– Llegaremos tarde al partido -dijo Bubba-. Será mejor que nos vayamos.
Helen Mallone respondió a su marido, que le había tocado el codo.
– Nosotros también nos marchamos.
Maggie se despidió de los Mallone y se quedó observando a Hank mientras seguía a sus padres en su desteñida Ford. El sol había evaporado la humedad del camino de tierra y se levantó una nube de polvo marcando el avance de la camioneta. Maggie permaneció de pie en el porche, hasta que ambos vehículos se perdieron de vista y el polvo comenzó a asentarse. La excitación revoloteaba en su pecho como un pájaro. ¡Esa noche iría a bailar! ¡Con Hank! ¿Cómo había podido olvidarlo? Muy simple. Últimamente le fallaba bastante la memoria admitió. Por ejemplo, había olvidado que, en teoría al menos, debía descartar a Hank como partido matrimonial. De hecho, hacía muy poco que había decidido que ni siquiera podía considerarlo como material potable para entablar una amistad. Y ahora, allí estaba, al borde de la euforia sólo porque Hank la llevaría a bailar. Se llevó la mano a la boca y advirtió que la sonrisa había vuelto. No la sorprendía.
– La vida no es fácil -dijo a Pompón, al tiempo que la llevaba a la cocina para darle su alimento.
Elsie estaba un paso detrás de ellas.
– ¿Sabe? Si yo estuviera interesada en robarme esos diarios, vendría a la casa esta noche. No habrá nadie aquí y podrían llevárselos fácilmente. No los dejará tirados por ahí, ¿no?
– Los tengo debajo del colchón.
– Ése es lugar de aficionados. Tenemos que buscar un verdadero escondite para esos diarios, si queremos salir todos esta noche.
Maggie abrió una lata de atún para gatos.
– Supongo que tiene razón. No bien termine con la comida de Pompón, buscaré un sitio más apropiado. ¿Alguna sugerencia?
– Una vez leí una novela de suspenso en la que escondían unos diamantes en la heladera. Me pareció una estupidez, porque todos los hombres que he conocido en la vida, lo primero que hacen es abrir la heladera. Debería ponerlos en algo al que un hombre jamás se le ocurriría tocar. Por ejemplo, la cesta con la ropa para planchar. O tal vez pudiéramos improvisar un doble fondo en el balde del lampazo.
– El diario es demasiado grande como para ocultarlo en el doble fondo de un balde. En realidad, comprende siete libros -Apoyó el plato con la comida para gatos en el piso-. Supongo que también debo ocultar los discos flexibles de la computadora.
– Dígame la verdad -la instó Elsie-. ¿Realmente vale la pena robarse esos libros? ¿Su tía Kitty sabía algo que los demás ignoraban? ¿Hay algún secreto comercial en esos diarios?
– Creo que hay unos cuantos, pero no tan valiosos como para que alguien quiera robarlos. Si quiere, puede leerlos.
– ¿Sí? Tal vez los lea. Tengo tiempo libre esta tarde. Quizá dedique una o dos horas a mirarlos un poco. Luego buscaremos un escondite antes de irnos.
A las seis en punto, Elsie tuvo la cena lista sobre la mesa.
– No me interesa que no vengan a la mesa a aprovechar la comida que he preparado -dijo-. Si no quieren comer, que no coman. Pero aquí no hay privilegios. La cena se sirve a las seis y el que quiera comer, será mejor que llegue puntualmente. No me importa si se le rompió la camioneta o si un plato volador aterrizó en la cancha. No voy a servir la cena en distintos turnos.
Una hora después, Hank arrojó sus botines en la galería de atrás y se encaminó hacia la cocina.
– Mmmm, qué olorcito, Elsie. Seguramente ha preparado un buen guisado con galletas caseras. Sentí el aroma no bien bajé de la camioneta -Le rodeó los hombros con el brazo y la estrechó afectuosamente-. Perdón por haber llegado tarde. Hubo entradas suplementarias en el partido.
Lo miró enfadada, con los ojos entrecerrados.
– ¿Ganó?
– Sí -Le sonrió ampliamente y sacó una pelota de béisbol de su bolsillo-. Y también le traje la pelota del partido como obsequio.
Elsie se guardó la pelota en el bolsillo del delantal.
– Tiene suerte de poder comprarme con tan poco. Por lo general, acostumbro a servir la cena una sola vez -Abrió la tapa de la cacerola que estaba sobre la hornalla y, tomando el cucharón, sirvió una ración de guiso sobre el plato. Le agregó unas galletas que había mantenido calientes en el horno-. Como postre, tiene pastel relleno en la heladera. Sírvaselo solo, porque yo tengo cosas que hacer.
