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– Nací en Skogen, pero me fui del pueblo no bien aprendí a descifrar un mapa. Como había jugado hockey toda mi vida y lo hacía bastante bien, decidí probar suerte en el ámbito profesional. Y estuve a punto de lograrlo -Hizo un ademán con los dedos-. Siempre fui bastante bueno para dejarme llevar por la corriente, pero pésimo para tomar decisiones definitivas. Cuando lo del hockey no funcionó, estuve un tiempo vagando de aquí para Allá, tratando de encontrar algo que despertara mi interés. Supongo que para los habitantes de Skogen yo debía ser un individuo bastante informal. Por fin decidí seguir mis estudios. Me inscribí en la universidad de Vermont, en la carrera de agricultura y comercialización. Pero nunca me gradué -La sonrisa que durante tanto tiempo había estado reprimiendo, asomó por fin a sus labios-. Las fechas de exámenes suelen coincidir con el comienzo de la temporada de pesca o con la época de mejor nieve en el monte Mansfield. No me parecía correcto renunciar a la nieve sólo para demostrar que sabía algo sobre determinado tema.

Maggie asintió, comprensiva. A menudo había experimentado idéntica sensación.

– La mayor parte de la gente piensa que tengo actitudes irresponsables -dijo él.

– Eso depende de lo que usted pretenda de la educación. Si quiere tener los conocimientos, pero el título no le interesa, entonces puede darse el gusto de ir a esquiar en épocas de exámenes. Claro que yo jamás aceptaría semejante excusa por parte de uno de mis alumnos.

– Bueno, en realidad, no falté a todos mis exámenes. Durante los dos primeros años, llovió bastante. De todas maneras, todos en Skogen pensaban que estaba perdiendo tiempo y dinero. Todos, excepto mi abuela Mallone. Era dueña de hectáreas y hectáreas de tierras a las que no se daba mucho uso. Ella me autorizó a sembrar manzanos allí. Como a esos campos nunca se les había aplicado pesticidas, los mantuve orgánicos. Ya sé que todo Skogen cree que nado contra la corriente, pero yo estoy convencido de que existe un mercado en potencia para los productos orgánicos -Se metió en la boca unas cuantas papas fritas que había pinchado con el tenedor-. Mi abuela Mallone falleció el año pasado y yo heredé de ella la casa y los campos. Los manzanos por fin están madurando. Necesito construir un lagar para extraer el jugo de la fruta y una planta embotelladora. ¡Ah! y también un sitio más adecuado para hornear las tartas. Si logro elaborar una mayor cantidad de derivados, podré aprovechar mejor la producción de manzanas de segunda selección, que por lo general se desperdicia.

– La idea me parece maravillosa, pero no entiendo qué tengo que ver yo con todo eso.

– Gracias a usted, mi imagen será respetable y entonces me otorgarán el crédito que necesito para expandirme. Va a quitarme a Linda Sue Newcombe de encima. Y a Holly Brown. Y a Jill Snyder… -Advirtió que Maggie quedaba boquiabierta-. He tenido algunas manías de soltero. Pero eso pertenece al pasado.

Maggie puso los ojos en blanco.

– Es un pueblo chico -explicó él-. La gente es buena, pero un poco obstinada. Una vez que forman una opinión con respecto a algo, no hay quien pueda modificárselas. Me gusta cultivar manzanas y quiero ganarme la vida de ese modo, pero sé que todo va a derrumbarse si no consigo el dinero de alguna parte. Ya me han rechazado una solicitud de préstamo en una oportunidad, pero el banco se comprometió a reconsiderar su posición después de la cosecha de otoño. Si usted me ayuda a aparentar que soy un hombre casado y asentado, yo la ayudaré a escribir su libro.

– ¿Por qué no se casa con Linda Sue Newcombe o con Holly Brown?

Hank suspiró y se repantigó en su silla.

– Porque no estoy enamorado de Linda Sue ni de Holly. Ni tampoco de Jill Snyder, ni de Mary Lee Keene, ni de Sandy Ross.

Maggie empezaba a inquietarse.

– ¿Cuántas mujeres ha metido en casa de su abuelita?

Hank notó que la irritación hacía fruncir la nariz de la muchacha y en sus oídos de solterón las campanas de emergencia comenzaron a tañer.

– No me diga que va a empezar a ladrar como una esposa de verdad.

– Escuche, Hank Mallone. No piense ni por un segundo que usted va a salir corriendo detrás de cuanta falda se le cruce por Skogen, mientras yo hago el papel de la pobre esposa digna de lástima. Como podrá imaginar, tengo mi orgullo.

