¡A ella! Hacía cinco días que no salía de esa chacra y ya estaba enloqueciendo. Hizo sonar sus nudillos y miró por la ventana. Manzanos y manzanos hasta donde le alcanzaba la vista. Aburridos y estúpidos manzanos. Siempre estaban igual. En el estacionamiento de Riverside había por lo menos cierto movimiento; autos que entraban y salían; gente que sacaba la basura y, dos veces por semana, un enorme camión que pasaba a vaciar los tarros. Ahora, hasta eso le resultaba emocionante.
Con la vista fija en la pantalla de la computadora, releyó el último párrafo que había escrito. Después se golpeó la frente con un lápiz y apretó los labios.
– ¿Y ahora qué? -dijo-. ¿Y ahora qué?
No lo sabía. Había perdido la concentración. Hojeó el diario pero ya no tenía la inspiración. De modo que Kitty Toone se había convertido en propietaria de un prostíbulo para poder costear los gastos de alimentos de su bebé. ”Vaya negocio -pensó Maggie-. Todos tienen problemas. Mírenme a mí. Yo también tengo problemas.”
Para las dos de la tarde, había acomodado las gavetas con las medias y la ropa interior; había escrito una carta a su madre; se había depilado las piernas con el implemento de tortura destinado a ese fin; se había pasado dos manos de esmalte para uñas rojo fuerte y se había comido dos paquetes de papas fritas. Pero no había logrado escribir una sola letra en su computadora.
Estaba tendida en el piso, totalmente despatarrada, supuestamente, tratando de pensar, aunque en realidad se había quedado dormida, cuando oyó un auto que se detenía frente a la casa. Se dirigió a la ventana y vio que los padres de Hank bajaban del vehículo y se encaminaban hacia la entrada. Una visita inesperada de sus suegros. Probablemente habían venido a controlar si no se habría incendiado algo más de la casa ancestral. Maggie echó un rápido vistazo a su aspecto y llegó a la conclusión de que su estado era calamitoso; los shorts que tenía puestos eran comodísimos, pero también los más viejos de su vestuario. Y esa remera… tan descolorida. No se había vuelto a peinar desde el desayuno y tampoco recordaba dónde había dejado los zapatos. Pensó que tal vez pudiera esconderse en su alcoba. Quizás Elsie pudiera atender y decirles que Hank se había ido con Bubba a reparar el auto de un vecino. Entonces, a lo mejor sus suegros decidieran irse. Cuando sonó el timbre, oyó a Elsie dirigirse hacia la puerta y cruzó los dedos. A decir verdad, no quería enfrentarse con Harry Mallone.
Se oyó un murmullo de conversaciones en el vestíbulo y luego la voz de Elsie, que trepó estridente escaleras arriba:
– Maggie, son los Mallone. Han venido a saludar.
La muchacha protestó. Se pasó sin éxito la mano por el cabello a inspiró profundamente.
– Ahí va este cero a la izquierda -anunció, abriendo la puerta del estudio.
Horacio entró contento. Apoyó las patas delanteras en el pecho de Maggie y la saludó con un mojado lengüetazo en la cara. Cuando vio a Pompón sentada junto al teclado de la computadora, la saludó del mismo modo. Pompón reaccionó con una bofetada rápida como un relámpago, que dio en un costado de la cabeza del perro. Horacio aulló. Se paró con firmeza, los pelos se le erizaron y comenzó a ladrar al hocico de la gata.
¡Guau!
Pompón salió corriendo despavorida, con el perro a la zaga.
Maggie bajó las escaleras detrás de ellos, pero se detuvo en seco al llegar al vestíbulo. La gata se había prendido de la camisa del padre de Hank.
El rostro de Harry Mallone estaba carmesí; apretada su blanca y regular dentadura, ligeramente desorbitados los ojos…
– Esta casa es un manicomio -declaró-. ¡Detesto a los gatos!
Helen Mallone palmeó el brazo de su esposo.
– Sin embargo, cariño, creo que a esta gata le simpatizas -le dijo-. Recuerda tu presión sanguínea -Sonrió cordialmente a Maggie-. Salimos a pasear un rato en el auto y decidimos entrar a saludar.
Maggie desenganchó una por una las garras de la gata.
– ¡Lo siento mucho!
Elsie aún sostenía la puerta abierta.
– Nunca he visto nada igual. Esa gata salió volando por el aire para prenderse del pecho del viejo Harry. Debe de tener alguna cruza de ardilla. Voló de verdad.
