– ¿Ojo por ojo?
– Algo por el estilo.
Sus palabras alborotaban el cabello de Maggie como una suave brisa. La muchacha sintió que el deseo comenzaba a arderle en el estómago. Debía admitir que prefería olvidar a Bubba, a Vern y a la señora Farnsworth, para subir y pasar el resto de la noche haciendo el amor con Hank. Si él pudiera darle su palabra de caballero de que estaría segura y feliz viviendo en Skogen ella iría corriendo a la habitación, con él. Y con toda franqueza, a esta altura de las circunstancias, ya no le importaba si él le mentía. Maggie estaba más que dispuesta a aprovechar cualquier excusa que le justificara otra noche de amor y sexo. Admitió su debilidad; era la triste excepción a la regla de que las pelirrojas son mujeres de firmes convicciones.
– Dime la verdad. ¿Realmente crees que podré ser feliz si vivo en Skogen durante los próximos cien años?
Hank la consideró una pregunta espinosa. Ni siquiera sabía si él era capaz de hallar la felicidad en ese pueblo en los siguientes cien años.
– Un siglo me parece una cifra un poco exagerada. ¿Por qué no empezamos por preocuparnos por el futuro en términos más breves?
– ¿Cuánto de breves?
– ¿Qué tal si empezamos por lo que resta de esta noche? -La besó debajo del lóbulo de la oreja-. Estoy prácticamente convencido de que puedo hacerte muy feliz por el resto de la noche.
Como era habitual, Maggie fue la última en sentarse a la mesa del desayuno. A duras penas, había logrado por fin levantarse de la cama de Hank, seducida por el aroma de café recién hecho y curiosa por unas voces que discutían acaloradamente en la cocina. Si bien no había dormido lo suficiente, se sentía bien. Un poco perezosa, tal vez, como un gato con la panza llena, durmiendo al sol. Salió al pasillo rumbo a su cuarto, en busca de ropa y un peine. Alguien golpeaba el piso de la cocina con los pies, gritando, pero no podían discernirse bien las palabras. Mientras se ponía una camiseta de jugador de fútbol americano y unos pantalones cortos, se dio cuenta de que Bubba ya había llegado. Trató de pasarse el peine por su rebelde cabellera, pero la tenía tan enredada que la tarea le resultó imposible. Abandonó el intento con un quejido impaciente y se consoló diciéndose que, de todas maneras, prefería el estilo despeinado.
Cuando llegó a la cocina, encontró a Bubba y a Hank parados casi nariz con nariz.
– No voy a decírtelo -gritó Bubba-. No soy quien para hacerlo.
Hank lo tomó de la pechera de la camisa.
– ¡Se supone que eres mi mejor amigo! ¡Yo confiaba en ti y tú has irrumpido en mi casa como el más vulgar de los ladrones!
– Si hubiera encontrado el diario, habría compartido el dinero contigo. Y no fue exactamente irrumpir. Slick ya había abierto la puerta.
– ¡Iban a robarme!
– Bueno, supongo que por una parte, podía parecer un robo. Pero por la otra, no parecía robo, porque…
Hank lo apretó con más fuerza.
– ¿Porque qué?
– Oh, caramba -dijo Bubba-. De acuerdo. Te lo diré. El que ofreció el dinero por el diario fue tu padre.
– Mentira -dijo Hank-. Eso es imposible.
Bubba forcejeó para liberarse.
– Es cierto. Dijo a Fred McDonough que pagaría un millón de dólares por apoderarse de ese diario.
– Mi padre no tiene ese dinero.
– Por supuesto que lo tiene -lo contradijo Bubba-. Es el presidente del banco; el hombre más rico del pueblo.
Tenía sentido, pensó Hank. Por ridículo que fuera, tenía sentido. Era la última pieza del rompecabezas. La gente se había mostrado dispuesta a robar el diario porque no sólo quedaría en la familia sino porque confiaban en que su padre siempre hacía lo debido. La reputación de su padre era impecable. Aunque no imaginaba ni remotamente la razón por la que su padre deseaba apoderarse del diario. No le entraba en la cabeza que su padre hubiera hecho semejante oferta.
