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– El cuarto de baño está al final del pasillo. Avíseme si necesita ayuda -”Y será mejor que cierres la puerta con llave”, agregó para sus adentros, porque en ese momento no había otra cosa que deseara más que enjabonarle la espalda. Quería abrigarla, relajarla, y que su piel estuviera resbaladiza… lo suficiente como para recorrerla con sus manos hasta en los sitios más recónditos.

Instantáneamente se reprimió. Se trataba de un matrimonio fraudulento. En la ficción, los maridos no gozan de ningún privilegio en el interior de la tina de baño. Y los hombres decentes no se aprovechan de sus empleadas. La única cuestión que quedaba por resolver era su grado de decencia. Por lo general prefería considerarse una persona honorable, pero, en ese momento, su desesperación había llegado a un punto tal que ya no le importaba sacrificar unos pocos principios.

Maggie experimentó un cosquilleo en la boca del estómago al oír la inflexión aterciopelada que caracterizaba la voz de Hank.

– ¿Ayuda?

La fugaz expresión de pánico que embargó su rostro no pasó inadvertida para Hank. “Estupendo, Mallone -se dijo-, otra vez lograste asustarla. Y no es algo para enorgullecerse.” Metió las manos en los bolsillos, empapados también, y trató de arreglar las cosas.

– Sí, más toallas o champú.

– Oh, sí. Gracias -Por Dios. ¿Qué le estaba pasando? Si bien no era ninguna muchachita tonta e inexperta, tampoco era la clase de mujer que interpreta todo con doble sentido. Prefería tomarse la vida tal como se presentaba. De ese modo, era mucho más sencillo. Pero ese día en particular, parecía leer insinuaciones sexuales en cada gesto y cada palabra de Hank Mallone. Y todo porque la excitaba. La virilidad era una cualidad que jamás lo desertaba. Incluso con ese aspecto desgreñado, era la personificación del sexo fuerte.

Hank abandonó el cuarto de Maggie con la sensación que experimenta un niño a quien lo han pescado con los dedos en la crema del pastel, consciente de esa sonrisa de plástico estampada en su rostro.

– Iré por sus maletas, que quedaron en la parte de atrás de la camioneta -anunció-. Se las pondré en su cuarto.

Se oyó la voz de Elsie desde el vestíbulo.

– Bueno, ¿y qué mierda es esto? ¡Por el amor de Dios! ¡Un gato! ¿Qué estás haciendo aquí, encerrado en esta jaula? Me parece que alguien se olvidó de soltarte.

Hank se volvió abruptamente al oír que se abría el seguro de la jaula.

– ¡Elsie, no suelte a la gata si Horacio está en la casa!

– ¿A Horacio no le gustan los gatos? -gritó la mujer desde el pie de la escalera.

– ¡No lo sé!

– Demasiado tarde -dijo Elsie-. El gato ya salió y parece que no está muy contento con todo esto.

Se oyó un fuerte ladrido y un ruido de uñas caninas luchando por agarrarse del resbaloso piso de la cocina.

– ¡Pompón! -gritó Maggie, dando un empujón a Hank para llegar a la escalera-. ¡Pobre Pompón!

La gata salió a toda carrera por la sala de estar y el comedor, hasta subirse a la ventana balcón, trepando por las persianas. Y allí quedó agazapada con los ojos desorbitados que parecían dos huevos fritos y la cola encrespada como las cerdas de un cepillo duro. Hank, Maggie y Horacio llegaron hasta el animal al mismo tiempo. El perro alcanzó a morderle la cola; Pompón reaccionó con el típico siseo felino y se catapultó hacia el pecho de Hank, clavándole las uñas.

– ¡Ayyy! Caramba -gruñó Hank-. ¡Que alguien haga algo!

– Es por el perro -dijo Maggie, tratando de interponerse entre Hank y Horacio-. Pompón tiene terror a los perros.

Elsie manoteó una presa de pollo frito del refrigerador y se la arrojó a Horacio. El perro se debatió en el dilema por medio segundo y abandonó la gata en favor de la pata de pollo.

