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Maggie se preguntó si sería cierto lo que afirmaba Elsie. Parte de ella deseaba que así fuera. Sabía que aún quedaba una llamita de esperanza que su determinación no había logrado apagar. Su amor por Hank había echado profundas raíces en su alma. Le quemaba, constante y penosamente. Y no podía extinguirlo, por más que se esforzara. Día a día, Maggie debía enfrentarse a la horrenda realidad de su predicción y echar mano del último gramo de disciplina que le quedaba para actuar conforme a lo que era mejor para ella y para Hank. No obstante, el sueño seguía plasmado allí. En el fondo de su corazón, sabía que no había cumplido con ese contrato de seis meses sólo por una cuestión de honor a su palabra. Aquel estúpido sueño era la verdadera razón que la había atado a Vermont.

Hacía semanas ya que Maggie se angustiaba pensando en la proximidad de la fiesta navideña en el salón del rancho. Era el único evento social que no podía eludir bajo ninguna circunstancia. Ahora que prácticamente había llegado el momento, se sentía aturdida y agotada. ¡Y eso que la ordalía no había empezado aún! Se sentó sobre el borde de la cama, envuelta en su bata de baño. Tenía el cabello todavía húmedo y los dedos de los pies enrojecidos por el agua caliente. Un letargo deprimente se había apoderado de ella. Al menos, no estaba en uno de sus días emocionales, pensó. Últimamente, había tenido ataques de llanto. Nadie lo sabía. Lloraba en silencio, con la boca apretada contra la almohada. Lloraba a altas horas de la noche, cuando todos dormían.

Se oyó que alguien llamaba suavemente a la puerta.

– Maggie, ¿puedo pasar?

Era Hank. Probablemente querría saber por qué se demoraba tanto. Debía haber estado lista hacía al menos media hora pero, por una razón u otra, no podía completar la tarea de vestirse.

– La puerta está sin llave.

Hank llevaba un traje oscuro, camisa blanca y corbata roja. El extremo de un pañuelo de seda, también rojo, asomaba con rebeldía por encima del bolsillo delantero de la chaqueta. De solo verlo, Maggie sintió que el corazón le pesaba como el plomo. A Hank Mallone jamás le faltaría la compañía de una mujer, pensó. Una vez que ella quedara excluida de la escena, las mujeres se agolparían como jauría en el umbral de su puerta. Hank era pecaminosamente apuesto y, dentro de algunos años, también sería rico. Ya le estaban lloviendo contratos para comprar sus tartas de manzanas y su sidra. Skogen elevaría su nivel de empleo al ciento por ciento gracias a él.

Hank se sentó en la cama, junto a ella y posó sobre su mano una pequeña cajita envuelta en papel.

– En la familia es tradicional hacer un regalo la noche de Navidad. Cuando yo era niño, mis padres siempre me hacían un obsequio especial justo antes de salir. Generalmente era algo que podía llevarme a la fiesta. Una navaja, o algún par de calcetines colorados o tirantes navideños. Y mi padre siempre obsequiaba alguna joya a mi madre. Sé que cuesta creerlo pero en ese aspecto, mi padre es un verdadero romántico.

Maggie no se lo esperaba; no estaba preparada. Durante los últimos dos meses, apenas si habían cruzado palabra. A tal punto, que Maggie había albergado secretamente el temor de que Hank, por fin, deseaba que se marchara. Había dejado de inventar temas de conversación, de buscar excusas para tocarla y de agotar recursos para convencerla de que saliera de su cuarto. Y ahora le hacía un regalo. Maggie no sabía cómo interpretarlo. Dejó la cajita sobre su falda, para que no se moviera y delatara el temblor de sus manos, pero fue casi en vano. Las emociones que había controlado durante tanto tiempo afloraron como un torbellino, dificultándole el pensamiento y su determinación de no sonreír. Durante meses lo había tratado como a un despojo humano. ¿Y cómo respondía Hank a sus malos tratos? ¡Con un regalo!

