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– Desde chico fui problemático.

Maggie no podía decidir si la noticia le resultaba divertida u horrenda.

– ¿Pero sus padres no se dieron cuenta de que ya está bastante crecidito?

– Mi madre piensa que, si yo estuviera bastante crecidito, ya me habría casado. Y mi padre piensa que, si yo estuviera bastante crecidito, no tendría delirios de grandeza ilusionándome con el cultivo de manzanas orgánicas.

La familia de Hank y la de Maggie compartían ciertos rasgos perturbadoramente similares.

– Eso no es justo -aseveró Maggie-. Una cosa es que usted tenga, tal vez, que afrontar la quiebra y el caos, y otra muy distinta que tenga los mismos problemas que yo tuve y que me obligaron a irme de Riverside. Acabo de pasar medio día en una carretera, tratando de alejarme de mi madre y de tía Marvina, sólo para descubrir que su madre está extorsionándolo para que se case y que su padre cree que su elección de vida es ridícula. No tendré que involucrarme en todo esto, ¿verdad?

– Un poco, tal vez. Mamá y papá vendrán a cenar mañana.

Maggie se puso de pie con tanto ímpetu que la silla se tumbó y cayó al piso.

– ¿Qué? De ninguna manera. No, no. Olvídelo. Apenas los conozco. ¿Cómo quiere que los convenza de que estamos casados?

– No hay problema. Tengo fama de impulsivo, obstinado y de maquinar planes descabellados. Mis padres pueden creer cualquier cosa de mí.

– ¿Y qué voy a ponerme? -No bien terminó de decir la frase, se arrepintió. Era el lamento característico e invariable de todas las mujeres.

– Seguramente debe de haber algo en todas esas cajas que hemos subido a la camioneta.

– Ropa aburrida. Clásica. De docente.

– Excelente -dijo él-. Es perfecto. Actúe como la típica maestra. A mi madre le encantará.

Maggie hizo una mueca. ¿Cómo iba a darle la noticia? Siempre había sido una buena docente, pero jamás se había comportado como la típica maestra. Le resultaba problemático respetar el programa de estudios y a veces sus clases se tornaban un tanto caóticas. Además, no siempre tenía paciencia para ser diplomática con los padres. En los últimos dos años había pasado más tiempo en la rectoría que Leo Kulesza, el único muchacho en la historia de la Escuela Secundaria de Riverside que había repetido cuatro veces el tercer año.

– ¿Y qué me dice de la comida? Disto bastante de ser la mejor cocinera del mundo.

Elsie se hará cargo del menú.

– ¿Elsie sabe que su padre es el presidente del banco?

– Elsie llegó el mismo día que yo me iba a la caza de esposa. No tuvimos demasiado tiempo para conversaciones inconsistentes -Bajó la voz-. Tal vez debamos esperar a que pase la cena para contárselo. El tacto no me parece una de sus mejores virtudes.

– No resultará.

– Tiene que resultar. Necesito el préstamo. Y pronto.

– ¿Y por qué no lo solicita a otro banco?

– La comunidad bancaria local es muy reducida. Dudo que alguien se atreva a pasar por encima de mi padre. Y, a decir verdad, no soy en absoluto solvente. Ya he hipotecado la granja para ampliar los huertos. La concesión de un nuevo empréstito a mi favor sólo podría basarse en un acto de confianza. Para ser totalmente honesto, entiendo a mi padre. Si yo estuviera en su lugar, también dudaría en prestar ese dinero. No tiene garantías de que seré capaz de cumplir con una obligación a largo plazo. Me pidió que primero contrajera otro compromiso de largo alcance, con el fin de demostrarle que soy capaz de cumplirlo; me dijo que tenía que sentar cabeza y casarme.

– ¿Qué pasará cuando yo me vaya?

Hank se encogió de hombros.

– Tendrán que soportarlo -”Como yo”, agregó para sí, con amargura-. Tendrán que aceptar tanto mis fracasos como mis éxitos. De todas maneras, lo único que realmente interesa es mi opinión sobre mí mismo.

Maggie enderezó su silla. Tomó un trozo de papa y lo masticó, pensativa. Hank no era ningún tonto. Estaba llevándose agua para su molino. Podrían acusarlo de buscar soluciones retorcidas para sus problemas, pero no de falta de carácter. Y ésa era una cualidad imprescindible en todo marido.

CAPÍTULO 3

Sentada a su escritorio, Maggie tenía la vista fija, somnolienta, en la ventana abierta. Ante ella se extendía una vasta pradera donde asomaban los manzanos, con sus hojas verdes, dispuestos en hileras sobre las lomas. El aire transportaba una fragancia especial, en la que se confundía el olor de las hierbas y el de la tierra. El cielo completamente despejado enmarcaba el escenario con un radiante color celeste. La pantalla de su computadora estaba en blanco, salvo por una frase: Había una vez…

Elsie golpeó la puerta y asomó la cabeza.

