Hank sintió que una sonrisa nacía en su estómago y se expresaba ampliamente a nivel de los labios. Qué linda se ponía cuando trataba de mostrarse valiente.
– Esto es diferente -dijo él, agitando las cejas-. Es una cuestión de relación hombre mujer. Probablemente le preocupe el hecho de encontrarse aquí, sola, con un sujeto tan inepto.
Maggie soltó una risita tonta. Por lo general, no tenía por costumbre reírse así, pero la carcajada surgió espontáneamente, consecuencia de su alivio y gratitud.
– Gracias. Supongo que necesitaba consuelo.
Inadvertidamente, los ojos de Hank se posaron en la camisa mojada de Maggie, perfectamente adherida a sus senos altos y voluptuosos. Una expresión de dolor embargó su rostro.
– Bien. Ahora usted puede consolarme a mí. No soy ningún pervertido sexual, ¿no? -Porque así era como exactamente se sentía. Tenía barro en las orejas, los calzoncillos hechos sopa y sus zapatos chapoteaban cada vez que daba un paso. Sólo un degenerado podría excitarse en semejantes circunstancias, pensó. Y la camisa mojada de Maggie no fue la única culpable; también sus pestañas, que, mojadas, parecían espigadas y la fragancia de su champú, revitalizada por la lluvia-. Qué situación extraña -comentó-. Es la primera vez que aparento estar casado.
Se encontraba tan cerca, que ella podía percibir el calor de su cuerpo a pesar de que la lluvia le había mojado la ropa. Su proximidad le produjo la misma embriaguez que una botella de whisky en un estómago vacío. El fuego corría por sus venas. Retrocedió un paso, obedeciendo a un silencioso reproche que le recordaba que ya no era una adolescente como para dejarse impresionar de ese modo. “Las mujeres modernas e inteligentes no se babosean ni se derriten como manteca al sol sólo porque un hombre atractivo invade el espacio físico que corresponde a los dos”, pensó. Palmeó la mano de Hank en un gesto maternal y se esforzó por dar al momento la perspectiva correspondiente.
– No es nada importante. Se trata de un matrimonio postizo. Algo temporáneo. Sólo me quedaré aquí durante seis meses.
– ¿Ah, sí? ¿Y qué sucederá si se crea cierta dependencia conmigo? Supuestamente, la estadía de Horacio en esta casa también fue temporaria. Mamá Irma me preguntó si podía tenerlo en casa unos días, hasta que le encontrara un nuevo hogar. Eso fue hace tres años -Acarició la satinada cabeza del perro-. Ahora, se enloquece cada vez que me ve. No me lo puedo despegar de los talones. Me sigue a dondequiera que vaya -Se inclinó un poco más en dirección a Maggie. Las comisuras de sus labios se elevaron en una simpática sonrisa-. Es capaz de cualquier cosa para que uno le rasque las orejas. ¡De cualquier cosa! ¿Sabe? Lo mismo podría pasarle a usted.
No había duda de que ese hombre tenía facilidad de recuperación, pensó Maggie. En un momento estaba tendido de espaldas en el lodo y al minuto siguiente, hasta se daba el gusto de tomarle el pelo.
– Trataré de controlarme -le aseguró Maggie-. Si de pronto, llegara a descubrir que me urge la necesidad de que me rasque las orejas, juro que me encerraré en mi cuarto -Valientes palabras para una mujer que ya se sentía más que atraída por Hank Mallone. Valientes palabras para una mujer a quien ya le costaba demasiado controlar los latidos de su corazón sólo porque él había avanzado otro paso y le sonreía. Maggie permaneció de pie, absolutamente inmóvil, preguntándose si Hank iba a besarla. Seis meses podían significar una eternidad si la relación se tornaba difícil. Y los antecedentes de Hank no eran para nada alentadores. En su pasado abundaban las mujeres usadas y abandonadas. Un estruendoso zumbido, que provenía de la puerta abierta, interrumpió sus cavilaciones.
Horacio levantó las orejas abruptamente y Hank se volvió para mirar hacia afuera.
– Parece un auto.
– Pues, si lo es, suena muy diferente de todos los demás -contestó Maggie.
