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– Han venido por el diario -dijo Ed Kritch-. Esto apesta, viejo. Se han metido en la casa de la abuela de Hank. Si quieren mi opinión, muchachos, este pueblo se está yendo al demonio. Cuando yo era chico, uno jamás tenía que preocuparse por estas cosas. Ni loco se nos habría ocurrido cerrar la puerta de calle antes de salir.

– ¿Entonces qué les parece? -preguntó Vern-. ¿Deberíamos dar parte al comisario?

Ed se mordió el labio inferior mientras examinaba esa posibilidad momentáneamente.

– No -respondió por fin-. La familia Purcell está pasando por épocas muy duras. Tienen siete hijos y el viejo Purcell ha quedado cojo desde que Maynard Beasley le disparó en la rodilla al confundirlo con un ciervo. Mejor les decimos que no está bien meterse en la casa de la gente sin permiso. Después, buscamos el diario y repartimos el dinero. Total, hay para todos.

Un auto se estacionó detrás de ellos. Todos se volvieron y tuvieron que entrecerrar los ojos encandilados por los faros.

– Tal vez sea Hank -dijo Maggie-. Será mejor que anden con pie de plomo. Cuando los atrape, les romperá hasta el último hueso.

– No -dijo Ed-. No es Hank. Hank conduce una camioneta y esos faros son demasiado bajos. Además, es un buen tipo. Comprendería nuestra necesidad de dinero.

Las luces se apagaron y varias figuras descendieron del vehículo. Uno de los hombres traía un cuerpo cargado al hombro. Se acercaron a Ed Kritch y miraron por la ventanilla.

– Es Spike -dijo Ed, bajando la ventanilla-. Eh, Spike. ¿Qué estás haciendo aquí?

– Tenemos un rehén -respondió Spike-. Hemos venido por el diario ¡y trajimos a alguien que sabe dónde está!

Ed abrió la puerta y Spike arrojó a Elsie sobre el asiento posterior, junto a Maggie.

– Nunca lo diré -dijo Elsie-. Ni en un millón de años. Pueden torturarme si quieren, pero no diré una palabra.

– No conocemos ningún método de tortura -dijo Spike-. Contábamos con su ayuda voluntaria.

– Me han envuelto como a un pavo para el día de Acción de Gracias -protestó Elsie-. Me han traído hasta aquí en un saco para harina. ¿Se imagina? Después que he gastado dieciséis dólares en la peluquería para que me arreglasen el pelo.

– Está bastante bien -dijo Spike-. Además, nos hemos tomado la molestia de lavar el saco anoche, para no arruinarle el vestido. Hemos pensado en todo.

– Antes de pensar cualquier cosa tendrían que hacerse un trasplante de cerebro -dijo Elsie.

Spike y Ed intercambiaron miradas de preocupación.

– ¿Y ahora qué hacemos? -preguntó Spike-. ¿Cómo nos apoderaremos de ese diario?

Ed se pasó la mano por el pelo.

– No lo sé, Vern. Tú has estado en el ejército. ¿Conoces algún método de tortura aplicable a las damas?

– Nunca me han enseñado a torturar damas -dijo Vern-. Debes estar en las fuerzas especiales para aprender esas cosas.

– ¡Debería darles vergüenza por tratar de aterrorizar a un par de damas indefensas como nosotras! -comentó Elsie.

– ¡Indefensas, eh! -gruñó Spike-. Por poco le quiebra la rodilla a Melvin Nielson cuando quiso ayudarme a meterla en el auto. Y además, tiene una boca bastante sucia. La avergonzada debería ser usted por el repertorio que conoce.

Elsie se alisó prolijamente la falda sobre sus rodillas y colocó en ella el monedero de cuero negro.

– Todo esto ha sido muy angustiante -dijo-. No les importa si saco un pañuelito de mi monedero, ¿verdad?

– No, señora -dijo Ed-. Adelante. Busque su pañuelo.

Elsie metió la mano en su monedero y sacó la cuarenta y cinco.

– ¡Ay carajo! -bramó Ed Kritch-. ¿Qué mierda hace un revólver en su monedero? No estará cargado, ¿cierto?

Elsie lo apuntó.

– Por supuesto que lo está, tarado. Y no creas que soy incapaz de usar al bebé sólo por mi vejez. Podría pelar las pestañas de un perro a doce metros de distancia.

