Cuando Maggie entró en la cocina, Hank estaba colocando un nuevo panel de vidrio en la puerta. Levantó la vista de su trabajo y empezó a reírse al verla sonriente.
El calor le subió desde el cuello de la remera hasta encenderle las mejillas. Maravilloso. Para colmo se ruborizaba. Lanzó un gemido de frustración y extrajo un cartón de jugo de naranjas del refrigerador.
Elsie puso una bandeja con huevos revueltos sobre la mesa. Retrocedió unos pasos y miró detenidamente a Maggie.
– Vaya sonrisa la que tiene hoy. Vergüenza debería darles. Apenas se conocen. En mis tiempos, una no se exhibía por allí con esa sonrisa sino hasta que estaba casada de verdad.
– Es sólo una sonrisa, por el amor de Dios -gritó Maggie.
– Bueno, por lo menos al fin se decidió a hacer un poco de gimnasia -concluyó Elsie-. Creo que no hay que quitar méritos a las cosas.
Maggie miró de reojo a Hank, que estaba apoyado contra el marco de la puerta, con los brazos cruzados sobre el pecho y una sonrisa en el semblante más tonta aún que la de ella. Maggie carraspeó y se concentró en sus huevos.
Elsie sirvió un panecillo a Maggie.
– Tengo que irme enseguida. Pedí un turno en la peluquería. Esta noche tengo una cita.
– Mmmm, parece serio -dijo Maggie-. Tenga cuidado. No vaya a ser cosa que una mañana de éstas se despierte sonriendo usted también.
– Para mí es diferente -respondió Elsie-. No puedo darme el lujo de esperar. Los hombres de mi edad se mueren como moscas -Se alisó el vestido y tomó su bolso, que estaba sobre la mesada de la cocina.
– Qué bonito bolso tiene. Grande -dijo Hank-. Parece pesado.
– No está mal -comentó Elsie-. Me ayuda a mantenerme en forma. Los jóvenes de hoy van a esos costosos centros deportivos, con esas máquinas tan raras. Yo me las arreglo cargando bolsos grandes. Tengo los brazos tan musculosos que dan envidia a más de una mujer.
Hank se sirvió una taza de café mientras escuchaba el Caddy de Elsie que se alejaba de la casa.
– Se me ocurre que sólo hay una cosa que puede hacerle tanto peso en el bolso.
Maggie hizo una mueca.
– Has corroborado sus referencias, ¿verdad? Me refiero a que esta mujer no tendrá antecedentes penales ni nada por el estilo, ¿cierto?
Bubba abrió la puerta de vidrio, que Hank terminaba de reparar.
– ¡Hola! -exclamó-. ¿Llego demasiado tarde para el desayuno?
Hank miró el reloj de la cocina.
– ¿Te quedaste dormido?
Bubba partió seis huevos y los puso en la sartén. Se sirvió una taza de café.
– Hoy es sábado. Fui a pescar. Ruben Smullen me dijo que en Goose Creek, debajo del puente de caballetes, había buen pique. Por eso me levanté temprano.
– ¿Has pescado algo?
– Unas cuantas truchas. Parecía que hacían fila para morder el anzuelo. Las guardé en una heladera portátil y la puse en la galería de atrás -Sacó algunas rebanadas de carne fría que habían quedado en el refrigerador y las agregó a la sartén. Cuando los huevos estuvieron cocidos a su gusto y la carne bien caliente, sirvió todo en un plato y lo cubrió con ketchup.
– Es un desayuno demasiado abundante -criticó Hank-. Hasta para ti.
– Oh, este pobre hombre tiene tantos problemas -se autocompadeció-. El destino me niega las gratificaciones esenciales de la vida y me desquito con la comida.
– ¿Te resulta?
– No.
– ¿Cuál es el problema?
– Peggy quiere casarse. Me ha dicho que no habrá más… bueno, tú sabes; que no habrá más hasta que no nos casemos. Y la culpa de todo esto es tuya. Tú eres el responsable. Es como una enfermedad. Una epidemia. Una peste. Desde que te casaste, todas las mujeres del pueblo y sus alrededores están a la pesca de un anillo de bodas.
– Puede que te guste la vida de casado -dijo Hank-. Tú y Peggy han sido novios durante años. Quizá ya sea hora de formalizar. ¿Sabes? La juventud comienza a abandonarte.