El ruido era grave y gutural, de algún motor potente, atragantándose con gasolina a través de dobles carburadores. Su último aliento de vida resonaba en un sistema de escape de al menos treinta años de antigüedad. Se trataba de un Cadillac 1957, que estacionó justo detrás de la camioneta de Hank.
– Parece una dama un poco mayor -informó Maggie.
Hank sonrió al ver el Cadillac y a la mujer de cabellos canos que estaba tras el volante.
– No se trata de ninguna dama. Es mi mucama, Elsie Hawkins.
La mujer bajó de un salto de su Cadillac y aterrizó en medio del agua, que le llegaba hasta los tobillos. Sus exabruptos se oyeron hasta dentro de la casa y Maggie se echó a reír a carcajadas.
– Está acertado. De dama, no tiene nada.
Elsie llevaba un paraguas en una mano y en la otra, una bolsa con provisiones, bien apretada contra el pecho.
– Siempre la misma historia -dijo-. Cada vez que uno se queda sin nada en la casa, llueven enanos de cabeza -Miró a Hank y meneó la cabeza-. Qué aspecto espantoso tiene. Parece como si se hubiera revolcado en el potrero de las vacas.
– Un pequeño percance -explicó Hank-. La señorita es Maggie Toone. La he alquilado como esposa.
Elsie soltó una expresión de disgusto.
– Es la idea más tonta que jamás escuché en mi vida.
Hank desató los cordones de su calzado deportivo.
– Estoy de acuerdo, pero necesito que el banco me otorgue el crédito.
– Ya le he dicho que en esto hay más de lo que se ve a simple vista -declaró Elsie-. Cualquiera puede darse cuenta de que su empresa es un buen negocio. Para mí, en ese banco hay gato encerrado.
– Simplemente, se manejan con cautela -Hank se quitó los calcetines y tomó la bolsa que Elsie tenía en la mano-. Yo no he llevado una vida ejemplar, según los parámetros de los habitantes de Skogen.
– A mí no me parece que haya sido tan mala -replicó Elsie, siguiéndolo hasta la cocina-. Por la forma en que habla, cualquiera creería que en los últimos cinco años se ha dedicado a administrar esos antros de perdición que hay por allí.
La cocina era muy amplia y antigua, con alacenas de roble y una enorme mesa de grandes patas talladas a modo de garras exactamente en el medio del recinto. El amueblamiento armonizaba a la perfección, aunque por cierto tenía ya unos cuantos años. La cocina en sí daba una sensación muy acogedora, de manera que a Maggie no le resultó difícil imaginar las generaciones de Mallones comiendo alrededor de esa colosal mesa redonda. El ambiente inspiraba imágenes de niños robando crema de los pasteles, de madres y abuelas trabajando hombro a hombro para preparar los banquetes de las fiestas.
– En el refrigerador tengo ensalada de papas y pollo frito -anunció Elsie-. Pueden servirse solos. Yo voy a quitarme estos zapatos.
– Y bien, ¿qué prefiere? -preguntó Hank a Maggie-. ¿Pollo frito o un buen baño caliente y ropa seca?
– Ni dudarlo. Estoy congelada. Por el momento, una ducha caliente me resulta más atractiva.
– Mientras la acompaño hasta su cuarto, la llevaré a recorrer la casa. Abajo tenemos la sala de estar, el comedor, el tocador y la cocina. A la casa original se le ha hecho una extensión: un ala para parientes políticos. Se edificó cuando mi abuela vino a vivir aquí a la muerte de mi abuelo Sheridan. Ahora la he asignado a Elsie -Hank esquivó los charcos de agua que había en el piso y la condujo hacia las escaleras-. Arriba hay cuatro habitaciones. Yo ocupo la principal y he convertido otra de ellas en mi escritorio. De manera que a usted le quedan las dos habitaciones restantes. Si lo desea, puede sacar una de las camas a instalar un escritorio para su computadora.
La llevó a la mayor de las dos alcobas. Sus miradas se encontraron y durante un instante permanecieron fijas una en la otra. Hank sentía necesidad de encoger los dedos de los pies. Maggie poseía una energía revitalizante. Era una joven fresca, graciosa y condescendiente. Gracias a Dios por esa última cualidad, pues Hank sospechaba que en los próximos meses cometería muchas faltas que probablemente requerirían del espíritu benevolente de Maggie.