– Hace horas que está aquí arriba. ¿Qué está haciendo?

– Miro cómo crecen los manzanos.

– ¿No se supone que tendría que estar escribiendo?

– Me estoy inspirando.

– ¿Va a perder mucho tiempo más en esta cosa de la inspiración? Los padres de Hank llegarán dentro de media hora.

Maggie se tapó la boca con la mano.

– ¡Me había olvidado!

– Claro, cuando uno mira cómo crecen los manzanos es capaz de olvidar cualquier cosa.

– Por supuesto. Sobre todo si ha vivido en una ciudad en la que sólo se producen ladrillos -Apagó la computadora y salió corriendo de la habitación-. ¿Cómo viene la cena?

– Bueno, mis platos no son muy refinados pero tampoco matan a nadie.

– Con eso me basta -dijo Maggie.

Veinte minutos después, mientras aplicaba maquillaje a sus pestañas, decidió que por mucho que se esforzara, su imagen no mejoraría más de lo que estaba. Llevaba una camisa de seda rayada en blanco y negro, al mejor estilo cebra, que le quedaba holgada por demás. La falda blanca de linón le llegaba apenas unos dos o tres centímetros por encima de la rodilla. Completaba el conjunto con un ancho cinturón de cuero negro y zapatos de tacón chato, también negros. Se detuvo un momento ante el espejo, donde tuvo tiempo de posar sólo una vez, ya que oyó la llegada de un vehículo y salió corriendo de su cuarto. Casi se llevó a Hank por delante en el pasillo.

– ¡Epa! -le dijo él-. No tan a prisa -Se alejó de la muchacha poco más de medio metro con el fin de examinarla rápidamente-. Conque ésta es su aburrida ropa de decente, ¿eh? -Una amplia sonrisa le iluminó la cara. A su madre le daría un infarto cuando la viera con esa camisa de cebra y la falda tan corta. Él también podía llegar a infartarse, pero por otras razones-. Está sensacional -declaró Hank.

– ¿Realmente cree que esta ropa es adecuada para cenar con sus padres? Puedo cambiarme…

Las manos de Hank ya habían llegado a sus brazos, apenas por encima de los codos, fuertes como ligaduras de acero. De pronto, ella deseó desesperadamente su aprobación.

– Está perfecta, salvo por una cosa… -Metió la mano en el bolsillo y extrajo un delgado anillo de bodas, de oro. Sosteniéndolo entre el pulgar y el índice, lo estudió un momento con cierta incomodidad. Recordó su primer beso verdadero, el que había compartido con Joanne Karwatt. Y otros momentos similares, igualmente perturbadores. Decidió que ese momento también encabezaba la lista de los episodios seudorománticos más embarazosos que había vivido. Tomó la mano de Maggie, inspiró profundamente y le colocó el anillo en el dedo-. ¿Cómo se siente?

Maggie miró el anillo y tragó saliva. Nada podía haberla preparado para ese momento. Apenas unos minutos antes se había sentido la mujer más valiente del mundo y ahora la abrumaban las más extrañas emociones. Emociones cuya existencia ella ignoraba. Contempló la sortija con cierta amargura, pues sólo representaba una farsa.

– Algo rara.

Hank advirtió que la voz se le quebraba y se detestó. Esa trama le había parecido muy simple un mes atrás, muy inofensiva, pero ahora involucraba un engaño a sus padres. Peor aún: estaba engañando a Maggie. Tuvo impulsos de confesarle que ya no se trataba de una farsa, que se había enamorado de ella de verdad. Pero Maggie jamás lo habría creído. Hacía muy poco que se conocían. De pronto, la tomó de los hombros, la acorraló contra la pared y la besó. El beso se profundizó. Sus manos recorrieron el cuello de Maggie, descendieron por los brazos hasta instalarse en la cintura. Disfrutó de su cuerpo de mujer a través de la seda; se deleitó con la tensión que Maggie experimentó ante la sorpresa y con el modo en que luego se rindió cálidamente al abrazo. Posó los labios sobre su cuello, en el sitio exacto donde pulsaban sus latidos, y supo que, por su causa, el ritmo de su corazón se había acelerado. El descubrimiento lo excitó, lo alentó. Sabía que debía detenerse, pero que no lo haría. No aún. Ya le había dado el anillo; ahora era el momento de hacerle una advertencia. Sus manos se detuvieron en la cintura de Maggie, para atraerla con todas sus fuerzas hacia él. Las bocas de ambos se fundieron en un beso intenso, salvaje. Hank tuvo un rapto de autocensura. ¿Cómo se retractaría de su proceder? La respuesta fue muy clara: no tenía la menor intención de retractarse.