– ¿Falta macho? -gritó ella, tratando de tapar el bullicio del motor y el incesante tamborileo de la lluvia sobre el techo del vehículo.
– Siguiendo tres kilómetros más por este mismo camino, llegaremos a Skogen. De allí, son sólo unos cinco kilómetros más.
De pronto se toparon con un pozo en el camino y el barquinazo lanzó a Maggie contra el tablero.
– Creo que necesita amortiguadores nuevos.
– Hace un año que los necesito.
– ¿Y no le parece que el motor hace un ruido raro?
– Son las válvulas -explicó él-. Están gastadas.
– Debí haber traído mi auto.
– Ya hemos discutido ese tema detenidamente. Usted tiene un auto deportivo. Nadie va a creer que me ha convertido en un modelo de virtud y en un trabajador ejemplar si la ven corriendo como un cohete en ese despampanante juguetito rojo.
A los lados del camino, las casas iban apareciendo con creciente regularidad. No bien pasaron junto a un horrendo edificio amarillo con un cartel que decía Escuela Primaria de Skogen, llegaron a Main Street, la calle principal, con sus espaciosas casas de blancos techos de madera y prolijos jardines. Era un típico pueblo de Nueva Inglaterra, donde dominaba la Iglesia Presbiteriana de Skogen, con su capitel blanco lanzado hacia el firmamento a través de la espesura de la lluvia. La tienda de ramos generales de Mamá Irma se hallaba a la derecha, semioculta entre dos surtidores de gasolina y un cartel que publicitaba carnada viva y pasteles frescos. A continuación aparecieron la inmobiliaria Keene, la peluquería de Betty, el bar de Skogen y el Primer Banco Nacional y Fiduciario de Skogen. En eso consistía todo el pueblo. El distrito comercial terminó poco después, a medida que la camioneta roja seguía su rumbo. El terreno se presentó más ondulante y comenzaron a asomar los primeros manzanos.
Hank tomó por un sendero privado que conducía hacia el manzanar.
– Desde aquí no podrá ver la casa porque está construida en un bajo. Pero se encuentra justo detrás de esta colina que tenemos frente a nosotros.
Maggie se inclinó hacia adelante y desempañó el parabrisas con la palma de una mano. Echó un vistazo a través del húmedo círculo que había despejado y soltó una exclamación de aprobación cuando la gigantesca residencia blanca apareció ante sus ojos. Era tal como la había imaginado: techo de pizarra gris, resbaladizo por el agua de lluvia, dos pisos de maderamen, con muchas ventanas y una amplia galería que se extendía alrededor de toda la casa. Allí dormía un perro grande, negro. Cuando oyó que la camioneta ingresaba en la propiedad, levantó la cabeza. Maggie advirtió que su espesa cola iniciaba un rítmico golpeteo sobre el piso de madera de la galería.
– Ése es Horacio -explicó Hank-. ¡Vaya, qué alegría volver a casa!
Maggie apretó con más firmeza la jaula plástica que tenía apoyada sobre la falda, en la que transportaba a su gata.
– No me había hablado de Horacio.
– Somos compinches. Hacemos todo juntos.
– No cazará gatos, ¿verdad?
– No, que yo sepa -Había aterrado a más de un conejo, pensó Hank. Y una vez, hasta llegó a atrapar una ardilla. Pero a su entender, Horacio jamás se había interesado por los gatos.
– Pompón siempre ha sido una gata de departamento -dijo Maggie-. Nunca ha visto un perro. Realmente, es un dulce.
De reojo, Hank echó un rápido vistazo a la jaula plástica que contenía al animal. Pompón, la gata de departamento, maullaba con unos gemidos tan sobrenaturales que los pelos de la nuca se le erizaron.
– Parece… molesta.
– No te preocupes -dijo Maggie, hablando con la jaula-. Te sacaremos de aquí enseguida. Te llevaré a la casa y te abriré una deliciosa lata de alimento para gatos.
Cuando Hank detuvo la camioneta, Horacio movía la cola con tanto júbilo que todo su cuerpo se sacudía. Hank abrió la puerta y el animal salió disparado a toda velocidad. Corrió hacia Hank y le plantó sus fuertes manazas sobre el pecho. Ambos cayeron al barro, con un chapoteo sordo y un improperio irreproducible.
Maggie los miró y preguntó-: ¿Se encuentra bien?
– Sí -contestó Hank. Estaba completamente desparramado en el suelo, boca arriba, con la espalda enterrada unos quince centímetros en el lodo. Horacio seguía parado sobre su pecho-. Estoy hecho una preciosura.
Maggie trató de salir con alguna ocurrencia positiva.
– Sin duda Horacio parece muy contento de volver a verlo.
“Y esto no es nada -pensó Hank-. Espera a que descubra a tú Pompón.”
– ¿Puedo ayudar en algo?
La lluvia se había intensificado, de modo que Maggie tuvo que gritar para que la oyera. Hank estaba empapado hasta los huesos y el agua mugrienta, chocolatosa, le ensopaba las piernas de los pantalones.
Ésa debía ser una de las peores ideas que jamás había tenido, pensó Hank. ¿Podría llegar a ahogarse si se acostaba en el charco boca abajo?, se preguntó. Por el momento, le pareció la alternativa más atractiva. Miró a Horacio y experimentó cierto alivio. Por lo menos su perro lo creía un ser maravilloso. Lo que Maggie Toone estaba pensando de él escapaba a su imaginación. Decididamente, ése no era uno de sus momentos gloriosos.
– ¿Por qué no entra con Pompón? Yo iré luego. La puerta debe estar abierta.
Maggie asintió y descendió de la camioneta, apretando la jaula del animal. Corrió lo más rápido que pudo, pero, de todas maneras, al llegar al porche estaba empapada. Las gotas de lluvia le caían desde la punta de la nariz y desde los rizos rojizos de su cabellera. Se quitó los zapatos y entró en el vestíbulo.
– Hola -llamó, esperando encontrar a la mucama prometida. Pero la casa estaba oscura y solitaria. Sintió un repentino temor. ¿Y si no había ninguna mucama? ¿Si todo aquello no hubiera sido más que una trampa para una mujer sola? Vaya ridiculez, se dijo. La agencia de empleos había investigado a fondo los antecedentes de Hank Mallone. Había exigido un depósito de seis meses de sueldo y se aseguraron de que el hombre no tenía antecedentes penales. Hank Mallone era exactamente la persona que aparentaba ser, se dijo, tratando de convencerse, aunque no estaba segura de que lograra serenarse.
Hank permaneció un rato al pie de la escalinata de la galería para que la lluvia lavara lo grueso del lodo que se le había quedado adherido. Luego buscó refugio bajo el techo del porche, se escurrió el agua de la cara y se sacudió como un perro. Miró a Maggie por la puerta de vidrio. No había sido una buena bienvenida, pensó. La muchacha tenía los ojos desorbitados y sus labios apretados denotaban una expresión de angustia. Hank no podía culparla si sentía temor y comenzaba a arrepentirse de haber aceptado la propuesta. Él debía parecerle una bestia, un degenerado.
– No se preocupe -le dijo-. No soy tan estúpido como parezco. No podría serlo jamás.
– No estoy preocupada -contestó ella, tratando de mantener firme el tono de su voz-. En realidad, tengo muchas agallas. Una vez recogí una serpiente con un palo.