– Miren este piso -se lamentó Elsie-. Acabo de encerarlo y ahora está todo rayado. ¡No! En esta casa no vale la pena tomarse tantas molestias.

Maggie murmuraba palabras dulces para serenar a su gata mientras, una por una, le desenganchaba las uñas del pecho de Hank.

– Realmente lo lamento mucho -se disculpó con Hank-. Pompón nunca había reaccionado de esta manera.

– Está vacunada contra la rabia, ¿verdad?

– Por supuesto. He completado todo su plan de vacunación. Cuido mucho de ella -Una vez desprendida la última garra, la acunó contra su pecho-. Me pareció oírle decir que Horacio no caza gatos.

– Dije que no sabía si cazaba gatos. Además, lo más probable es que Pompón lo haya provocado -Desabrochó los botones de la camisa para examinar los rasguños del pecho-. ¿Alguna vez investigó el linaje de su gata? ¿No encontró nadie de apellido Cujo en su árbol genealógico?

– Cujo era un perro.

– Es sólo un tecnicismo.

Maggie advirtió algo así como unos cordones cutáneos, rojos, que se hinchaban sobre los prominentes músculos de Hank y experimentó una sensación nauseabunda. Ese magnífico pecho parecía un blanco de dardos y todo por culpa de ella. Olvidó a Pompón y se sentó con bastante impaciencia sobre la jaula del animal. Si hubiera recordado llevar la gata arriba, a su cuarto, eso jamás habría sucedido.

– ¿Le duele?

– Terriblemente. Suerte que soy tan robusto, tan fuerte y tan valiente.

– Mantendré a Pompón en mi cuarto durante un par de días hasta que se aclimate.

Una hora después, Maggie estaba sentada a la mesa de la cocina, a punto de atacar una montaña de ensalada de papas, cuando apareció Hank, recién bañado.

– ¿Qué tal su pecho?

– Como nuevo.

– No le creo.

Hank le sonrió.

– ¿Me creería si le digo que está casi como nuevo? -Tomó una bandeja de pollo de la heladera y se acomodó pesadamente en una de las sillas-. La lluvia está amainando.

– Espero que no cese del todo. Me encanta dormirme escuchando el ruido de la lluvia sobre el techo.

– Yo prefiero la nieve -dijo él-. La habitación principal de la casa da al noreste y recibe de frente las tormentas de invierno. Cuando hay ventisca, el viento arrastra la nieve contra la ventana y se oye un ruido constante, “tic, tic, tic”… Me quedo acostado allí y vuelvo a sentirme como un niño, imaginando que, como la nieve sigue subiendo, no habrá clases y yo podré salir a pasear en trineo todo el día.

– ¿Todavía usa su trineo?

Hank se echó a reír.

– Por supuesto.

En ese momento, a Maggie se le cruzó por la mente que era la primera vez que estaba sentada a la mesa de una cocina compartiendo una charla cotidiana con un hombre que aún tenía el pelo mojado. Le pareció una experiencia agradable. Uno de aquellos pequeños rituales que tejen el telar de la vida conyugal y que brinda tanto bienestar… como una buena taza de café a primera hora de la mañana, o esos quince minutos para hojear el periódico y revisar la correspondencia. Maggie observó al hombre que tenía frente a sí y una grata emoción le anudó el estómago. Sería fácil creer que el matrimonio era auténtico, acostumbrarse a esa intimidad tan sencilla.

– Me gusta su casa -le dijo-. ¿Siempre perteneció a su familia?

– La construyó mi bisabuelo Mallone. Había instalado un tambo. Cuando mi abuelo se hizo cargo, compró las tierras aledañas y destinó parte de ellas al huerto. Él falleció hace diez años. Mi padre no quería participar en ese negocio y mi abuela no podía administrarlo sola, de modo que casi dejó de atender los campos y se quedó con una sola vaca. Cuando yo volví a casa al terminar los estudios, encontré los árboles en un estado lamentable.

– ¿Sus padres viven en Skogen?

– Mis padres son la razón de su presencia aquí. Mi padre es el presidente del Banco Nacional y Fiduciario de Skogen.

– ¿Y su propio padre se niega a otorgarle el préstamo?

Hank se repantigó en su silla.