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Oscurecía a toda velocidad. Sería noche cerrada cuando llegaran al rancho, pensó Maggie. Se sentó en la destartalada camioneta e hizo una mueca por la excitación que le cosquilleaba en el pecho. ¿Cómo podía sentirse nerviosa y como entre nubes por el simple hecho de estar sentada junto al hombre con quien terminaba de hacer el amor salvajemente? Siempre había creído que el amor apasionado generaba el aburrimiento. Solía comparar el romance con la caza al zorro; lógicamente, después de atraparlo, la cacería se tornaba aburrida. Por lo visto, todos esos años había vivido equivocada. Ahora, para ella, las actividades románticas podían compararse con comer maní; una vez que se empezaba, nunca se podía terminar.

“Tengo que ser fuerte”, se dijo. Tenía que luchar contra esa enfermedad. Se sentó sumisamente en su butaca, resistiéndose a la urgencia de acurrucarse junto a Hank cuando él ocupó su lugar ante el volante. Maggie puso una mano sobre la otra, las apoyó sobre la falda y apuntó la nariz al frente. No era tan tonta como para creer que el amor todo lo podía. ¡No señor! Se tomaría su tiempo para decidir sobre un tema tan álgido como el matrimonio. El hecho de que se sintiera casada y actuara como casada, no implicaba que fuera a estampar su firma en la línea de puntos. En eso se había equivocado al aceptar la propuesta matrimonial de Hank. Ese documento formal, llamado certificado de matrimonio, significaba realmente una diferencia. Representaba una atadura legal y mental. ¡Aterrador!

– El rancho queda en las afueras del pueblo, junto a las vías del ferrocarril y a los silos para granos -dijo Hank-. Espero que no te decepcione. Sólo se trata de un gran salón, situado en el extremo de la feria. Como es el único sitio disponible para celebrar fiestas de casamiento y reuniones populares, se le da mucho uso -Pasó junto a los silos para granos y al depósito refrigerante y se dirigió hacia el estacionamiento del rancho. Como todos los sitios ya estaban ocupados con autos y otros vehículos, tuvo que estacionar sobre el césped-. Espero que entiendas de estas cosas -dijo-. No soy buen bailarín y es probable que te pise. Además, los hombres se quedarán mirándote como papanatas.

– Ya me las ingeniaré.

– Y tal vez tenga que bajar unos cuantos dientes y achatar otras tantas narices para que esos tipos no lleguen a ti ni a ese vestido que te has puesto.

Maggie se miró el vestido.

– Ahora está perfecto. Tengo una enagua debajo.

– Cariño, para evitar que todos esos sujetos te coman con los ojos, tendría que haberte puesto una armadura de hierro, con cadenas y todo.

– ¿Debo tomarlo como un cumplido?

– Tal vez. Pero sobre todo, tómalo como advertencia. No pretendas que reaccione como ser humano racional cuando Slick Newman trate de robarte una pieza.

Las puertas y ventanas del salón se habían abierto de par en par y el ritmo de la banda desbordaba en la oscuridad. La gente gritaba para poder oírse a pesar de la música y las risas se elevaban por encima de ésta y también de los gritos. Adentro, la luz era tenue, ideal para las melodías románticas, aunque iluminaba lo suficiente como para que se pudieran ver los detalles del nuevo vestido de Emily Palmer y los reflejos dorados que Laurinda Gardner se había hecho en el pelo. Según Laurinda, el tono era natural, pero Sandy Mae Barnes estaba en la peluquería en el momento en que a Laurinda le teñían el cabello. Sandy Mae se lo había contado a Kathy Kutchka y ésta, a Iris Gilfillan, que era lo mismo que publicarlo en el periódico. Algunos niños bailaban aburridos con los adultos; otros bebían gaseosas de a sorbitos, sentados en las sillas plegables de madera alineadas contra la pared que la casa funeraria había donado. Tres niñas con vestidos de fiesta perseguían a un muchachito por la pista de baile. El muchachito estaba todo colorado y los extremos de su camisa blanca se habían zafado de la cintura de sus pantalones grises.

