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La muchacha meneó la cabeza.

– No sé si la cuestión es tan simple. No sé si podría soportar el aislamiento de vivir en medio del campo.

– El aislamiento te lo impusiste tú misma. Hemos traído tu autito rojo y ni siquiera has salido a dar una vuelta en él. No tienes más que tomar una carretera, insultar a un par de viejas, hacer algunos gestos groseros y meterte en algún centro comercial de vez en cuando.

– ¿En Vermont hay centros comerciales?

– Bueno, en su mayoría son centros pequeños -admitió-. Pero tienen tantos negocios como los más complejos. En Burlington hasta hay una calle peatonal. ¿Eso no te aumenta la adrenalina?

“No tanto como estar sentada sobre sus rodillas”, pensó Maggie. Pero aun así, bien valía la pena comprobarlo.

– Y si quieres salir de casa en forma regular, puedes volver a la docencia.

– No. Lo dudo -contestó Maggie-. Creo que quiero escribir otro libro.

– ¿Tienes alguna idea?

Maggie meneó la cabeza.

– Mi energía creativa no ha estado en su máxima plenitud.

– Mi tío Wilbur administró el periódico del condado durante cuarenta años. Se retiró en 1901. En el sótano de esta casa hay canastos y canastos de periódicos. El otro día bajé a inspeccionarlos. Se encuentran en un estado muy frágil, pero son perfectamente legibles. Tal vez puedas hallar una nueva historia en alguno de ellos.

El corazón de Maggie comenzó a latir a mayor velocidad. ¡Cuarenta años de información recopilada en periódicos en su propia casa! ¡Bien valdría la pena casarse con Hank, aunque sólo fuera por sus periódicos! Un momento. Detengan los motores. Se estaba dejando llevar. Suponiendo que Vermont hubiera sido tocado con la varita mágica y que en el sótano de la casa de Hank hubiera una historia a la espera de ser publicada, ¿qué pasaría con todos esos habitantes de Skogen que tanto la detestaban? ¿Y con Bubba? ¿Y Vern? ¿Y qué de la señora Farnsworth y sus benditas manualidades?

Hank le besó la nariz y la hizo ponerse de pie.

– Tenemos que irnos. No querrás perderte a Papá Noel, ¿verdad? Vístete y ponte los pendientes mientras yo caliento el motor de la camioneta.

Diez minutos después, Maggie estaba sentada junto a Hank, en la camioneta, examinando el brillo de sus pendientes de diamantes que se reflejaba en el espejo retrovisor. En realidad, no debía habérselos puesto, pensó. No había sido ésa su intención, pero, de alguna manera, como por propia voluntad, los pendientes se adosaron a sus orejas. No se los quedaría, por supuesto. Sólo los luciría esa noche, para la fiesta, por pura cortesía. Después, una vez de regreso en casa, los enjuagaría con alcohol y volvería a guardarlos en su estuche. Si hubiera estado legalmente casada con Hank, sería distinto. Del mismo modo, si hubiera tenido la certeza de que realmente existía una calle comercial en Burlington, todo habría sido distinto. Aunque, pensándolo bien, ahora que Hank se lo había confirmado, ya no le parecía tan importante.

Cuando Hank se alejó por el camino, Maggie observó los últimos manzanos que se perdían en la distancia y pensó en lo bellos que se veían, envueltos en su manto blanco de nieve, plateados por la luz de la luna. Hasta el pueblo le pareció bonito al pasar. Mamá Irma había colocado luces en la entrada de su tienda; en la puerta del banco habían colgado una guirnalda verde; titilantes luces decoraban la fachada de la cafetería y del salón de belleza, y el abeto del patio de la inmobiliaria también estaba decorado con motivos alusivos.

– ¡Ve más despacio! -se irritó Maggie, achatando la nariz contra la ventanilla-. ¡No puedo ver las decoraciones si conduces a la carrera!

– Sólo voy a cuarenta kilómetros por hora. Si disminuyo la velocidad, iremos para atrás.