La camioneta de Hank entró en la casa con su ruido característico hasta detenerse justo frente a la puerta. Él y Bubba se apearon y fueron al trote hasta la galería.
– ¿Qué sucede? -preguntó Hank.
– Sus padres han venido de visita y la gata bajó directamente del infierno para atacar a su padre -respondió Elsie.
– Esa gata es una asesina -protestó Harry Mallone-, una amenaza para la sociedad. Habría que encerrarla bajo siete llaves, ponerla a dormir y arrancarle las garras.
Maggie apretó al animal contra su pecho.
– ¡Antes tendrán que pasar por sobre mi cadáver!
Harry no miró con desdén tal posibilidad. Arqueó una ceja y gruño sugestivamente.
Hank besó a su madre en la mejilla.
– Es maravilloso verlos por aquí. Me encantaría quedarme a charlar con ustedes, pero ya estoy retrasado para el partido de Softball. Podrían venir a la cancha así me ven destruir a West Millerville.
– Sería fascinante -repuso Helen con dulzura-. Antes nos detendríamos un momento en lo del doctor Pritchard para que dé a tú padre una vacuna antitetánica y luego sí, podríamos ir a ver un rato el partido.
Hank sacó sus botines del guardarropa que estaba en el pasillo, revolvió el cabello de Maggie con gesto cariñoso y le besó la nariz.
– Nos veremos para cenar. No olvides el baile de esta noche.
Bubba se quedó boquiabierto.
– ¿Vas a llevarla a bailar al rancho? Si tú odias esas cosas.
– Yo también iré a ese baile -anunció Elsie-. Por lo que he oído, todo el mundo se dará cita allí. Todas las mujeres están en la peluquería.
– En el rancho se organizan dos bailes -explicó Bubba-. Uno para la inauguración y otro para el cierre de la feria del condado. El de esta noche es el de cierre, que siempre es el mejor de los dos. Allí se eligen el rey y la reina de la feria. Un año, Hank supuestamente iba a ser el que recibiera ese honor, pero jamás se presentó -Codeó a su amigo-. ¿Te acuerdas?
El padre de Hank meneó la cabeza.
– ¡Qué tremendo era! -se quejó su madre-. Pero ahora se ha corregido. Se casó con una muchacha encantadora y ya no tiene más esas ideas descabelladas. Gracias a Dios. Esto es un verdadero alivio para una madre.
Maggie se llevó el dedo a la ceja.
– ¿Te pasa algo, querida? -le preguntó Helen.
– A veces me late un poco. No es nada. El médico lo atribuye a un desorden nervioso, pero una no puede creer todas las cosas que dicen los médicos. Yo no soy nerviosa. En realidad, soy todo lo contrario. ¿No crees que soy muy tranquila, Hank?
– Te dije que a esta mujer le falta un tornillo -murmuró Bubba-. Será mejor que la vigiles, Hank. El viejo Bernie Grizzard empezó con un tic nervioso y ahora anda por allí hablando con los picaportes de las puertas.
Hank le rodeó los hombros con el brazo.
– Por supuesto que eres tranquila, Pastelito. Pero has estado trabajando demasiado. Tal vez tengas la vista cansada por fijarla tantas horas en la pantalla de la computadora.
– Trabaja día y noche -agregó Elsie dirigiéndose a los padres de Hank-. No es bueno que uno esté sentado tanto tiempo frente a un aparato de esos. Con razón está tan pálida y llena de tics.
Maggie se quedó pasmada. ¿De verdad estaba tan pálida y llena de tics? Tal vez tuvieran razón en eso de que había estado trabajando demasiado.
Hank le palmeó la cabeza.
– Pobre niñita. Tanto trabajo y tan poca diversión -Le obsequió una sonrisa seductora-. Lo solucionaremos esta noche, ¿te parece?
Hubo un destello de picardía en los ojos de Hank y Maggie supo que no le estaba destinada. Él sentía afecto por todas esas personas y se mostraba tolerante con ellas. Sabía encontrar el lado humorístico de las situaciones que para Maggie eran un agravio. Por eso le gustaba. Y también por la silenciosa confianza que le inspiraba. Sus ojos le aseguraron que no estaba pálida en absoluto, que su belleza superaba los límites de lo imaginable. Su sonrisa irradiaba una aterradora lascivia, produciendo un torrente de recuerdos inolvidables.