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– Sí, pero jamás te levantabas tan temprano cuando vivías en casa. ¿Ya desayunaste?

– Sí. Ya he comido.

Helen Mallone miró el cabello de Maggie.

– ¿Una taza de café, quizás?

Maggie recordó la taza de café que había abandonado sobre la mesa de la cocina.

– Un café sería formidable.

Harry Mallone estaba sentado a la mesa, leyendo el periódico. Miró por encima de sus medias gafas y arqueó las cejas.

– No sabía que eras tan madrugador -dijo a Hank-. ¿Sucede algo?

– Papá, todos los días me levanto a esta hora. Soy productor agrícola.

– Claro -murmuró Harry-. Esas manzanas exóticas.

Hank suspiró y se acomodó en una silla, frente a su padre.

– En realidad, sí sucede algo. La gente del pueblo ha estado violando mi propiedad.

– Me he enterado -respondió su padre-. No lo entiendo. Nunca hemos tenido esa clase de delitos en Skogen.

Hank miró fríamente a su padre.

– Se ha corrido el rumor de que el motivo por el cual la gente se ha estado metiendo en mi casa eres tú. Me dijeron que has ofrecido un millón de dólares a Fred McDonough por robar el diario de Maggie para ti.

La primera reacción de Harry fue de descreimiento. La segunda, una sonrisa que arrugó su rostro y produjo una grave carcajada, que le nacía desde el pecho.

– No hablas en serio.

– Por supuesto que sí.

Harry lo miró. La sonrisa se esfumó.

– Sí, es así.

– Por lo que he entendido, todo el pueblo se ha entregado a la tarea de trabajar arduamente para ganarse ese millón de dólares.

Helen entregó a Maggie una taza de café y se sentó a la mesa.

– ¿Harry, tú has hecho eso?

– Por supuesto que no -se defendió Harry-. ¿De dónde sacaría un millón de dólares?

– Eres el presidente del banco -le recordó Hank.

Harry pareció perplejo.

– ¿Me creen capaz de estafar al banco en un millón de dólares?

Hank meneó la cabeza.

– No. Te creen rico.

Helen estiró la mano para palmear la de Maggie.

– La gente de este pueblo es muy buena -dijo-, pero, de inteligente, tienen muy poco.

Fred McDonough llamó a la puerta trasera.

Bubba tenía razón, pensó Maggie. Fred McDonough, decididamente, había llegado último al reparto de caras. Tenía unas horrendas bolsas bajo los ojos y éstos, a medio abrir. Empezaba a crecerle la barba y, por debajo de ella, se le veía una tez cadavéricamente macilenta.

Helen Mallone le abrió la puerta y con gesto gentil le ofreció un jarro de café caliente.

– Preferiría estar muerto -dijo McDonough.

Helen rió comprensiva.

– No debería beber tanto.

McDonough la miró como si hubiera sido una extraterrestre.

– Estamos tratando de aclarar este asunto del robo -explicó Hank-. ¿Mi padre te ha ofrecido un millón de dólares para que robaras el diario de Maggie?

McDonough bebió un largo sorbo del café. Estaba hirviendo, pero sin embargo, no pestañeó ni una vez.

– Sí, dijo que daría un millón de dólares con tal de poder echar mano a ese diario. Ésas fueron exactamente sus palabras. Yo también lo he intentado, pero ese maldito perro que tienes se comió un pedazo de mis pantalones.

Harry Mallone se golpeó la frente con la mano.

– Ahora lo recuerdo. ¡Fue una forma de decir, idiota! Nunca quise pedir a nadie que se robara ese condenado libro. ¡Sólo me refería a que sentía mucha curiosidad por leer su contenido!

Maggie apoyó la mano de plano sobre la mesa, para sostenerse. El alivio que experimentó fue tal, que la mareó. ¡Todo había sido un malentendido! Su teoría era que alguien quería ese diario para salvar su reputación. Había pensado en algún pariente deseoso de proteger a tía Kitty. O también, que podía tratarse de algún ex cliente que no quería ver su nombre pisoteado en el fango. Maggie incluso llegó a pensar que podía haber sido uno de esos ciudadanos ilustres, por descabellada que sonara la idea. Inhaló profundamente, para tranquilizarse, y bebió su café antes de interrogar a Harry Mallone.