Entonces Maggie decidió que regresaría al día siguiente para ver todo con más tranquilidad. Quería disfrutarlo a plena luz del día. Y pasaría también por la tienda de Mamá Irma para comprar golosinas y enviarlas a Nueva Jersey.

En cuestión de minutos llegaron al salón del rancho. Bien podría haber pasado por el Salón Nacional Polaco. Maggie llegó a la conclusión de que esos lugares eran idénticos en cualquier parte del mundo. Estaba la misma pista de baile, maravillosa y polvorienta, el mismo pandemonio feliz de niños excitados y adultos joviales. Y como se trataba de una fiesta navideña, rondaba en el ambiente una sensación expectante. Papá Noel aparecería en cualquier momento. Y después de que hubiera repartido los bastoncitos de caramelo y los cuentos para colorear, se armaría el baile. A continuación, se serviría la torta especial de café, obra de las mellizas Smullen. Maggie entregó su abrigo a Hank y miró la multitud presente.

– Oh, mira -dijo-. ¡Es Vern! ¡Con traje de etiqueta!

– Sí. Vern siempre se pone el esmoquin para el baile de navidad. Lo ha heredado de su tío Mo.

– ¿Y qué pasó con su tío Mo?

– Murió de un ataque cardíaco -respondió Hank-. Trabajaba como camarero en un lujoso restaurante de Burlington. De allí vino el esmoquin.

Vern guiñó un ojo a Maggie y ella lo saludó agitando la mano en el aire.

Ed Kritch se les acercó.

– Será mejor que me reserves una pieza -dijo a Maggie.

Maggie lo miró con suspicacia.

– No volverás a raptarme, ¿verdad?

Ed rió.

– No. No lo haría. Qué episodio aquél, ¿no? Les juro que por poco me desmayo cuando Elsie Hawkins sacó esa ametralladora de su cartera. Sí señor, esa historia pasará de boca en boca. Creo que, como anécdota, es tan buena como aquella vez que Bizcky Weaver incendió su granero tratando de disparar a Hank.

Hank parecía complacido.

– Antes de que tú llegaras al pueblo, yo era el único entretenimiento de esta gente -dijo a Maggie-. Es un verdadero placer compartir los laureles.

En el centro de la pista de baile, habían colocado el árbol de Navidad. Los invitados comenzaron a formar una rueda a su alrededor. La banda comenzó a interpretar Aquí llega Santa Claus y la ronda se meció al compás de la melodía. Hank y Maggie, tomados de la mano, también participaron, mirando hacia la puerta por encima del hombro, a la espera de que llegara Papá Noel. La puerta se abrió y, cuando la esperada figura hizo su entrada triunfal, todos los niños soltaron un grito de alegría.

– Jo, jo, jo -exclamó Papá Noel, reuniéndose con el grupo-. ¿Todos se han portado bien este año?

– Sí -respondieron al unísono.

El baile continuó alrededor del árbol y Papá Noel se abrió paso cortando la cadena de manos, para entregar los libros de colores. Cuando llegó al sitio donde estaba Maggie, se detuvo y le tomó la mano.

– ¿Y Maggie se ha portado bien este año? -le preguntó.

Maggie sintió que las mejillas le ardían como fuego. Papá Noel no se había dirigido a ningún otro adulto.

Tomó un bastoncito de caramelo y un libro para colorear de su saco y los entregó a Maggie.

– Sólo las mejores muchachas de Skogen se llevan este regalo -le dijo, guiñándole el ojo.

Un murmullo de aprobación estalló entre el público.

El mundo se desdibujó momentáneamente. Los pies de Maggie dejaron de moverse al compás de la música. Miró primero a Hank y luego los demás rostros que formaban la cadena. ¡Le tenían simpatía!, notó. Hasta el padre de Hank le sonreía desde el otro extremo del salón. Maggie apretó el libro y el caramelo contra su pecho y agradeció debidamente a Papá Noel. Observó con atención al hombre que se escondía detrás de aquella barba blanca y ojos entrecerrados.

– Sé que eres tú, Bubba -murmuró Maggie-. ¡Ésta me la pagarás!