo de Maggie y cerró la mano sobre sus costillas.
– ¿Puedes imaginar cómo sentirías mi mano si estuvieras desnuda?
– ¡Otra vez la misma historia! ¡Estás tratando de seducirme!
– Lo sé. Soy una calamidad.
– Dijiste que esta noche sólo te comportarías como un ángel guardián.
– Ay, por Dios. ¿Vas a obligarme a cumplir esa promesa? -Suspiró exageradamente-. De acuerdo. Tienes razón. Dije que haría de ángel guardián y eso haré. Pero quiero que sepas que me cuesta horrores asumir ese papel. Espero que tengas consideración al respecto.
– ¿Vas a dormir ahora?
– Sí.
– Bien.
Permanecieron acostados en silencio por un tiempo. Horacio se había estirado debajo de la cama; Pompón estaba acurrucado en una vieja mecedora. Abajo, el reloj de la repisa marcaba el paso de las horas. La oscuridad era densa, aterciopelada; el aire transportaba la fragancia de los manzanos que se filtraba por la ventana abierta. Maggie sintió que Hank se relajaba y que su respiración adquiría un ritmo más pausado. Se había quedado dormido. Decidió que a eso también podría acostumbrarse fácilmente. Le gustaba esa paz de dormir junto a un hombre; la calidez y la seguridad; la silenciosa compañía. Maggie tenía una personalidad extravagante, pero disfrutaba a pleno los pequeños placeres de la vida. Le agradaba ver cómo se desperezaba su gata, lamer las paletas de la batidora cada vez que preparaba crema chantillí y el gesto posesivo con el que Hank la había abrazado.
Maggie se quedó allí un rato más, saboreando el placer de la proximidad de Hank y poco a poco, la fue invadiendo otra clase de placer. Paulatinamente, el deseo eclipsó al contento, quemándole la piel, las entrañas. Nunca había experimentado una sensación semejante; con esa urgencia desasosegada, por el simple hecho de estar junto a un hombre. Se le acercó y presionó sus labios sobre uno de los pezones masculinos. Recorrió con la mano su fibroso abdomen y sus senos cayeron pesadamente sobre el pecho de Hank. Lo vio moverse y notó que se alteraba el ritmo de su respiración.
– Hank… -murmuró ella en la oscuridad, descendiendo por su cuerpo con los labios-. En cuanto a ángel guardián…
Hank gimió.
Maggie tenía la mano apoyada sobre su ombligo; los músculos abdominales se endurecieron bajo su palma. Su propio vientre respondió con idéntica contracción. “De modo que de esto se trata”, pensó. Antes, nunca lo había entendido. Nunca había sido una víctima del deseo; nunca había sentido ese fuego interior.
Las manos de Hank se tornaron tensas en su espalda.
– Maggie, ¿qué estás haciendo?
– Creo que estoy tratando de seducirte. ¿Da resultado?
Otro gemido.
– En realidad, es la primera vez que seduzco a alguien.
– Será mejor que lo pienses bien.
– Ay, Dios. ¿Lo estoy haciendo mal?
– ¡No! Sólo quiero asegurarme de que es esto lo que realmente quieres.
¿Lo que ella quería? Ya no sabía lo que quería. En ese momento, amar a Hank le resultaba crucial para su existencia; tan imprescindible como respirar. Le respondió quitándose el camisón y arrojándolo al piso.
Nadie se movió. No se oyó palabra alguna. La respiración de ambos era agitada, aunque silenciosa. Y luego, de repente, sólo existió la pasión. Hank se arrancó los pantalones y se dirigió hacia ella con paso decidido, pues nunca había deseado a otra mujer de ese modo. La besó fervorosa y profundamente, hundiendo la lengua en su boca, recorriendo todo su cuerpo con las manos. Las palabras de amor y las tiernas demostraciones se postergaron para otro momento. En ese primer encuentro la urgencia y la ferocidad resultaban más excitantes que una práctica pausada y serena. Maggie arqueó la espalda y gritó de placer, bajo las imperiosas caricias de Hank. “Es mía. Mi mujer, mi esposa, mi amor”, pensó él mientras devolvía así la fiebre a aquel cuerpo femenino que, una vez más, clamaba por inmediata satisfacción. Hank no le daba tregua; la sentía moverse y contraerse debajo de sí.
– Maggie -fue todo lo que logró articular, porque el ardor lo consumía, lo sofocaba. La presión lo comprimía y pensó que el corazón saltaría de su pecho. Por fin una explosión de pasión los dejó a ambos sin aliento. Cuando todo terminó, se quedaron abrazados, durante un momento, sin palabras.
De pronto Hank levantó a Maggie en sus temblorosos brazos y la condujo por el pasillo.
– Esta segunda vez será más tranquila, más completa -le susurró él, mientras se dirigían hacia el dormitorio.
CAPÍTULO 7
Maggie se paró frente al espejo del cuarto de baño e hizo un breve inventario. Su cabello era una maraña indescriptible; los ojos estaban irritados por falta de sueño; tenía las mejillas arrebatadas y, además… una tonta sonrisa plastificada en sus labios. “Deja de sonreír -se ordenó en silencio-. ¡Pareces una idiota!” Cinco minutos después, salió de la ducha, miró de soslayo el espejo empañado y levantó los ojos al cielo. Todavía estaba sonriendo.
– Van a enterarse -murmuró-. Todos van a enterarse. Y se va a enterar él.
Eso era lo peor. Hank Mallone iba a enterarse de que acababa de brindarle la mejor noche de su vida. Maggie no podía determinar exactamente por qué eso la fastidiaba tanto, pero se sentía como una gata lista para dar el zarpazo. Supuso que se trataba de una especie de mecanismo de defensa. Cuanto más se enamoraba de él, mayor era su estado de alerta. Extraño. Decididamente extraño, concluyó. Pasó el peine por entre los rizos colorados de su cabellera, se puso una camiseta y unos pantalones cortos de seda negros, se miró en el espejo por última vez. La sonrisa seguía plasmada allí.