Ed tenía la mano en el picaporte de la puerta.

– Guarde el arma, señora. No querrá lastimar a nadie, ¿no?

– Sería un homicidio en defensa propia -replicó Elsie, apuntando a Spike-. No pueden secuestrar a mujeres a intentar robar sus bienes personales impunemente. Todo tiene su precio. Además, me han aguado la fiesta. Seguramente me perdí los trucos de magia. Creo que se merecen lo que venga.

Ed Kritch se abalanzó sobre Elsie, le torció el brazo hacia un costado y en el forcejeo, el arma se disparó involuntariamente. El ruido agitó al vehículo y la bala agujereó el techo. Ed Kritch, Vern, Ox y Spike se quedaron sentados, impávidos e inmóviles por una décima de segundo. Luego, al unísono, salieron corriendo a gritos, despavoridos. Se metieron todos en el auto de Spike y se alejaron de la casa.

– Qué sarta de ineptos -dijo Elsie-. Por supuesto que no iba a dispararle a ninguno.

Maggie, con una mano temblorosa, se apartó el cabello de la frente.

– Lo sabía. Sabía que los haría ensuciarse los pantalones de miedo -Inspiró profundamente y se llevó la mano al pecho, para asegurarse de que el corazón hubiera recuperado sus latidos-. ¿Qué cree que debamos hacer con los sujetos que están dentro de la casa?

Elsie volvió a guardar el arma en el monedero y lo cerró.

– Nunca encontrarán esos diarios, por más que pasen cien años buscándolos. Los hemos escondido muy bien. Propongo que regresemos al baile y si estos individuos hacen algún desastre en la casa, los obliguemos a volver mañana para limpiar y ordenar todo.

Maggie aceptó, pues le pareció una solución mucho más atinada que enviar a Elsie adentro, con su pistola lista para iniciar la acción. Se sentó al volante a insertó la llave. Ahora sólo tendría que inventar una excusa para Hank. Si había estado dispuesto a estrangular a Henry Gooley sólo por haberle guiñado un ojo, no se tomaría la noticia del secuestro con tranquilidad.

– Creo que esperaré un tiempo antes de contar a Hank todo este episodio -dijo Maggie a Elsie-. Tal vez se lo diga en el camino de regreso.

– Buena idea. No quiero echar a perder el resto de mi velada. Todavía tengo que ponerme al día con todos los bailes que me he perdido. Además, me dijeron que a medianoche servirán pasteles y café.

Cuando llegaron a la playa de estacionamiento del rancho, Hank estaba aguardándolas.

– ¿Dónde se metieron? -preguntó-. ¿Y qué están haciendo en el auto de Vern?

Maggie sólo lo miró. Ni remotamente se le ocurría un pretexto.

Elsie apoyó el peso de su cuerpo sobre uno y otro pie, en forma alternada.

– Todo fue por mi culpa -dijo-. No me he sentido muy bien.

Maggie asintió con la cabeza.

– Así es. Elsie no se sentía muy bien y me la llevé a casa. Como no podíamos encontrarte, tomé prestado el auto de Vern.

– Pero cuando llegamos a la casa, me sentí mejor y decidimos volver al baile. ¿Me he perdido los trucos de magia?

– Sí -respondió Hank-. Se ha perdido los trucos de magia.

– Mierda. ¿Qué hora es? No me habré perdido también el café y los pasteles, ¿no?

– No. Todavía es temprano. Eso se sirve a las doce -Esperó a que Elsie volviera al salón de baile y luego se dirigió a Maggie-. ¿Ahora quieres contarme lo que ha sucedido realmente?

– No.

– ¿No?

– Quiero ir a bailar. ¿Estás de humor para gozar de una melodía suave, mejilla contra mejilla?

– Estoy de humor para una explicación.

– No puedo contártelo -contestó Maggie.

Él entrecerró los ojos.

– ¿Por qué no? ¿Qué pasa?

– Si te lo cuento, te pondrás frenético y echarás a perder el baile. Elsie se decepcionará, pues no ha hecho más que esperar los trucos de magia y el café con los pasteles. Yo me decepcionaré porque detesto la violencia y además, no podemos olvidar lo de tu nueva imagen. Los ciudadanos estables de esta comunidad no andan por ahí buscando bulla ni destrozando ranchos.

– ¿Por qué estás tan segura de que haría semejante escándalo?