– Ese es el hijo de Mark Howser, Benji -dijo Hank-. Es un verdadero terror. Seguramente habrá metido algún sapo dentro del vestido de Alice Newfarmer.

– ¿Los chicos siempre vienen a las fiestas?

– Sí. Cada vez que hay una boda o un baile, todo el pueblo está invitado. Nadie se atrevería a quedarse en su casa; de lo contrario, hablarían mal de él a sus espaldas. Y como no hay niñeras para que cuiden de los pequeños, ellos también asisten. La fiesta de Navidad es la mejor. Papá Noel regala bastoncitos de caramelo y libros para colorear. Mamá Irma prepara su famoso ponche de leche y huevo. Cuando yo era chico, la fiesta de Navidad iluminaba mi vida.

Era el Salón Nacional Polaco transportado a Skogen, pensó Maggie. El mismo piso polvoriento de madera, la misma tarima para la banda y el mismo bar, separado del salón principal. Mesas plegables y bancos dispuestos en hilera a lo largo de una de las paredes; una puerta conducía a lo que supuestamente sería una cocina. Era la réplica de Riverside. Peor todavía, pues allí, ella era el típico sapo de otro pozo. Junto a Hank, permaneció de pie en la puerta del rancho y automáticamente todas las cabezas se volvieron para mirarlos.

– Qué suerte que me haya puesto la enagua -le dijo ella en voz baja.

Él le rodeó los hombros con el brazo y le sonrió ampliamente.

– ¿Te sientes conspicua?

– Exactamente. Como si estuviera totalmente desnuda, en medio de una carretera, a la hora pico.

– Es sólo porque eres nueva y todo el pueblo está un poco alborotado.

– No es sólo porque soy nueva -se opuso ella-. Soy diferente. Vengo de Nueva Jersey. Hablo con el acento de Nueva Jersey. Camino como se camina en Nueva Jersey. ¡Y mírame! ¡Hasta mi pelo es el típico de las mujeres de Nueva Jersey!

Hank se rió.

– Dudo que Nueva Jersey tenga algo que ver con ese pelo. Yo creo que la única responsable de él es Maggie -Se agachó y le besó la cabeza-. Me encanta tu cabello.

– ¿Crees que todas estas personas estarán al tanto de tía Kitty?

– Me juego la cabeza a que sí.

Maggie gruñó.

– Culpable por asociación ilícita. Seguramente pensarán que te has casado con una loca.

Hank se abrió paso entre la gente y condujo a Maggie hacia el bar, forcejeando en un despliegue de fibrosos músculos frente a Andy White, y pisoteando sin piedad el empeine de Farley Boyd cuando éste trató de acercarse a su “esposa”.

– Como eres escritora, te consideran una especie de celebridad.

Henry Gooley, a los tumbos, se plantó frente a Maggie y le guiñó un ojo. Hank lo tomó de la corbata y lo levantó ocho centímetros del suelo.

– ¿Buscas algo, Henry?

– Glup.

– ¡Bájalo! -ordenó Maggie-. ¡Lo vas a ahogar!

Hank apoyó a Henry en el piso y le alisó la corbata.

– Yo sólo quería saludar -dijo Henry, retrocediendo.

Maggie cerró los ojos y contó hasta diez.

– Creo que nunca en mi vida me he sentido tan abochornada como esta noche. Y es mucho decir, dada la clase de vida que he llevado. Te estás comportando como el terrorista a sueldo del pueblo.

– Sí. Tú provocas a la bestia que hay en mí.

Elsie se abrió paso entre la multitud a los codazos, tratando de llegar hasta Maggie.

– Es una fiesta excelente; de lo mejorcito que tenemos. Hay gente que debe haber venido desde muy lejos; setenta a ochenta kilómetros tal vez. Apuesto a que esos tipos que se metieron en su casa también están aquí -Palmeó su gigantesco monedero de cuero negro-. He traído a Junior conmigo, por las dudas.

– ¿No estará cargado, verdad? -preguntó Hank-. No me gustaría verla envuelta en un tiroteo en el salón de baile.

– Por supuesto que está cargado. Una mujer tiene que protegerse.