– ¿Por qué no me lo pidió prestado?

Harry se encogió de hombros.

– Son esas cosas que uno dice cuando está conversando. En realidad, no tengo tiempo ni interés en leer sobre las actividades que se realizan en un burdel.

Maggie se sintió insultada y se puso tensa.

– Qué pena-dijo-. Es muy interesante.

Harry la miró con severidad.

– No lo dudo.

– Bueno, aclaremos esto de una buena vez -se interpuso McDonough-. ¿Usted jamás tuvo intenciones de que yo robase el diario?

Harry se quitó las gafas, dobló las patillas, las guardó en el estuche y las dejó sobre la mesa.

– Correcto.

McDonough se quedó con la vista en blanco, tratando de digerir la noticia.

Helen Mallone miró a su esposo con los labios muy apretados.

– Harry Mallote -lo encaró-. Has causado muchos problemas. No suelo incidir en tu relación con Hank, pero esto se ha extralimitado. Debes disculparte con tu hijo y con Maggie, por lo menos.

– Ciertamente fue un honesto problema de comunicación -se defendió Harry.

– No -le dijo Helen-. Hubo mucho más que eso. No has sido abierto ni comprensivo con ellos. Mira, si hasta se levanta temprano y desayuna.

Harry no pareció especialmente impresionado.

– Creo que deberías otorgarle el préstamo -sugirió Helen.

El color subió instantáneamente a las mejillas de Harry.

La señora Mallone estaba sentada con las manos apoyadas en la mesa, una montada sobre la otra; los ojos y la boca, cerrados en implacable determinación.

– Creo que es lo mínimo que puedes hacer para compensar toda esta situación.

Harry tamborileó los dedos sobre los posabrazos de su importante sillón, sopesando la ira de su esposa.

– No tiene el aval suficiente.

– Pamplinas -respondió Helen, manteniendo la iracunda mirada en dirección a su esposo.

Harry puso los ojos en blanco y alzó las manos al cielo.

Ante los ojos de cualquiera, su madre era una persona muy flexible, pensó Hank, pero cuando se le ponía algo en la cabeza, no había Cristo que la hiciera cambiar de opinión. Hank sabía que el único momento en que su padre alzaba las manos al cielo en señal de capitulación era cuando se veía obligado a someterse a la obstinación de su esposa. Esos momentos podían contarse con los dedos de una mano: la vez que Helen había insistido en ir a Ohio para pasar Navidad con su hermana; cuando decidió remodelar la cocina, y en ocasión de la histerectomía de tía Tootie, en que Helen la invitó a ella y a su perro Snuffy a recuperarse en el cuarto de huéspedes de su casa.

Maggie ya había empacado la mitad de sus cosas cuando Hank regresó de limpiar y ordenar el rancho.

– ¿Qué es esto? -preguntó él-. ¿Por qué estás guardando toda tu ropa en estas cajas?

– Porque me marcho. Tu padre ya te ha otorgado el crédito, de modo que no hay razón para que siga quedándome aquí.

Las espesas y renegridas cejas de Hank se unieron en una mirada ceñuda.

– ¿Qué quieres decir con eso de que ya no hay razón para quedarte? Te he pedido que te cases conmigo.

– No quiero casarme contigo.

– ¿No me amas?

– No he dicho eso -Maggie amontonó una pila de remeras en su maleta-. Dije que no quiero casarme contigo. He pasado demasiados años de mi vida en entornos poco convenientes. Amo a mi madre pero no puedo vivir con ella. Y tampoco puedo vivir contigo.

– ¿Qué hay de malo en mí?

– En ti, nada. Lo negativo es todo lo que te rodea. Tu padre me desaprueba totalmente. Tu mejor amigo me guarda rencor, y tu perro es un malvado con mi gata.

– ¿Eso es todo?

– No, no es todo. Me enloquezco sentada horas y horas, todos los días aquí adentro, mirando los manzanares. No creo haber nacido para esta vida campestre. Si no voy a un centro comercial de inmediato, voy a asfixiarme. Echo de menos la contaminación ambiental. Quiero hablar con alguien que no tenga ese horrendo acento campechano. Tengo antojo de hacer colas y de insultar a alguien. Añoro conducir por una carretera, rodeada por otros autos con conductores que me hagan gestos obscenos.