Sí, señor. Decididamente, esa mujer convertiría su vida en un infierno, pensó Hank. Dejaría su sello personal estampado en todo lo relativo a esa locura de la esposa alquilada. Lo obligaría a levantar la tapa del inodoro y le prohibiría guardar los envases de leche vacíos en el refrigerador. Y, peor aún, lo manejaría con una rienda bien cortita. Se pararía desnuda bajo su ducha, con un enorme cartel tatuado en su delicioso trasero que dijera: “Las manitas en los bolsillos”. Se presentaría cada mañana a desayunar a su mesa, pavoneándose con una camiseta, sin sostén y Hank tendría que comerse los codos. La sola idea de haber tomado en cuenta una idea tan disparatada lo convertía en un loco rematado.

– Una pregunta más -dijo Maggie-. ¿Por qué ha venido a Nueva Jersey a buscar esposa?

– El año pasado asistí a un taller de entomología que se dictó en Rutgers y duró seis semanas. Supongo que el romance comenzó allí. Y seré absolutamente franco con usted. Quiero alguien que venga de un pueblo lo bastante alejado del mío, como para que no se convierta en una carga o un trastorno cuando este contrato llegue a su término.

– Qué afortunada soy.

Rayos. Ahora la loca parecía ella.

– No hay necesidad de tomarlo como algo personal.

Hundió los dientes en su hamburguesa y masticó vigorosamente. Detestaba que la encuadraran en la categoría de posible carga o trastorno. Era como sugerir que se enamoraría de él, o que sería un bufón social.

– ¿Y por qué presume que su esposa alquilada se convertiría automáticamente en una carga o un trastorno?

– Tengo que medir todas las consecuencias. Ésa sería la peor.

– Bueno, le aseguro que no seré ni una carga ni un trastorno.

– ¿Significa que aún quiere hacer de esposa?

– Eso creo. Siempre y cuando no tenga obligación de planchar.

– Ya le dije que he contratado a una mucama. Es un poco vieja, pero al parecer, todavía sirve para esos menesteres. Se presentó por un aviso que publiqué en el periódico de Filadelfia.

Ahora que todo estaba arreglado, Maggie experimentó cierta ansiedad. Iría a vivir a Vermont y tendría tiempo para escribir su libro. El párpado prácticamente había dejado de latir y los pies se le iban solos, ansiosos por ponerse en acción.

– ¿Cuándo desea que comience con mis obligaciones conyugales?

– ¿Cuánto demorará en empacar?

Examinó la pregunta un momento, calculando todos los asuntos que debía resolver: notificar a la empresa de servicios públicos, a la telefónica y al repartidor de periódicos. Tal vez, debería invertir más tiempo en el subalquiler de su departamento, pero bien podía dejar todo en manos de alguna inmobiliaria.

– Una semana.

AL parecer, una semana era una eternidad para Hank. Maggie podría cambiar de opinión en ese lapso; encontrar otro empleo; enamorarse de otro y casarse con él.

– En realidad, tengo bastante prisa por procurarme una esposa -confesó-. ¿No cree posible acortar el plazo hasta mañana?

– Decididamente no.

– No será una de esas coloradas cabeza dura, ¿verdad?

Detestaba que la tacharan de colorada cabeza dura -sobre todo, porque era la pura verdad.

– No soy una colorada cabeza dura -replicó-. Pero mudarme mañana es totalmente irracional.

– Bueno. Pasado mañana.

– Necesito tres días como mínimo.

– De acuerdo -aceptó Hank-. Tres días.

CAPÍTULO 2

Llovía cuando Maggie y Hank llegaron a la frontera del estado de Vermont, a las cuatro de la tarde. Dos horas después, Hank abandonó la carretera principal que en excelentes condiciones viales corría de norte a sur, para tomar un camino secundario. Éste se estrechó casi de inmediato, abriendo un sinuoso paso en torno al pie de las colinas y atravesando el corazón de pequeños poblados y parques nacionales. El agua se escurría a los costados del camino, desprovisto totalmente de vallados protectores, mientras la lluvia descendía en desprolijos remolinos por el parabrisas de la vieja camioneta roja. Con el rabillo del ojo, Maggie espiaba ansiosamente por las empañadas ventanillas, tratando de asimilar cuanto pudiera del panorama que Vermont le ofrecía. No Importaba que lloviera a baldes; ni que el cielo apareciera como una implacable coraza de plomo; ni que las vacas, reunidas en pequeñas manadas, hubieran convertido las pasturas en un viscoso lodazal. Desde su óptica, todo era nuevo y maravilloso. Allí no existía la Fábrica de Abrigos Markowitz, ni las casas de ladrillos con celosías, ni los ojos chismosos pasmados entre cortinas semiabiertas, como testigos de la nueva locura de Maggie Toone.