– Pero no los kilos -agregó Maggie, observándolo devorar sus huevos.
– No lo sé. La idea me da escalofríos -Miró a Hank-. ¿A ti te agrada la vida de casado?
– Sí.
Bubba miró entonces a Maggie y sonrió.
– A ti sí, se te nota que la vida de casada te sienta -Guiñó un ojo a Hank y se inclinó hacia él por encima de la mesa-. Hay sólo una cosa que provoque esa clase de sonrisas en el rostro de una mujer.
Maggie se metió un panecillo entero en la boca y empezó a masticarlo. Había aceptado quedarse allí durante seis meses. Ya habían pasado cinco días, de modo que aún quedaban ciento setenta y nueve. Ciento setenta y nueve desayunos con Bubba. Una perspectiva funesta. Tragó el panecillo y lo bajó con media taza de café.
– Debo irme a trabajar -dijo.
– Pero hoy es sábado -le recordó Hank-. ¿Por qué no trabajas hasta el mediodía y después nos vamos a pasear? Te llevaré a la cumbre del monte Mansfield en el funicular.
Bubba levantó la vista de su carne.
– No puedes. Le prometiste a Bill Grisbe que revisarías su Ford. Hank es un as de la mecánica -explicó Bubba a Maggie-. Y después tenemos una partida contra West Millerville.
– Softball -aclaró Hank-. Lo había olvidado. Bueno, tal vez podamos ir mañana al monte Mansfield.
– Pensé que mañana irías a Burlington conmigo -dijo Bubba-. Íbamos a ver el nuevo lagar que acaba de instalar Sam Inman.
– Oh, sí. Es un lagar estupendo -dijo a Maggie-. Es como el que yo quiero. Tiene una prensa de tela y rejilla hidráulica, de ochenta centímetros, con una unidad de alimentación sanitaria.
Maggie sintió que su sonrisa se desvanecía. Hank no tenía tiempo ni deseos de tener una esposa de verdad. Por eso se había alquilado una. Por Dios, qué estúpida había sido. Después de la noche maravillosa que habían compartido, ahora pasaba a ser un plato de segunda mesa. ¡El Ford de Bill Grisbe llevaba las de ganar! ¡Hombres! Cerró los ojos.
– ¡Por favor!, no dejarás plantado a Bill Grisbe, ¿no? -comentó ella con sarcasmo-. Y lo último que desearía en la vida es que el equipo de Softball prescinda de tú presencia.
– Oh, oh -dijo Bubba a Hank-. Creo que se ha enfadado. Apuesto a que debe de tener guardada la vieja cadena con la bocha de hierro, lista para sujetártela a los tobillos.
¿La vieja cadena con la bocha de hierro? Maggie sintió que un potente fuego ardía en su cuero cabelludo y que no podía contener su estallido.
– Escucha bien, señor Lard. Lo que yo sujete o deje de sujetar en los tobillos de mi marido es un asunto mío y tú no tienes por qué inmiscuirte. Y para tú mayor información, tus desayunos en esta casa están contados. Si para el miércoles no te has muerto por obstrucción arterial, tendrás que buscarte otro surtidor donde cargar combustible -Entrecerró los ojos y lo miró furiosa-. ¿Está clarito?
– ¡Qué manera de reaccionar! -dijo Bubba a Hank-. Debe de ser ese libro lo que la altera tanto.
Maggie cerró los ojos. Giró violentamente sobre sus talones y salió de la cocina meneando la cabeza y rezongando por el camino.
Hank sonrió con aire de satisfacción.
– Le gusto -dijo-. Se niega a compartirme.
– Es una ciclotímica… Por momentos es pura sonrisa, y al segundo te quiere arrancar los ojos con las uñas. Es muy inestable, Hank. Para mí que a esta mujer le falta un tornillo.
Maggie entró irritada en su estudio y se encerró allí con un portazo. No le faltaba ningún tornillo y tampoco era inestable. Estaba enojada; sobre todo consigo misma. Se había involucrado en esa situación plenamente consciente de lo que sucedería y ahora que las cosas resultaban como era de esperar, se angustiaba. Se arrojó sobre una silla y encendió la computadora. “Ignóralos -se aconsejó-. Concéntrate en tú trabajo. ¿A quién le importa un tonto paseo al monte Mansfield?”