– Voy a aclarar todo esto ahora mismo -dijo Hank-. Iré a visitar a mi padre.
Maggie se sirvió una taza de café.
– Envíale saludos de mi parte.
Hank la tomó de la muñeca.
– Tú formas parte de esta familia y, por lo tanto, vendrás conmigo.
– Oh, no. No, no y no.
– Sí, sí, sí. Es tu diario. Puedes beber tu café en la camioneta -Le sonrió y le estrujó la mano-. Parece que lo necesitas.
– He tenido una noche dura -contestó.
Bubba carraspeó.
– Creo que yo iré a mi casa.
– De ninguna manera -se opuso Hank-. Irás a buscar a Fred y lo llevarás a casa de mis padres.
– Oh, viejo. A Fred no va a gustarle nada. Su condición ya es deplorable pero después de esto, pasará a ser el último orejón del tarro. No tiene ninguna mujer que lo mantenga a raya -explicó Bubba a Maggie-. Fred no es lo que podría decirse la sensación del pueblo.
– No conoces a otro que sea capaz de venir a buscar el diario, ¿verdad? -le preguntó Hank.
– No -respondió Bubba-. Creo que no nos queda otra alternativa. De todas maneras, hemos buscado hasta en los sitios más recónditos y sin suerte. Algunos empezaron a creer que ese diario no existe. Y la mayoría tiene terror de tu mucama -Abrió la puerta de su camioneta-. Me aseguraré de que Fred vaya a la casa de tus padres, pero después tendré que irme. Tengo que poner a punto el motor de mi camioneta. No suena bien. Y no olvides que hemos prometido ayudar a limpiar el rancho esta tarde. Además, a la noche tenemos la partida de póquer en casa de Vern.
– Estás ocupadísimo con las actividades de este pueblo -comentó Maggie, ocupando su lugar en la camioneta, junto a Hank.
Hank la sentó sobre sus rodillas y la besó.
– Tal vez tenga que reacomodar mis compromisos sociales, visto y considerando que ahora soy un hombre de familia -Introdujo furtivamente la mano por debajo de la camiseta de la muchacha y le acarició un seno. Volvió a besarla; con más ardor; con más pasión.
Maggie jugueteó con el cierre de sus pantalones.
– ¿Y qué me dices de la reparación que tienes que hacer al automóvil de Bill Grisbe? -Deslizó la mano por el chato abdomen de Hank.
La respuesta de Hank fue un profundo suspiro de placer.
Quería acosarlo, asumir el papel de seductora, pero de pronto sintió que su cuerpo respondía con el divino ardor y el delicioso deseo que su proximidad siempre provocaba en ella. Maggie olvidó su papel de seductora; olvidó que estaban en el asiento de una camioneta; todo, excepto que estaba en compañía de un hombre que la cubría con su cuerpo. Hank se había convertido en un experto. Sabía dónde acariciarla. Conocía los ritmos de la pasión y todos sus secretos, todas sus preferencias. Con los dedos la acariciaba; con la boca, la devoraba. Cuando Maggie creyó estar en el límite, él la transportó más allá. Mucho más allá.
Después, permanecieron abrazados, maravillados ante el poder de su amor y preguntándose cómo habían sido capaces de hacer algo semejante a plena luz del día, en la puerta de su casa.
Hank fue el primero en levantar la cabeza, a la altura de la ventanilla.
– No hay moros en la costa -anunció, con evidente alivio.
Maggie rió tontamente. Experimentaba una regresión a la adolescencia. Con la única diferencia de que, en esa época, jamás había hecho algo así.
Hank se sentó y se acomodó la ropa.
– Muy bien. Ahora sí estoy listo para ira ver a mi padre.
– Tal vez fuera conveniente que nos ducháramos primero. Al menos tendría que peinarme.
Hank puso el motor en marcha y pisó a fondo el acelerador.
– No. Quiero llegar al meollo de la cuestión ahora mismo.
Quince minutos después, los padres de Hank se mostraron sorprendidos por su visita.
– No sabía que te levantabas tan temprano -comentó su madre.
– Mamá. Estoy a cargo de un establecimiento agrícola. Todos los días me levanto al amanecer.