Hank se quedó sentado, en silencio, observando la confusión que exteriorizaba su rostro y el dolor que se amalgamaba con una repentina infusión de dicha inesperada. Hacía meses que aguardaba ese momento, consciente de que, aunque su libro siguiera inconcluso, aunque sus sentimientos hacia él hubieran desaparecido, Maggie le debía esa noche. Hank inspiró profundamente, con esfuerzo, mientras ella seguía con la vista fija en la cajita. En principio, Hank ignoraba si ella aceptaría el obsequio. Ni siquiera estaba seguro de que lo abriera. Pero ahora que veía ese torrente de emociones reflejadas en su rostro, se dio cuenta de que las cosas resultarían como esperaba. La sentó sobre su falda y la abrazó.

– No he querido molestarte durante estos últimos meses. Sé lo duro que has trabajado en ese libro.

Maggie pensó que le debía una respuesta sincera.

– Está listo. Lo terminé hace poco más de un mes.

Hank comprendió sus razones por haberlo tenido en secreto. Maggie se había aferrado a su trabajo como excusa para aislarse. Hank lo había imaginado, pues hacía mucho que no escuchaba el teclado de la computadora. La verdad le dolió, pero luchó por disimularlo.

– ¿Puedes adelantarme algo? ¿Quedó bien?

Maggie se rió. Le pareció una pregunta extraña. Era lo mismo que preguntar a una madre si su primer hijo era feo.

– No estoy segura de que sea bueno, pero ya está vendido. He podido cumplir mi promesa. El diario de tía Kitty será publicado como libro.

Hank la estrechó en sus brazos.

– Siempre te creí capaz de lograrlo.

A Maggie le encantó el tono de orgullo con el que Hank pronunció esas palabras, un orgullo que también estimuló el suyo, despertando la primera emoción que experimentaba ante su éxito.

– Yo no estaba tan segura -dijo ella-. Todavía no puedo creerlo.

Maggie sonreía. Primero con los labios y luego con los ojos, hasta que por fin, hasta el último rastro de angustia desapareció. Fue como si el sol hubiera asomado repentinamente, con todo su glorioso esplendor. Maggie Toone no era una mujer que se aficionara demasiado a la desdicha. Recordó el obsequio y empezó a romper el papel.

– ¡Me encantan los regalos! -exclamó-. ¡Me encantan las sorpresas! -Cuando abrió la cajita, encontró un par de pendientes de diamantes-. ¡Oh!

Hank le enganchó un rizo detrás de la oreja, para poder ver su rostro con mayor claridad.

– ¿Te gustan?

– ¡Sí! Por supuesto que me gustan. Son hermosos, pero…

– ¿Pero qué?

Se apoyó pesadamente contra él. Parte de su cansancio original retornaba.

– No puedo aceptarlos. No es la clase de presentes que uno entrega… -Buscó con desesperación la palabra justa, pero no pudo hallar ni un solo término que definiera su relación… una amiga concluyó por fin-. No es la clase de regalos que se hace a una amiga.

– Es la clase de presente que yo entrego a mi mejor amiga.

– Pensé que tú mejor amigo era Bubba.

Maggie creyó que le había ganado la batalla, pero Hank sólo estaba ganando tiempo. Ella tendría que apelar a la tenacidad y además, debía admitir que estaba contenta. Su sueño bailaba en el fondo de su corazón.

– No va a funcionar -dijo ella-. Skogen no ha cambiado.

Hank parecía seguro.

– Funcionará. Nunca hizo falta que Skogen cambiara. Todavía no lo has visto. Aún no lo has imaginado.

– No entiendo a qué te refieres.

– Yo era exactamente como tú. Tenía que huir. Mi único inconveniente fue que, por algún tiempo, los problemas insistían en perseguirme. Y eso es porque uno no puede escapar de sus problemas. Terminas en una ciudad distinta pero siempre con los mismos problemas. Entonces, un día, mientras me hallaba sentado en el cuarto de un hotel de mala muerte, en Baltimore, me di cuenta de que había crecido. En algún punto del camino empecé a clasificar las cosas. Mi identidad dejó de depender de la gente que me rodeaba. Ya no necesité de la atención ni de la aprobación de mis padres. Tampoco me fue imprescindible ser el payaso de la clase, ni el macho conquistador, ni la estrella del deporte. Sólo necesité hacer aquellas cosas que me produjeran una satisfacción personal, como, por ejemplo, estudiar agricultura y mejorar los manzanares de mi abuela. Yo creo que tú te pareces un poco a mí en ese sentido; que necesitabas escapar para escribir tu libro. Y además, también necesitabas estar un tiempo sola para reencontrarte con Maggie Toone.