Maggie aún estaba sentada a la mesa, dando vueltas con un vaso de café helado y su segunda porción de pastel.
– ¿Cómo lo haces? -preguntó a Hank cuando se sentó frente a ella.
– ¿Hago qué?
– Meterte en el bolsillo a todas las mujeres. Si yo hubiera llegado una hora tarde, me habría tenido que conformar con unas tostadas secas como cena.
– No es cierto. Elsie te habría guardado algo de comida. Es como una gallina clueca; por fuera, puro aspaviento, pero por dentro tiene un corazón muy tierno -Untó una galleta con mantequilla-. Pero no estabas refiriéndote sólo a Elsie, ¿verdad?
– No. Me refería a toda una vida de envolver a las mujeres con palabras y tenerlas rendidas a tus pies. Incluso, tu madre y yo.
– No me había dado cuenta de que te tenía rendida a mis pies.
– Me resisto.
– ¿Esta conversación es seria?
– Lo suficiente -contestó Maggie.
– Entonces tenemos que encuadrar a todas esas mujeres en la categoría que les corresponde. Mi madre no cuenta. Las madres malcrían a sus hijos, por más traviesos que sean. Las muchachas que conocí durante mis épocas de estudiante secundario jamás caían rendidas a mis pies. Cuando regresé al pueblo, era el mal tipo que volvía a casa y por eso, todas las mujeres disponibles y muchas que ya no lo estaban querían corregirme para llevarse los laureles. Para ser franco, durante los últimos cinco años he permitido que me llevaran de la nariz, como si fuera el toro ganador del primer premio, porque era la actitud más fácil de asumir. Mis únicos compromisos eran en relación con mi empresa. Y las únicas promesas que he hecho fueron a mí mismo. He sido un buen compañero para unas cuantas mujeres que, por una razón a otra, no estaban listas para casarse -Terminó de comer su galleta y tomó otra-. Y por último quedas tú. Te sientes indefensa por haberte enamorado de mí.
– ¡No lo estoy!
– Por supuesto que sí. Es natural. Enamorarse es una experiencia que lo susceptibiliza -Vaya si lo sabía, pensó Hank. Maggie no tenía más que sonreírle para que él se derritiera como manteca al sol.
– ¿Y por qué crees que me he enamorado de ti?
– Porque tienes todos los síntomas. Me has cedido el turno para que me duchara primero esta mañana. Luego, te quedaste parada en el porche, mirándome cuando me iba, hasta que me perdí de vista. Y lo más importante… esa sonrisa.
– ¿Y te parece que basta como prueba irrefutable?
– Un hombre sabe de estas cosas.
Maggie lamió el último resto de crema que le había quedado en el tenedor.
– De acuerdo. Reconozco que he perdido la cabeza por ti. Pero no iré más lejos que eso.
– Con que resignada a poner el cuello en la horca, ¿eh?
Maggie quiso decirle que no tenía intenciones de dejarse ahorcar por un hombre que prefería chapucear con un viejo Ford en lugar de atenderla un poco a ella. Pero luego decidió que no era una comparación halagadora. Llevó su plato al fregadero y lo enjuagó. Eso le dio el tiempo suficiente para aplacarse y reprimir sus nervios.
– No me provoques -le pidió-. Quiero estar de buen humor para el baile de esta noche.
Una hora y media más tarde, Maggie estaba preocupada. Pensaba que se le había ido la mano en eso de estar de buen humor. Extraño en ella, se había quedado demasiado tiempo bajo la ducha, dejando que el agua caliente recorriera en una cascada la desnudez de su cuerpo mientras fantaseaba con bailar abrazada a Hank. Ahora se sentía de muy buen talante. Lo suficiente como para esmerarse en dar una imagen impactante. Puso especial cuidado en su cabello y en el maquillaje: un rubor suave, lápiz labial color damasco, un toque de sombra en los párpados y perfume en los puntos estratégicos. “Maggie, eres traviesa”, se dijo. Había escogido un vestido negro de punto, ajustado en el talle, que resaltaba la voluptuosidad de sus pechos, con una falda vaporosa y un fino cinturón. En su opinión, era el vestido más romántico que tenía. En cualquier otra mujer, podría haber resultado insulso por sus líneas clásicas y el cuello alto, pero a Maggie le sentaba de maravillas. La muchacha que se lo había vendido, se había quedado tan impresionada al vérselo puesto que la había elogiado sobremanera. A tía Kitty le habría encantado.